Querida familia:
Como os he recordado con anterioridad, Franco sentía una profunda antipatía por el régimen de partidos al que atribuía la causa de todos los desastres que había sufrido España en los últimos tiempos. Por eso no podía soportar la dicotomía de tradicionalistas y falangistas, las dos fuerzas más activas de las gentes que los apoyaban; porque estas fuerzas, además de ser las más entusiastas en proporcionar voluntarios para los frentes de batalla, eran también las que más se movían en la retaguardia con proyectos de futuro acomodados en cada caso a los correspondientes ideales entre los cuales había substanciales discrepancias. Todo ello podía dañar el esfuerzo bélico, lo único verdaderamente urgente en aquellos momentos. Tomó Franco entonces una curiosa resolución: unificar las dos citadas fuerzas por un decreto creando la Falange española tradicionalista y de las JONS, que habría de constituir el soporte político del nuevo Estado español. Parece que contaba con el beneplácito de pequeños grupos de tradicionalistas y de falangistas, que pensaban más en la salvación de la patria que en la imposición de sus ideas políticas, y con el apoyo de la gran masa de personas de la derecha y del centro que confiaban en el Ejército y en su Jefe supremo.
Desde luego que la solución ideada para la resolución del problema político era artificial y los más cualificados pensadores de uno y otro grupo seguían elaborando sus proyectos para, tras la llegada de la paz, llegar con su desarrollo a una mejor España nueva. Pero, por el momento, el reciente soporte legal les obligaba a actuar al unísono.
Una consecuencia menor del decreto de unificación fue la uniformización del uniforme: en el nuevo atuendo se incluían las dos prendas que caracterizaban a uno y otro grupo político: la boina roja de los requetés y la camisa azul de la Falange. No recuerdo hasta qué fecha se toleraron las vestimentas específicas previas pero sí estoy seguro de no haber adornado nunca mi cabeza con la consabida boina colorada, de la cual no existía ningún ejemplar en San Isidoro 24 para desconsuelo de mis primos Álvarez-Ossorio y Fernández-Palacios, acérrimos defensores de que los descendientes de Don Carlos vinieran a regir los destinos de España.
Franco promulgó el citado decreto muy pronto, cuando la guerra no había completado aún su primer año; en el decreto se incluía la disolución de los restantes partidos y quizás por ello papá abandonó toda actividad política. Creo que yo también me desligué pronto de mi actuación como flecha. Mis recuerdos del difícil año 1938 son muy imprecisos; la guerra vivía sus fases más decisivas y sangrientas en las remotas tierras bañadas por el Ebro, y Sevilla seguía estando lejos de los campos de batalla más activos. Vivimos con alegría la llegada de las fuerzas nacionales al Mediterráneo por la localidad levantina de Vinaroz en la primavera. Este hecho y la conquista de Lérida y Castellón anunciaban el triunfo final de los nacionales que, sin embargo, tardó aún un año en producirse.
Yo perdía el tiempo sin que me acuciara todavía la preparación de mi futuro universitario en aquel comienzo del curso 1938-39, mientras mis hermanos seguían con regularidad sus estudios del bachillerato en el colegio, que volvía a ser de los jesuitas. Les fueron devueltas a la Compañía de Jesús sus antiguas posesiones y, en una fecha que no recuerdo, recuperó ésta su antiguo edificio de Villacís en la Campana. Creo que me veía con frecuencia con algunos compañeros de clase: Eusebio Rojas, José María Candau, Modesto Cañal, pero aún no se había formado la pandilla, agrupación indispensable para la vida juvenil entonces y ahora; tampoco creo que había llegado el momento de la aproximación al otro sexo; ellas iban todavía por su cuenta y nosotros por la nuestra.
Los rojos esperaban que se produjese la conflagración europea, latente desde hacía tiempo, y que esto les favorecería; esta expectativa aumentó bastante su capacidad de resistencia pero la victoriosa campaña de Franco en Cataluña en enero de 1939, con la caída sucesiva de Tarragona, Barcelona y Gerona, presagiaba el inmediato final de la contienda. Éste, como es sabido, lleva la fecha del 1 de abril de 1939, en la que se emitió el último parte de guerra, único firmado por el propio Generalísimo, que terminaba con la esperada frase: “La guerra ha terminado”.
Ya que estaba previsto que la Universidad abriera sus puertas en el otoño siguiente, empezó a preocuparnos la preparación del examen de ingreso en ella; su aprobación era requisito indispensable para emprender estudios superiores. Nos reunimos un pequeño grupo de antiguos compañeros; creo que fuimos tres: José María Candau, Fernando Solís y yo. Decidimos solicitar a don Germán, que había sido nuestro inspector en los cursos tercero y cuarto de Bachillerato, que nos guiara en la preparación de la citada prueba y tras su aceptación iniciamos las clases a comienzos de la primavera. Recuerdo que algunas las dimos en casa, quizás en el llamado despacho de abuelo, pero la mayoría tuvieron lugar en la casa palacio de los Solís, al final de la calle Cuna e inmediato al edificio entonces ocupado por la Universidad en la calle Laraña, hoy dedicado a otros fines. Creo que nuestra vuelta a los libros de texto fue acogida con entusiasmo compartido por el excelente don Germán, que nos exigía mucho ante la incertidumbre sobre los criterios del tribunal examinador. Pero mis recuerdos más vividos de estas renovadas jornadas estudiantiles se refieren a lo que hacíamos cuando don Germán finalizaba su tarea y se marchaba; se unían a nosotros los tres hermanos menores de Fernando: Rafael, Manolo e Ignacio, y organizábamos un juego algo salvaje y cruento; con alfileres pequeñitos y hojillas de papel de fumar, que aplicábamos a aquéllos formando un cono, fabricábamos unas flechitas que arrojábamos a los brazos de los contrarios, una vez distribuidos en dos grupos enemigos; pequeñas gotas de sangre eran el fruto de esta liviana salvajada que hubimos de suprimir porque las manchitas rojas que aparecían en las camisas condujeron a la reprobación del jueguecito por parte de las personas mayores.
En julio sufrimos el examen de ingreso en la Universidad con pleno éxito de los tres. Se trataba de una prueba oral, ya que el número no muy elevado de aspirantes al ingreso así lo permitía. Muchas veces, en mi vida profesional, he pensado que la ausencia de pruebas orales es un fallo lamentable para la formación de los universitarios. Del tribunal que me examinó recuerdo a dos de sus miembros; el Dr. Bozal, que pertenecía a la Facultad de Filosofía y Letras y enseñaba Geografía, y don Manuel Lora Tamayo, que, andando el tiempo, llegó a ser mi maestro y casi mi segundo padre, pues a su enseñanza y a su afecto debo todo lo que he sido en la Universidad española. Creo recordar que don Manuel me preguntó algo sobre la naturaleza química de los azúcares y que contesté correctamente.
Aquella primavera de la que no sé por qué tengo recuerdos muy borrosos, debió ser esplendorosa. La Semana Santa, que empezaba al día siguiente del último de la guerra, fue magnífica y lo mismo debió ocurrir con la Feria unos días después. Yo, a mis diecisiete años, me permitía ya alguna copa de más y debí pasarlo en grande.
Tío Rafael y su familia regresaron a Madrid y parece que encontraron en buen estado su piso en la Castellana, esquina a Fernando el Santo. Siguió el tío con sus viajes Sevilla-Madrid para atender a su empresa de Riegos Asfálticos y en uno de los primeros le acompañé con objeto de conocer la deteriorada capital de España. El viaje fue en un automóvil que había quedado malherido en la guerra; decir que andaba era una manifiesta exageración. Venían con nosotros dos empleados del tío que eran hermanos. El más joven, de nombre Otto, era el chofer; a poco de salir, el coche dio muestras de una notable insuficiencia; la gasolina no pasaba del depósito al carburador y el conche se paró. La cosa se solucionó con un tubo de goma, uno de cuyos extremos se introducía en el tanque y se chupaba por el otro que se metía rápidamente en el carburador procurando no tragar gasolina. Pero una vez consumida la porción trasvasada, el coche volvía a sus andadas, es decir, a negarse a andar. Por fin se decidió que el hermano de Otto siguiera el viaje montado en la aleta del vehículo y chupando a ratos la gasolina para suplir el fallo en su trasvase. No había peligro para él, aunque quizás lo hubo de intoxicación, pero no recuerdo que ésta se produjera. La velocidad que debía ser de unos treinta kilómetros por hora no daba ocasión a coger un simple resfriado, el tráfico era casi nulo y por este sistema de tracción en parte mecánica y en parte humana logramos llegar a Madrid en unas trece o catorce horas por una carretera cuyo trazado no ha variado mucho, que manifestaba con claridad la necesidad de que Riegos Asfálticos S.A. volcara en ella su producción completa.
Los españoles que cursaban estudios universitarios habían perdido tres años a causa de la guerra y los que pretendían iniciarlos de uno a tres, dos en mi caso. La escasez de profesionales que, por ello, se iba a originar debía ser evitada, al menos en parte, en beneficio de la reconstrucción de la patria. Además, muchos de los que apenas habían iniciado sus carreras habían sido promovidos a oficiales provisionales del ejercito tras unos cursillos breves que trataban de cubrir las exigencias de oficialidad; muchas bajas se produjeron entre estos, pero a los que sobrevivieron se les presentaba la oportunidad de transformarse en oficiales de carrera con unos estudios no muy largos; por tanto, se les ofrecía un porvenir seguro que contrastaba con la readaptación a la vida universitaria, la revisión de lo poco o mucho ya estudiado, varios años hasta licenciarse y un cúmulo de incertidumbres hasta lograr un puesto digno en la vida civil. Muchos abandonaron las carreras interrumpidas y optaron por la milicia.
Las medidas que se adoptaron fueron más bien perjudiciales para la formación de buenos universitarios. Se realizaron en aquel verano de 1939 exámenes extraordinarios para aquellos que tenían asignaturas pendientes cuando se inició la guerra; alguien, con malévola intención, los calificó de exámenes patrióticos, significando con ello la levedad de las exigencias de los tribunales o profesores, sobre todo si el examinando lucía una o dos estrellas en las mangas de su uniforme, que vestía a posta en ocasión tan poco adecuada para ello. Creo que estas críticas eran exageradas pero algo hubo, sobre todo con aquéllos a los que faltaban una o dos asignaturas para acabar la carrera.
Para los que empezábamos, se ideó algo tanto o más discutible que lo anterior; los llamados cursos intensivos: se modificó el año académico para que en él se dieran dos cursos en vez de uno. Para ello, se habilitaron como días lectivos los últimos de mayo, todo el mes de junio y algunos días de julio, demorándose los exámenes de lo que sería el segundo curso a la segunda quincena de julio. Creo que también fueron lectivas las últimas semanas de septiembre y quizás algunos días rebañados a las vacaciones navideñas y primaverales. Los exámenes del primer curso fueron programados para febrero. Los profesores tenían que reducir sus programas a unos dos tercios de su contenido habitual, eliminando los temas menos fundamentales o abreviando su tratamiento. La opción a seguir estos cursos se daba sólo a los que habían perdido alguno a causa de la guerra y se podía renunciar a ellos inscribiéndose en el curso normal más completo y más dotado de vacaciones.
La Universidad había sufrido una sensible pérdida de profesorado ya que una parte de éste había sido sancionado con la separación del cargo por motivos políticos, si bien, esta medida fue más tarde en parte abolida y muchos de los castigados pudieron reincorporarse. Por otra parte, las cátedras vacantes por jubilaciones o fallecimientos no habían sido cubiertas durante los años del conflicto bélico. El plan de las nuevas dotaciones previsto para atender a las modificaciones de los planes de estudio fue paralizado. Por todo ello, en nuestra Facultad sólo había tres Catedráticos; don Patricio Peñalver, de Matemáticas, don Francisco Yoldi, de Química Inorgánica, y don Manuel Lora Tamayo, de Química Orgánica, trasladado hacía poco de la Facultad de Medicina de Cádiz. Se habían jubilado en los años de cierre mi tío Luis Abaurrea, de Física, y don Mariano Mota Salado, de Química general, el cual, sin embargo, tuvo que aceptar el cargo de Rector ante la escasez de candidatos. Don Pedro Castro, de Biología y Geología, había sido separado por pertenecer al bando rojo; años más tarde fue repuesto en su cátedra. Estaban vacantes las cátedras de Física, Química Analítica y Química Técnica y en fase de dotación la de Química Física.
D. Patricio Peñalver, excelente profesor y extraordinaria persona, hizo ímprobos esfuerzos para contraer en un tercio los cursos de Matemáticas I y II, que nos impartió en los dos cursos intensivos de 1939-40. D. José Arias de Olavarrieta, que había sido vicepresidente de la junta rectora de nuestro colegio y que tenía poca experiencia en la enseñanza superior, nos dio unos comprimidos de Geología y Biología. Peor nos fue en Física; creo que la búsqueda de un encargado de curso no tuvo éxito hasta fechas en las que ya debían haber empezado las clases. La Química general y la Química Inorgánica I nos fueron impartidas por el profesor Yoldi. Yo saqué Matricula de Honor en todas las asignaturas. Lo mismo ocurrió con dos compañeros: Carlos Gómez Herrera, hijo de tía Amparo, hermana de tío Paco, al que ya me he referido en una carta anterior, y Paco Tallada Cuellar, con el que me unió desde entonces una entrañable amistad continuada luego en Madrid durante nuestros estudios de doctorado. Los tres solíamos “repartirnos” las máximas calificaciones en casi todas las asignaturas de la carrera. En fin, mi debut en la Universidad puede considerarse un éxito pero las lagunas de nuestra formación académica fueron ciertamente importantes.
Estos buenos inicios del año 39: la paz, la reapertura de la Universidad, mi exitoso ingreso en ella, la brillantez de las fiestas primaverales, un verano sin la acuciante preocupación por la existencia de los frentes de batalla... nos colmaban de esperanza y alegría. Pero en esta estación estival cambiaron las tornas en Europa y en España y también en el discurrir de la existencia del clan Pérez González.
Las relaciones entre las naciones europeas se ensombrecían con rapidez; Hitler incorporaba a su patria alemana regiones de otras naciones e incluso naciones enteras; Mussolini, con mayor o menor entusiasmo, respaldaba el proceder de su aliado; Stalin, cual ave rapaz, observaba la descomposición de la Europa occidental con intención de lanzarse en el momento oportuno sobre la presa más débil y asequible. Las potencias occidentales daban muestras de debilidad. Y España podía ser zarandeada por unos u otros dada su situación de país arrasado por su recién acabada guerra civil. Recuerdo que uno de aquellos días calurosos de aquel estío paseábamos José María Candau y yo hablando de la situación mundial; él estaba muy nervioso y me recriminaba mi actitud tranquila: “Pero, ¿no te das cuenta de que mañana o pasado podemos estar inmersos en una guerra mundial?”. Recuerdo que le contesté, deletreando despaciosamente la respuesta, algo así como: “Yo no me pongo nervioso ante lo que no depende de mi decisión. Si estuviera en mis manos algo que yo pudiera evitar sí estaría como un manojo de nervios”. Por alguna razón que no he logrado explicarme nunca, no he olvidado esta conversación. La guerra empezó el uno de septiembre; Hitler y Stalin llegaron a un acuerdo increíble para invadir y esclavizar Polonia y comenzó la devastación de Europa, la más horrible de su existencia ensangrentada.
No fueron bien las cosas en el clan de San Isidoro 24. En aquel otoño, en fechas que no recuerdo, enfermó y murió la abuela Severiana, creo que de una afección hepática; tenía setenta y uno o setenta y dos años. Mis recuerdos de los aconteceres de aquellos días son muy imprecisos, quizás esta muerte me parecía algo natural pues su edad era considerada avanzada en aquellos años. El abuelo Rafael acentuó desde entonces su condición de sombra silente; tía Salud y papá, que habían estado tan unidos a su madre, se daban cuenta, además, de que aquella muerte anunciaba la disolución del clan.
En los últimos meses del año 39 se le presentaron a papá los primeros síntomas de una grave enfermedad, que lo tuvo a las puertas de la muerte y que no hizo crisis hasta bien entrado 1940; todo el invierno estuvo mal y empezó a salir en Semana Santa con breves escapadas para ver algún que otro paso en las proximidades de casa. Ya os he contado algo de esto y os he comentado las visitas, casi diarias, de Manolo Giménez durante la convalecencia de papá, que tanto contribuyeron a interesarme por los temas políticos. Yo no recuerdo haber rezado nunca con más fervor y, con perdón, con más exigencia a Dios; yo no podía soportar la pérdida de mi padre tras haber sufrido la de mi madre, tan pequeño. Gracias a Dios papá se recuperó totalmente y vivió veintiséis años más.
En estas fechas en las que empezaba para España el difícil camino de la posguerra, en las que yo iniciaba mi vida universitaria y la familia se reponía de los males que la vida concentra a veces en pocos meses, pongo punto final a esta carta con los besos y abrazos de siempre.
Rafael