domingo, 13 de noviembre de 2011

Carta XXIV

Querida familia:
Este verano he cumplido noventa años. Hora es ya de renunciar a este cansino oficio de escribidor. Cansino mentalmente por la difícil búsqueda de recuerdos antiguos que se resisten a abandonar los más recónditos escondrijos del cerebro; cansino físicamente cuando ya la letra se deforma y los renglones se niegan a nacer rectilíneos para los que como yo, al poner letra a las ideas, sólo aceptan hasta el bolígrafo los adelantos de la modernidad.
A estas cartas he dedicado muchas de las horas de mis días de estos últimos años y también en su confección, en la búsqueda de las palabras que os dijeran lo que quería deciros, algunas horas de las noches de insomnio y desvelo que a estas edades se suelen intercalar a veces entre las más reposadas y tranquilas.
Cuando acosado por la indelicada propuesta de mi hija Macarena, que además decía representar el parecer de otras parientas de la misma camada, me decidí a escribiros, no calculaba yo la longitud que alcanzaría esta correspondencia ni mucho menos su grado de aceptación, en especial, por las generaciones que siguen a la mía. Pero, ya entonces decidí que el final de mis escritos coincidiría con la muerte de abuelo. Porque esta muerte suponía el acabamiento de lo que quería contaros y que se ha reflejado en casi trescientas hojas mecanografiadas. He procurado reflejar en ellas los antecedentes y el discurrir de la vida de nuestro clan hasta que el correr de esta vida impone su disolución: papá y tía Salud van a establecerse en viviendas distintas que, por cierto, no podían soportar la comparación con aquel inolvidable San Isidoro 24. La malhadada decisión de arrasar su patio, cuyo latido vital he tratado de transmitiros, puede simbolizar el fin de una etapa que lo es asimismo de esta correspondencia.
Me dicen algunos de mis lectores que con mis escritos he conseguido un mayor conocimiento mutuo entre los miembros de la segunda generación y que he contribuido al fortalecimiento y, en algún caso, al despertar del sentir familiar. Si así fuera, no puedo menos que alegrarme. Este supuesto mérito tengo que compartirlo con mi hija Mercedes que ha tenido a su cargo la puesta en limpio de estas memorias y su difusión a través de esos complicados sistemas modernos cuyo manejo no se me alcanza. Quiero agradecer aquí a mi niña las horas, los desvelos, que me ha dedicado en estos años.
Un doloroso recuerdo para los miembros de la familia desaparecidos en este periodo: Enrique Tello Barbadillo nos dejó en edad temprana y ello hace especialmente dolorosa su muerte. Mingo, el entrañable Mingo al que, como decía papá, tanto le gustaba “pasarlo bien" en la vida, pero que disfrutaba igualmente con que los demás lo pasaran bien con él, se fue también cuando la luz de los cirios iluminaba las noches sevillanas y las marchas procesionales sonaban por las calles de su barrio y Maruja se dio prisa en seguirle y me traspasó el relevo de jefe del clan por edad.
Al repasar las muchas páginas escritas me doy cuenta de la gran cantidad de buenas personas, de excelentes ejemplares humanos que han incidido en mi vida. He tenido mucha suerte. En primer lugar, mi familia, nuestra familia: de mi madre los recuerdos son algo vagos pues poco pude disfrutar de ella. La personalidad de papá creo que queda definida a lo largo de todas las cartas; ha influido en mí en todas las épocas de mi existencia. A causa de su viudedad prematura, compartimos muchísima vida en mis años jóvenes en los que se deciden los caminos del existir. Mis abuelos paternos no fueron quizás suficientemente valorados por mí hasta bastante tarde; lo que fueron se puede resumir en una palabra: generosidad. De todo el resto de la parentela tengo buenos recuerdos pero he de destacar, porque sería injusto no hacerlo, a tía Salud, cuya vitalidad y alegría alivió nuestros momentos tristes y nos hizo disfrutar de un cariño maternal que tan pronto nos había faltado.
Y añado mis recuerdos afectuosos a mis profesores y compañeros de colegio y de la Universidad, a las muchachas del servicio, a los amigos de papá, a los oficinistas de abuelo. Me iré de este mundo sin ningún mal recuerdo de las personas con las que conviví en mis años formativos y doy gracias a Dios por ello.
En fin, como las despedidas tienen siempre un matiz de tristeza, todo tiene su final y me queda únicamente el desearos a todos paz y felicidad y que, usando una vez más un dicho favorito de papá, “Dios nos dé salud y vida”.
         Muchos besos y abrazos de


                                            Rafael

En Madrid y en Sevilla en el recuerdo en Noviembre  de 2011

[Me resisto, como todos, a pensar que no habrá más cartas pero mi abuelo es terco como una mula y se hace el sordo con una habilidad pasmosa cada vez que alguien le insiste en que continúe con esta bonita, instructiva y entretenida tarea (al menos lo es para sus lectores). Así que estamos en campaña para intentar que siga escribiéndonos, de cuando en cuando, una carta. Deseadnos suerte]

jueves, 3 de noviembre de 2011

Carta XXIII

Querida familia:

No eran halagüeñas las perspectivas que se presentaban a los españoles a comienzos de los años cuarenta. Claro está que el final de nuestra guerra civil había sido recibido con enorme alegría por los vencedores; también una gran parte del bando perdedor se sentía aliviada al cesar el goteo de malas noticias procedente de los frentes de batalla. Muchos rojos, temerosos de las presumibles represalias, huyeron de España a través de la frontera pirenaica y también por vía marítima. Como sin duda sabéis, se ha escrito mucho sobre la vida y trabajos de los exiliados republicanos en los países de habla española y en otras naciones.

En España había empezado ya en la primavera de 1939 la penosa reconstrucción de lo destruido, pero aún más difícil que la puramente arquitectónica, fue la que afectaba a la producción agrícola e industrial; ambas acusaban un grave debilitamiento y, como ya he comentado en otras cartas, en los primeros años cuarenta se dieron carestías alimenticias y de otros artículos de primera necesidad.

Pero lo peor fue que el clima de paz duró poco; justamente cinco meses después de acabada nuestra guerra civil estalló, como es sabido, la Segunda Guerra Mundial, la mayor contienda bélica de todos los tiempos. Las salpicaduras de ella tenían, por fuerza, que llegar a España. Y así fue.

La España de Franco estaba en deuda con los países del Eje; Alemania había suministrado armamento, material y grupos de especialistas que, salvo en el caso de la Aviación, no tomaron parte directamente en acciones guerreras; Italia había enviado fuerzas de choque en número considerable que intervinieron, entre otros casos, en el frente de Guadalajara y en la campaña de Málaga. Parece que ambas naciones consideraron al principio que España llegaría a ser un aliado más.

Y, ciertamente, en los primeros Gobiernos de nuestra posguerra había siempre un sector proclive a la intervención en la contienda mundial alineado con las naciones del Eje. Dícese que Ramón Serrano Suñer, cuñado del Generalísimo y Ministro de Asuntos Exteriores, encabezaba este sector que creía, a pie juntillas, en el triunfo de las potencias centroeuropeas que parecía anunciarse por los tempranos éxitos de la famosa Wehrmacht, la fuerza armada alemana en la campaña bélica inicial de 1939-40. Nuestra intervención se rentabilizaría con ganancias coloniales a costa quizás de Francia. Nadie pensaba entonces que una de las consecuencias del conflicto iba a ser el fin de colonialismo, esa forma decimonónica y, en gran medida, injusta e inhumana de abordar la gobernabilidad de los pueblos.

Otro sector de nuestro Gobierno pensaba, por el contrario, que la participación plena de España en la guerra era del todo insensata. España no estaba preparada; sus hombres estaban cansados y hartos tras nuestra guerra civil. Era el momento de concentrar todas las energías del pueblo en las tareas reconstructoras y no de embarcarse en una nueva lucha.

Para la mayoría no era popular, pues, el apoyo directo a las potencias del Eje; se pensaba que los débitos a las naciones que formaban éste podían abonarse mediante una actitud benevolente con ellas y con ayudas indirectas, acciones humanitarias…. todo lo más. Además, muchos no estaban convencidos del triunfo final del Eje. ¿Cuál sería la postura definitiva de los todavía neutrales Estados Unidos? La confusa actitud inicial de Rusia, ¿se mantendría una vez consumada la anexión de una parte de Polonia? Japón y China también eran incógnitas no resueltas.

Se ha escrito mucho sobre el tema y creo que podemos sumarnos a los que opinan que la taimada prudencia de Franco permitió a España mantener una situación de “no beligerancia” que fue derivando hacía una auténtica neutralidad; para lograr esto, Franco procedió a varios cambios en la composición del Gobierno que afectaron sobre todo al Ministerio de Asuntos Exteriores.

Esta cambiante posición española, no exenta de ambigüedad, permitió que, pasado un tiempo, cuando las alianzas y enemistades entre las naciones habían variado pero España mantenía el anticomunismo como algo inamovible en su proceder, pudiéramos volver a ocupar un sitio en Europa durante los años del conflicto latente en ella, la guerra fría que, por fortuna, no pasó del estado de amenaza e intranquilidad.

El tema bélico era el preferido en las conversaciones de los casinos, en las charlas de los cafés y hasta en las discusiones familiares. En nuestro clan no nos libramos de ello; recuerdo que Paco, que por entonces estaba acabando el bachillerato, se proclamaba progermánico y yo, por el contrario, manifestaba simpatía por el mundo anglosajón; papá mantenía una neutralidad razonada. No olvidemos que la prensa y la radio de entonces nos daban una información sesgada resaltando las brillantes victorias iniciales de la Wehrmacht y ocultando los puntos negros de la política hitleriana que tanto nos horrorizaron al conocerlos años más tarde. El ataque coordinado de alemanes y rusos a Polonia nos desconcertaba a todos. Polonia, país católico y con una historia desgraciada a causa de las ambiciones de las potencias vecinas, despertaba todas nuestras simpatías.

Como ya os dije, mis estudios de la Licenciatura en Ciencias Químicas en la Universidad hispalense comenzaron en Octubre de 1939 y terminaron en junio de 1943. Vinieron a coincidir con unos años especialmente cruentos de la Segunda Guerra Mundial. Los españoles vivíamos en un clima de inquietud ante la presencia del poderoso ejército alemán en la frontera pirenaica y de fuerzas armadas británicas en Gibraltar; la larga frontera portuguesa podría también suponer riesgos según se desarrollaran los acontecimientos bélicos, pero esto preocupaba menos pues españoles y portugueses, que suelen ignorarse mutuamente, hacía siglos que no tenían la menor intención de llegar a las manos y no había reivindicaciones mutuas que solventar. Alguna vez se organizaban pequeñas manifestaciones en pro de la anexión de Gibraltar y recuerdo una encabezada por una gran pancarta que decía: Que nos den Gibraltar; pensé entonces que podía haberse añadido algo así: “Que nos lo den porque es nuestro, pero no vamos a hacer nada por reconquistarlo, no merece la pena”. Indiscutiblemente, la juventud universitaria no estaba por la labor de participar en el conflicto mundial.

Muchos años más tarde, en 1968, varios compañeros de curso decidieron celebrar las bodas de plata de la promoción y me invitaron a dar la conferencia del acto académico correspondiente. No me resisto a transcribir aquí un par de sus párrafos iniciales que nos ayudarán a situarnos en el ambiente de entonces:

“Vamos a trasladarnos mentalmente al año 1941, ¡quién lo volviera a vivir!, a pesar de las dificultades de la existencia en aquellos años de la posguerra. En aquel viejo caserón de la calle Laraña convivíamos estudiantes de Química, Derecho y Filosofía y Letras. Por supuesto, esta mezcla de estudiantes de diversas vocaciones e intereses tenía una autenticidad universitaria que desdichadamente se ha ido perdiendo de forma inevitable ante el aumento desbordante del alumnado y las exigencias crecientes de la especialización que han llevado a una pluralidad de locales, cada uno con sus instalaciones específicas, y en los que sólo conviven grupos de personas dedicadas al mismo quehacer. Se trata, claro, de una consecuencia del progreso, que tiene también aspectos negativos que van estrechando nuestras miras y limitando nuestros horizontes”. 

Suscribo lo que decía hace cuarenta y tantos años.

La Universidad de entonces no había empezado a experimentar su transformación de Universidad urbana en Campus universitario. Ocupaba en las ciudades una situación central, como la del Ayuntamiento y la Catedral; compartían preeminencia, y los tres poderes, el político, el religioso y el cultural, y los que ostentaban cargos en estos sectores o, simplemente, pertenecían a ellos pululaban por las zonas más céntricas de las ciudades y les conferían un ambiente característico. Las ciudades que tenían Universidad respiraban un aire especial que, en los casos mas notorios -Salamanca y Santiago de Compostela- ha sido glosado por novelistas, poetas e historiadores, pero del que participaban también Sevilla, Granada, Valladolid y así hasta doce capitales pues éste era el número de las que tenían Universidad en aquellos años.

El nacimiento de la Universidad-Campus en España se produce a finales de los años veinte en Madrid, donde ya entonces se hacía notar la insuficiencia del edificio de la calle San Bernardo, sustraído, ¡cómo no!, a los jesuitas por uno de nuestros gobiernos aficionados a estas depredaciones. Parece que a la idea de construir la Ciudad Universitaria madrileña contribuyó, en gran medida, el Rey Alfonso XIII, que cedió terrenos del Patrimonio Real para que se realizara el proyecto y siguió con entusiasmo las fases iniciales de las obras. Sevilla, como también Barcelona, Valencia, Santiago y todas las Universidades viejas y nuevas, se han ido desplazando a la periferia de nuestras ciudades y desperdigando en los campus sus edificios, cada uno para una especialidad.

Los tiempos han llevado inexorablemente a esta situación pero yo no me resisto a recordar aquella mezcla de estudiantes de varias Facultades, de profesores de muy distintos saberes que se encontraban con frecuencia y departían unos minutos entre clase y clase y aquella Universidad implantada en el centro de las ciudades todavía pequeñas. El Catedrático, investido en su toga negra y portando el birrete del color de su Facultad, se encuentra en la plaza apacible, aún no contaminada por el tráfico rodado, con el Dean de la Catedral, que vistiendo larga sotana con algún detalle que lo diferencie de los curas de misa y olla, corre a su misa diaria; ambos cambian impresiones un momento y critican al Excmo. Sr. Alcalde al que ven surgir por la esquina de la calle principal.

Pero esto es más bien un cuadro costumbrista de hace más de un siglo y nada tiene que ver con la realidad actual.

Aun cuando durante los cuatro años que duraron mis estudios de licenciatura coseché magníficas calificaciones, he de insistir en las deficiencias de la formación académica de los que estudiamos en aquellos años. La escasez de profesores de carrera llevó a improvisaciones en la selección de sustitutos que, en muchos casos, no dieron resultado. Sin embargo, hay que reconocer el mérito, rayano a veces en la heroicidad, de muchos jóvenes licenciados que acudieron con generosidad a paliar la gravedad de la situación. El perfil de ellos puede resumirse así: un estudiante brillante de excelentes calificaciones se incorpora al grupo de trabajo de un Catedrático insigne con objeto de realizar su tesis doctoral e iniciar su carrera docente; su proyecto queda interrumpido al ser movilizado en una u otra zona y pasa tres años en las trincheras; tiene suerte y y regresa vivo de ellas, sin males mayores. Se reincorpora a la Universidad donde la actividad investigadora está prácticamente paralizada; no olvidemos que la incorporación de la mujer a los estudios superiores apenas se había iniciado, lo que hubiese podido suplir la falta de mano de obra. El profesor, bajo cuya dirección pretendía formarse, ha desaparecido por jubilación o separación por motivos políticos. Pero alguien tiene que dar las clases, organizar los trabajos prácticos, etc. y se decide recurrir a ese chico listo que tanto prometía. Su labor docente, emprendida así de forma prematura y sin un referente veterano al que recurrir con dudas y apuros, consume todo su tiempo; tiene además que luchar con la Administración en demanda de medios, pero ésta es cada vez más reacia ante la crítica situación económica. Su trabajo personal, el que había de convertirle en auténtico maestro, se resiente, y lo urgente, las clases, la corrección de exámenes, la juntas y reuniones, las obligaciones administrativas, se sobrepone a lo necesario, la profundización en el estudio, el trabajo de su tesis. En muchos casos, su ansiada meta se hace inalcanzable y alguien de las generaciones más jóvenes, a las que el paso del tiempo (el paso alegre de la paz, decía el himno) les ha permitido volver al ritmo pausado de la preparación académica, se le adelanta y él se queda frustrado en un lugar modesto.

Uno de estos salvadores de la Universidad, que ayudaron a sacarla a flote en momentos difíciles, fue Jaime Gracián Tous, que nos impartió la Química Analítica de 1º y 2º haciéndolo con absoluta dignidad y ejemplar dedicación. No entiendo por qué no llegó a Catedrático porque creo que tenía cualidades y preparación para ello. Era un profesor excelente y exigente; recuerdo las muchas horas que pasamos Carlos Rivero Sánchez Romate y yo repasando la marcha analítica (os hago gracia de las explicaciones de este término químico) en el caluroso junio de 1941, en el patio de San Isidoro 24. Carlos, hermano de la que ha sido Presidenta del Rayo Vallecano y es la mujer del conocido empresario Ruiz Mateos, era un jerezano de familia de vinateros de una simpatía desbordante. Jaime Gracián no llegó a ser Catedrático pero pudo satisfacer su vocación química y su capacidad de trabajo como investigador incorporándose al Instituto de la Grasa, centro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas que tantos servicios ha prestado a las empresas agrícolas e industriales de Andalucía.

La Universidad española rememoraba aún algunos de los pintoresquismos descritos en la novela La casa de la Troya y en algunas otras que en algún caso fueron llevados a la pantalla. El prototipo del estudiante vestido de negro jubón, portando guitarra o mandolina o también pandereta, alegrando su atuendo con cintas de colores y mucho más dispuesto a dar una serenata nocturna a una bella santiaguesa o salmantina que a quemarse las pestañas hasta altas horas de la noche sumergido en un grueso volumen que describía los misterios de la Patología médica, el Derecho Civil, la Química Orgánica o la Historia medieval, era ya un recuerdo y, además, nunca había tenido realidad en la Universidad hispalense ni en muchas otras.

Pero persistían ciertos usos que querían hacer ver que la vida no es sólo trabajo y estudio; uno de ellos era el adelantamiento de las vacaciones navideñas al día 9 de diciembre considerando que la fiesta de la Purísima era un buen momento para finalizar el primer trimestre del curso. Don Manuel Lora no pensaba así y quería dar las clases hasta la fecha oficial 21 ó 22 del mes. Otros profesores no seguían este criterio; aceptaban la comunicación de los alumnos del cese de las clases y se despedían hasta después de Reyes.

A Paco Tallada y a mí nos parecía que era una insensatez perder quince días hábiles en materia tan dura y extensa como la Química Orgánica y el día 9 nos presentamos en clase dispuestos a seguir las explicaciones magistrales de D. Manuel; con nosotros entraron en el aula tres o cuatro de las pocas chicas del curso, un religioso marista y alguien más. Fuera, unos treinta o cuarenta compañeros nos abuchearon e insultaron, aunque sin faltar nunca el respeto al profesor. Paco, el más decidido, expresó el deseo de aquella pequeña minoría de cumplir con nuestro deber así como la imposibilidad de hacerlo en aquel clima; protestó de que la institución universitaria no tuviese fuerza coercitiva para obligarnos a seguir el calendario oficial. Don Manuel reconoció la incapacidad de las autoridades docentes para hacernos cumplir nuestro deber.

Suspendida la clase, D. Manuel abandonó el aula en medio de un silencio respetuoso que se quebró para celebrar con burlas y bromas la salida de Paco y yo; ambos decidimos marchar muy despacio par la calle Cuna en dirección a mi casa queriendo demostrar nuestro desprecio por la actitud de los compañeros.

Un grupo de ellos nos siguió a unos metros de distancia profiriendo algunos insultos menores y arrojándonos piedrecillas que nos producían algunas molestias. Nosotros persistíamos en la lentitud de nuestros pasos y decidimos prologar el paseo hasta casa de Paco, que estaba mucho más lejos que la mía; conseguimos aburrir a nuestros seguidores que se dispersaron al fin. Una vez fracasado el intento de regeneración del comportamiento de los estudiantes universitarios hispalenses, volvimos el 8 de enero a ocupar los duros bancos del aula, todos tan amigos como si nada hubiese pasado. Nos encontramos con la sorpresa de que D. Manuel en sus explicaciones se saltó el contenido de las cinco clases perdidas en diciembre y tuvimos que recurrir a los libros para aprender lo que eran los alcoholes y los éteres que constituían la materia de las clases no dadas.

La Universidad ocupaba la mayor parte de nuestro tiempo pero disponíamos de bastante para reunirnos la pandilla que se formó con algunos compañeros de bachillerato como Candau y Rojas y otros que también cursaban carreras universitarias como Manolo Tallada, hermano de Paco, brillante alumno de Derecho; recuerdo también a los hermanos Planas, José Ramón y Domingo, y a Diego de la Concha. Claro que había en la pandilla un número parecido de agraciadas féminas: las hermanas Escribano, Maruja y Paquita, Sacramento Monzón, Mariaema Martínez Suárez, Mercedes Rojas y alguna más. De Mariaema fui novio algo así como un año y medio hasta que dimos por terminadas las relaciones el verano de 1942. Ninguna de las chicas cursaba estudios universitarios ni creo que de ningún otro tipo y me parece que alguna de ellas no había seguido los de bachillerato (recordad que mi hermana Maruja sí los hizo). Los usos de la época diferenciaban el nivel cultural exigible a los hombres y las mujeres de la clase media.

Solíamos pasear por el parque de María Luisa en número próximo a la docena y recalar en los bares que hay al extremo de la plaza de América. Las relaciones del grupo se intensificaban, como es lógico, en Semana Santa y Feria, festividades que vivíamos con entusiasmo. En verano llegaba a producirse la dispersión, pues ellas estaban obligadas a pasarlo con sus padres y ellos en muchos casos también, aunque a veces conseguían una ligera subvención que les permitía ver a sus amadas algunos días. Tal fue mi caso en 1941 año en el que veraneé algunas semanas en Cádiz, acompañado por Eusebio Rojas y debido a que Mariaema pasaba allí el mes de agosto. Como comentaré ahora, nuestros deberes militares cambiaron por completo nuestra vida veraniega.

En aquellos tiempos, la vida de los muchachos jóvenes estaba muy condicionada por la prestación del servicio militar, entonces obligatorio. Tengo que confesar (y sé que algún lector me va a retirar el saludo por ello) que soy partidario de que así fuese, en desacuerdo con mi jefe político José María Aznar. Desgraciadamente, la patria, de vez en cuando, se ve implicada en un conflicto bélico y los hombres en edad de defenderla tienen que tener un mínimo de preparación para ello; los hombres y también hoy, ¿por qué no?, las mujeres -dada la dichosa igualdad que hoy consume tanto papel y tanta palabra oficial incluyendo no pocas bobadas inútiles-. Pero, además, el servicio militar llevaba implícito un acercamiento temporal de jóvenes muy diferentes: cultos unos, analfabetos otros, con medios de fortuna unos y viviendo al nivel de subsistencia otros, con un ambiente familiar feliz unos y de familias deshechas otros; en fin, ponía en contacto el mundo rural con el urbano, aumentando el aprecio y respeto mutuos. El servicio militar obligatorio ha prestado grandes beneficios a las clases más necesitadas del campo y la ciudad, contribuyendo a la erradicación del analfabetismo y descubriendo en muchos jóvenes capacidades para varios oficios y trabajos.

Claro está que las cosas han cambiado y el Ejército se ha tecnificado en un grado que exige una dedicación permanente de pocos, más bien que una preparación superficial de la mayoría. Pero debe haber soluciones intermedias de modo que todos sintamos que la patria puede necesitarnos en algún momento y tenemos que estar preparados. Y perdón por esta perorata patriotera que puede parecer impropia del siglo XXI.

Por mi parte, me siento orgulloso de haber hecho el servicio militar y de mi estrella de alférez de complemento, si bien pienso que mi prestación fue demasiado larga y un acortamiento me hubiese venido de perlas para mi preparación profesional.

Lo escrito me sirve de prólogo para deciros algo de una invención del régimen franquista, a mi juicio acertada, que tuvo una vigencia corta: la Milicia universitaria, de la que formé parte.

No hay que olvidar que vivíamos en un clima militar ya que hacía muy poco tiempo que había acabado nuestra guerra civil y que el Jefe del Estado y varios miembros del Gobierno eran militares. Pero además, sobre nuestras fronteras pirenaicas, portuguesas y marroquíes, así como sobre nuestras islas, planeaba la amenaza de la guerra europea. Teníamos que estar preparados para una numerosa llamada a filas; si esto ocurriese, no había suficientes oficiales de carrera y era preciso disponer de los llamados de complemento para atender ese crecimiento brusco de las fuerzas armadas. Era lógico reclutar esta oficialidad en el mundo universitario.

Pero como tampoco convenía que los estudiantes consumieran mucho tiempo haciendo el servicio militar, se dispuso que éste, en la Milicia universitaria, durase un año, cuya primera mitad se dedicaba a la preparación teórico-práctica en dos trimestres de verano al terminar el segundo y el tercer curso de las carreras universitarias; al acabar estos trimestres, éramos nombrados respectivamente sargento y alférez de complemento. Una vez terminada la carrera, había que realizar un semestre de prácticas en un regimiento. De esta forma el tiempo sustraído a la preparación profesional de las carreras civiles era mínimo, aunque se sacrificaban dos veranos de vacaciones sustituyéndolas por la dura vida campamental; creo que este baño de disciplina militar no le venía mal a la clase privilegiada de universitarios.

El primer cursillo trimestral de la Milicia universitaria lo hice en La Granja de San Ildefonso de la provincia de Segovia; a los alumnos que habían terminado el segundo curso de la carrera nos incorporamos los de cuarto no movilizados con anterioridad; en mi curso esto nos afectaba a tres o cuatro. El segundo cursillo lo realizamos en la playa de las Chapas de Marbella. Este pueblo no había sufrido aún su transformación en ciudad de veraneo y la citada playa era aún virgen, los bosques de pinos y eucaliptos llegaban hasta la misma arena, no había chalets ni hoteles y en los ratos de asueto la disfrutábamos en exclusividad.

Esta segunda etapa campamentaria fue la primera para mi hermano Paco, que había terminado el segundo curso de Derecho. Nos veíamos en la playa y él nadaba hasta alcanzar una zona en la que el terreno subía de nuevo y volvía a “hacerse pié” después de haberlo perdido algunas decenas de metros. Yo nunca me atreví a ello pues siempre he sido algo miedoso ante las procelosas aguas del océano.

Un día de mediados de agosto fuimos avisados de que teníamos una llamada telefónica urgente. Acudimos a la centralita de campaña y papá nos comunicó que acababa de morir el abuelo; nos instó a que pidiéramos permiso para asistir al entierro y al funeral. Nos fue concedido el permiso y nos fuimos a Sevilla por un par de días.

No recuerdo si comentamos durante el viaje la nueva situación del clan.

         Besos y abrazos de



                                                     Rafael