sábado, 29 de octubre de 2011

Carta XXII

Querida familia:

Como os he recordado con anterioridad, Franco sentía una profunda antipatía por el régimen de partidos al que atribuía la causa de todos los desastres que había sufrido España en los últimos tiempos. Por eso no podía soportar la dicotomía de tradicionalistas y falangistas, las dos fuerzas más activas de las gentes que los apoyaban; porque estas fuerzas, además de ser las más entusiastas en proporcionar voluntarios para los frentes de batalla, eran también las que más se movían en la retaguardia con proyectos de futuro acomodados en cada caso a los correspondientes ideales entre los cuales había substanciales discrepancias. Todo ello podía dañar el esfuerzo bélico, lo único verdaderamente urgente en aquellos momentos. Tomó Franco entonces una curiosa resolución: unificar las dos citadas fuerzas por un decreto creando la Falange española tradicionalista y de las JONS, que habría de constituir el soporte político del nuevo Estado español. Parece que contaba con el beneplácito de pequeños grupos de  tradicionalistas y de falangistas, que pensaban más en la salvación de la patria que en la imposición de sus ideas políticas, y con el apoyo de la gran masa de personas de la derecha y del centro que confiaban en el Ejército y en su Jefe supremo.

Desde luego que la solución ideada para la resolución del problema político era artificial y los más cualificados pensadores de uno y otro grupo seguían elaborando sus proyectos para, tras la llegada de la paz, llegar con su desarrollo a una mejor España nueva. Pero, por el momento, el reciente soporte legal les obligaba a actuar al unísono.

Una consecuencia menor del decreto de unificación fue la uniformización del uniforme: en el nuevo atuendo se incluían las dos prendas que caracterizaban a uno y otro grupo político: la boina roja de los requetés y la camisa azul de la Falange. No recuerdo hasta qué fecha se toleraron las vestimentas específicas previas pero sí estoy seguro de no haber adornado nunca mi cabeza con la consabida boina colorada, de la cual no existía ningún ejemplar en San Isidoro 24 para desconsuelo de mis primos Álvarez-Ossorio y Fernández-Palacios, acérrimos defensores de que los descendientes de Don Carlos vinieran a regir los destinos de España.

Franco promulgó el citado decreto muy pronto, cuando la guerra no había completado aún su primer año; en el decreto se incluía la disolución de los restantes partidos y quizás por ello papá abandonó toda actividad política. Creo que yo también me desligué pronto de mi actuación como flecha. Mis recuerdos del difícil año 1938 son muy imprecisos; la guerra vivía sus fases más decisivas y sangrientas en las remotas tierras bañadas por el Ebro, y Sevilla seguía estando lejos de los campos de batalla más activos. Vivimos con alegría la llegada de las fuerzas nacionales al Mediterráneo por la localidad levantina de Vinaroz en la primavera. Este hecho y la conquista de Lérida y Castellón anunciaban el triunfo final de los nacionales que, sin embargo, tardó aún un año en producirse.

Yo perdía el tiempo sin que me acuciara todavía la preparación de mi futuro universitario en aquel comienzo del curso 1938-39, mientras mis hermanos seguían con regularidad sus estudios del bachillerato en el colegio, que volvía a ser de los jesuitas. Les fueron devueltas a la Compañía de Jesús sus antiguas posesiones y, en una fecha que no recuerdo, recuperó ésta su antiguo edificio de Villacís en la Campana. Creo que me veía con frecuencia con algunos compañeros de clase: Eusebio Rojas, José María Candau, Modesto Cañal, pero aún no se había formado la pandilla, agrupación indispensable para la vida juvenil entonces y ahora; tampoco creo que había llegado el momento de la aproximación al otro sexo; ellas iban todavía por su cuenta y nosotros por la nuestra.

Los rojos esperaban que se produjese la conflagración europea, latente desde hacía tiempo, y que esto les favorecería; esta expectativa aumentó bastante su capacidad de resistencia pero la victoriosa campaña de Franco en Cataluña en enero de 1939, con la caída sucesiva de Tarragona, Barcelona y Gerona, presagiaba el inmediato final de la contienda. Éste, como es sabido, lleva la fecha del 1 de abril de 1939, en la que se emitió el último parte de guerra, único firmado por el propio Generalísimo, que terminaba con la esperada frase: “La guerra ha terminado”.

Ya que estaba previsto que la Universidad abriera sus puertas en el otoño siguiente, empezó a preocuparnos la preparación del examen de ingreso en ella; su aprobación era requisito indispensable para emprender estudios superiores. Nos reunimos un pequeño grupo de antiguos compañeros; creo que fuimos tres: José María Candau, Fernando Solís y yo. Decidimos solicitar a don Germán, que había sido nuestro inspector en los cursos tercero y cuarto de Bachillerato, que nos guiara en la preparación de la citada prueba y tras su aceptación iniciamos las clases a comienzos de la primavera. Recuerdo que algunas las dimos en casa, quizás en el llamado despacho de abuelo, pero la mayoría tuvieron lugar en la casa palacio de los Solís, al final de la calle Cuna e inmediato al edificio entonces ocupado por la Universidad en la calle Laraña, hoy dedicado a otros fines. Creo que nuestra vuelta a los libros de texto fue acogida con entusiasmo compartido por el excelente don Germán, que nos exigía mucho ante la incertidumbre sobre los criterios del tribunal examinador. Pero mis recuerdos más vividos de estas renovadas jornadas estudiantiles se refieren a lo que hacíamos cuando don Germán finalizaba su tarea y se marchaba; se unían a nosotros los tres hermanos menores de Fernando: Rafael, Manolo e Ignacio, y organizábamos un juego algo salvaje y cruento; con alfileres pequeñitos y hojillas de papel de fumar, que aplicábamos a aquéllos formando un cono, fabricábamos unas flechitas que arrojábamos a los brazos de los contrarios, una vez distribuidos en dos grupos enemigos; pequeñas gotas de sangre eran el fruto de esta liviana salvajada que hubimos de suprimir porque las manchitas rojas que aparecían en las camisas condujeron a la reprobación del jueguecito por parte de las personas mayores.

En julio sufrimos el examen de ingreso en la Universidad con pleno éxito de los tres. Se trataba de una prueba oral, ya que el número no muy elevado de aspirantes al ingreso así lo permitía.  Muchas veces, en mi vida profesional, he pensado que la ausencia de pruebas orales es un fallo lamentable para la formación de los universitarios. Del tribunal que me examinó recuerdo a dos de sus miembros; el Dr. Bozal, que pertenecía a la Facultad de Filosofía y Letras y enseñaba Geografía, y don Manuel Lora Tamayo, que, andando el tiempo, llegó a ser mi maestro y casi mi segundo padre, pues a su enseñanza y a su afecto debo todo lo que he sido en la Universidad española. Creo recordar que don Manuel me preguntó algo sobre la naturaleza química de los azúcares y que contesté correctamente.

Aquella primavera de la que no sé por qué tengo recuerdos muy borrosos, debió ser esplendorosa. La Semana Santa, que empezaba al día siguiente del último de la guerra, fue magnífica y lo mismo debió ocurrir con la Feria unos días después. Yo, a mis diecisiete años, me permitía ya alguna copa de más y debí pasarlo en grande.

Tío Rafael y su familia regresaron a Madrid y parece que encontraron en buen estado su piso en la Castellana, esquina a Fernando el Santo. Siguió el tío con sus viajes Sevilla-Madrid para atender a su empresa de Riegos Asfálticos y en uno de los primeros le acompañé con objeto de conocer la deteriorada capital de España. El viaje fue en un automóvil que había quedado malherido en la guerra; decir que andaba era una manifiesta exageración. Venían con nosotros dos empleados del tío que eran hermanos. El más joven, de nombre Otto, era el chofer; a poco de salir, el coche dio muestras de una notable insuficiencia; la gasolina no pasaba del depósito al carburador y el conche se paró. La cosa se solucionó con un tubo de goma, uno de cuyos extremos se introducía en el tanque y se chupaba por el otro que se metía rápidamente en el carburador procurando no tragar gasolina. Pero una vez consumida la porción trasvasada, el coche volvía a sus andadas, es decir, a negarse a andar. Por fin se decidió que el hermano de Otto siguiera el viaje montado en la aleta del vehículo y chupando a ratos la gasolina para suplir el fallo en su trasvase. No había peligro para él, aunque quizás lo hubo de intoxicación, pero no recuerdo que ésta se produjera. La velocidad que debía ser de unos treinta kilómetros por hora no daba ocasión a coger un simple resfriado, el tráfico era casi nulo y por este sistema de tracción en parte mecánica y en parte humana logramos llegar a Madrid en unas trece o catorce horas por una carretera cuyo trazado no ha variado mucho, que manifestaba con claridad la necesidad de que Riegos Asfálticos S.A. volcara en ella su producción completa.

Los españoles que cursaban estudios universitarios habían perdido tres años a causa de la guerra y los que pretendían iniciarlos de uno a tres, dos en mi caso. La escasez de profesionales que, por ello, se iba a originar debía ser evitada, al menos en parte, en beneficio de la reconstrucción de la patria. Además, muchos de los que apenas habían iniciado sus carreras habían sido promovidos a oficiales provisionales del ejercito tras unos cursillos breves que trataban de cubrir las exigencias de oficialidad; muchas bajas se produjeron entre estos, pero a los que sobrevivieron se les presentaba la oportunidad de transformarse en oficiales de carrera con unos estudios no muy largos; por tanto, se les ofrecía un porvenir seguro que contrastaba con la readaptación a la vida universitaria, la revisión de lo poco o mucho ya estudiado, varios años hasta licenciarse y un cúmulo de incertidumbres hasta lograr un puesto digno en la vida civil. Muchos abandonaron las carreras interrumpidas y optaron por la milicia.

Las medidas que se adoptaron fueron más bien perjudiciales para la formación de buenos universitarios. Se realizaron en aquel verano de 1939 exámenes extraordinarios para aquellos que tenían asignaturas pendientes cuando se inició la guerra; alguien, con malévola intención, los calificó de exámenes patrióticos, significando con ello la levedad de las exigencias de los tribunales o profesores, sobre todo si el examinando lucía una o dos estrellas en las mangas de su uniforme, que vestía a posta en ocasión tan poco adecuada para ello. Creo que estas críticas eran exageradas pero algo hubo, sobre todo con aquéllos a los que faltaban una o dos asignaturas para acabar la carrera.

Para los que empezábamos, se ideó algo tanto o más discutible que lo anterior; los llamados cursos intensivos: se modificó el año académico para que en él se dieran dos cursos en vez de uno. Para ello, se habilitaron como días lectivos los últimos de mayo, todo el mes de junio y algunos días de julio, demorándose los exámenes de lo que sería el segundo curso a la segunda quincena de julio. Creo que también fueron lectivas las últimas semanas de septiembre y quizás algunos días rebañados a las vacaciones navideñas y primaverales. Los exámenes del primer curso fueron programados para febrero. Los profesores tenían que reducir sus programas a unos dos tercios de su contenido habitual, eliminando los temas menos fundamentales o abreviando su tratamiento. La opción a seguir estos cursos se daba sólo a los que habían perdido alguno a causa de la guerra y se podía renunciar a ellos inscribiéndose en el curso normal más completo y más dotado de vacaciones.

La Universidad había sufrido una sensible pérdida de profesorado ya que una parte de éste había sido sancionado con la separación del cargo por motivos políticos, si bien, esta medida fue más tarde en parte abolida y muchos de los castigados pudieron reincorporarse. Por otra parte, las cátedras vacantes por jubilaciones o fallecimientos no habían sido cubiertas durante los años del conflicto bélico. El plan de las nuevas dotaciones previsto para atender a las modificaciones de los planes de estudio fue paralizado. Por todo ello, en nuestra Facultad sólo había tres Catedráticos; don Patricio Peñalver, de Matemáticas, don Francisco Yoldi, de Química Inorgánica, y don Manuel Lora Tamayo, de Química Orgánica, trasladado hacía poco de la Facultad de Medicina de Cádiz. Se habían jubilado en los años de cierre mi tío Luis Abaurrea, de Física, y don Mariano Mota Salado, de Química general, el cual, sin embargo, tuvo que aceptar el cargo de Rector ante la escasez de candidatos. Don Pedro Castro, de Biología y Geología, había sido separado por pertenecer al bando rojo; años más tarde fue repuesto en su cátedra. Estaban vacantes las cátedras de Física, Química Analítica y Química Técnica y en fase de dotación la de Química Física.

D. Patricio Peñalver, excelente profesor y extraordinaria persona, hizo ímprobos esfuerzos para contraer en un tercio los cursos de Matemáticas I y II, que nos impartió en los dos cursos intensivos de 1939-40. D. José Arias de Olavarrieta, que había sido vicepresidente de la junta rectora de nuestro colegio y que tenía poca experiencia en la enseñanza superior, nos dio unos comprimidos de Geología y Biología. Peor nos fue en Física; creo que la búsqueda de un encargado de curso no tuvo éxito hasta fechas en las que ya debían haber empezado las clases. La Química general y la Química Inorgánica I nos fueron impartidas por el profesor Yoldi. Yo saqué Matricula de Honor en todas las asignaturas. Lo mismo ocurrió con dos compañeros: Carlos Gómez Herrera, hijo de tía Amparo, hermana de tío Paco, al que ya me he referido en una carta anterior, y Paco Tallada Cuellar, con el que me unió desde entonces una entrañable amistad continuada luego en Madrid durante nuestros estudios de doctorado. Los tres solíamos “repartirnos” las máximas calificaciones en casi todas las asignaturas de la carrera. En fin, mi debut en la Universidad puede considerarse un éxito pero las lagunas de nuestra formación académica fueron ciertamente importantes.

Estos buenos inicios del año 39: la paz, la reapertura de la Universidad, mi exitoso ingreso en ella, la brillantez de las fiestas primaverales, un verano sin la acuciante preocupación por la existencia de los frentes de batalla... nos colmaban de esperanza y alegría. Pero en esta estación estival cambiaron las tornas en Europa y en España y también en el discurrir de la existencia del clan Pérez González.

Las relaciones entre las naciones europeas se ensombrecían con rapidez; Hitler incorporaba a su patria alemana regiones de otras naciones e incluso naciones enteras; Mussolini, con mayor o menor entusiasmo, respaldaba el proceder de su aliado; Stalin, cual ave rapaz, observaba la descomposición de la Europa occidental con intención de lanzarse en el momento oportuno sobre la presa más débil y asequible. Las potencias occidentales daban muestras de debilidad. Y España podía ser zarandeada por unos u otros dada su situación de país arrasado por su recién acabada guerra civil. Recuerdo que uno de aquellos días calurosos de aquel estío paseábamos José María Candau y yo hablando de la situación mundial; él estaba muy nervioso y me recriminaba mi actitud tranquila: “Pero, ¿no te das cuenta de que mañana o pasado podemos estar inmersos en una guerra mundial?”. Recuerdo que le contesté, deletreando despaciosamente la respuesta, algo así como: “Yo no me pongo nervioso ante lo que no depende de mi decisión. Si estuviera en mis manos algo que yo pudiera evitar sí estaría como un manojo de nervios”. Por alguna razón que no he logrado explicarme nunca, no he olvidado esta conversación. La guerra empezó el uno de septiembre; Hitler y Stalin llegaron a un acuerdo increíble para invadir y esclavizar Polonia y comenzó la devastación de Europa, la más horrible de su existencia ensangrentada.

No fueron bien las cosas en el clan de San Isidoro 24. En aquel otoño, en fechas que no recuerdo, enfermó y murió la abuela Severiana, creo que de una afección hepática; tenía setenta y uno o setenta y dos años. Mis recuerdos de los aconteceres de aquellos días son muy imprecisos, quizás esta muerte me parecía algo natural pues su edad era considerada avanzada en aquellos años. El abuelo Rafael acentuó desde entonces su condición de sombra silente; tía Salud y papá, que habían estado tan unidos a su madre, se daban cuenta, además, de que aquella muerte anunciaba la disolución del clan.

En los últimos meses del año 39 se le presentaron a papá los primeros síntomas de una grave enfermedad, que lo tuvo a las puertas de la muerte y que no hizo crisis hasta bien entrado 1940; todo el invierno estuvo mal y empezó a salir en Semana Santa con breves escapadas para ver algún que otro paso en las proximidades de casa. Ya os he contado algo de esto y os he comentado las visitas, casi diarias, de Manolo Giménez durante la convalecencia de papá, que tanto contribuyeron a interesarme por los temas políticos. Yo no recuerdo haber rezado nunca con más fervor y, con perdón, con más exigencia a Dios; yo no podía soportar la pérdida de mi padre tras haber sufrido la de mi madre, tan pequeño. Gracias a Dios papá se recuperó totalmente y vivió veintiséis años más.

En estas fechas en las que empezaba para España el difícil camino de la posguerra, en las que yo iniciaba mi vida universitaria y la familia se reponía de los males que la vida concentra a veces en pocos meses, pongo punto final a esta carta con los besos y abrazos de siempre.



                          Rafael

jueves, 27 de octubre de 2011

Mingo

Querida Familia:

Durante cierta época de mi vida he dedicado muchas horas vacacionales a la confección de puzzles. Es entretenido y saludable ir viendo aparecer barcos, catedrales, castillos, cuadros, etc., mediante el ensamblaje de pequeñas piezas coloreadas de cartón. Al final, una bella lámina y una sonrisa de triunfo al haber logrado ordenar quinientos, mil, tres mil y hasta cinco mil trocitos de cartón. Pero, a veces, sin saber porqué, uno de ellos desaparece, su búsqueda no tiene éxito y el cuadro queda afeado por el hueco vacío. El deslucimiento del resultado es muy superior al que podría deducirse matemáticamente de la pérdida de una pieza entre miles.

Me parece que una familia extensa, un clan, como me he acostumbrado a escribir en esta correspondencia, si está constituida sobre bases firmes, es como un puzzle en el que cada pieza conecta e influye en las contiguas y, siguiendo este proceso, se llega a construir un cuadro armónico y bello pero, si una pieza se pierde, su hueco repercute en todo el conjunto deslavazándolo y empobreciéndolo.



Algo así me ha sugerido estos días pasados la muerte de Mingo que, acaso por la distancia, yo no creía que estuviese tan próxima hasta que la información de José Ramón de su última visita a nuestro hermano y la confirmación de su gravedad extrema que me dio su hija Mercedes me hizo llegar a la convicción de que el mal era ya irreversible.



Dice un amigo mío que la muerte de un hermano produce un desgarro especial que no es que sea mayor que el que se da cuando se muere alguien de las generaciones anterior o posterior a la nuestra (este último caso se ha dado hace poco, por desgracia, en la familia). Te arrancan, en el caso del hermano, alguien que está muy pegado a tus recuerdos, que ha vivido experiencias como las tuyas, en ambientes parecidos, que ha ido avanzando en la vida a un paso similar al tuyo. La pieza del puzzle familiar ha desaparecido y el cuadro representado en él queda irreversiblemente incompleto. Tiene razón mi amigo: la muerte de un hermano nos marca de una forma especial, única.



Mingo disfrutó durante unos poquitos años de las prerrogativas de ser el pequeñín de la casa en los tiempos de Progreso 1, porque los sucesivos embarazos de mamá no llegaban a buen fin. Su belleza, que conservó a lo largo de toda su vida con las adaptaciones que impone la edad, contribuía incluso a que se le permitieran caprichitos inocentes. Su carácter contrastaba con la austeridad que siempre acreditaba a Paco y, buscando una característica que definiera a cada uno, quizás la mía fuera ser la cabeza mandante y responsable de la pequeña troupé. Cuando las trágicas circunstancias nos llevaron a San Isidoro 24, aumentó en dos (los Tello) el número de componentes de aquella; José Ramón aún no contaba.



Pero por encima de los caprichillos, mostró Mingo desde pequeño una desbordante bondad que expandía con naturalidad a su alrededor. Su gusto por la vida, por la alegría y el contento era siempre participativo; como decía papá, le gustaba “pasarlo bien” en cada etapa de la vida, en cada momento de su existencia pero también que lo  mismo sucediera a los que le rodeaban. La maledicencia, la ironía hiriente, los dichos irritantes, las críticas malévolas, nunca tuvieron cabida en él. Todo ello sumado a su guapura, su impecable presentación, que él cuidaba al máximo, le hizo ser muy bien recibido en todos los ambientes que frecuentó.



Como ya os conté, Mingo, al igual que Paco, Enrique y yo, entró en el colegio de Pajaritos en 1932; allí cursó los preparatorios y los primeros años del Bachillerato que terminó en el colegio de Villacís cuando éste le fue devuelto a la Compañía de Jesús por uno de los primeros gobiernos de Franco; sus estudios secundarios fueron muy brillantes, aunque no los continuó después con los superiores y se dedicó a los negocios de construcción que empezó a desarrollar tío Rafael tras la compra a la familia Fernández-Palacios de la finca Santa Teresa y la subsiguiente urbanización de sus terrenos.



Allá a mediados de los años cuarenta, coincidiendo con los últimos coletazos de la segunda guerra mundial y con las crisis políticas y económicas que se sucedieron, nos planteábamos los hermanos los problemas de siempre: caminos profesionales a seguir y elección de compañera con la que recorrer a gusto y con seguridad este difícil camino de la vida. En la resolución de este segundo problema distingo dos tipos humanos masculinos: el vacilante, que intenta una aproximación, que no cuaja, la sustituye por otra u otras, cosecha algún que otro fracaso hasta llegar a la solución final; y el que desde el principio concentra su atención en una determinada persona, única que la merece, y tras cortos o largos años de noviazgo llega a la anhelada unión. A este tipo pertenecía Mingo, que desde que conoció a Amparo supo que era ella y no podía ser otra la compañera que le tocaba en suerte. Y esta última frase hay que tomarla en su sentido estricto pues Amparo unía a su belleza grandes cualidades de bondad, simpatía, buen hacer doméstico, cariño a los suyos, etc. que ha desplegado con amplitud durante más de cincuenta años de vida matrimonial.



Quizás se le pueda achacar a Mingo como defecto lo que acaso no merezca esta calificación: se negaba a dar fin a una situación placentera o simplemente divertida, la alargaba al máximo posible hasta la rendición por cansancio de los demás. Y esto podía ocurrir con una partida de dominó con los amigos, ante una copa de vino con un grupo de estos o en el seguimiento de un paso de Virgen que se retiraba a su templo al filo de la madrugada, pero sobre todo en las noches de Feria cuando el cante y el baile se hacen más jondos. Eso sí, en este último caso, nunca perdía la compostura y sabía, como ocurre con los buenos sevillanos, mantenerse a cubierto de excesos reprobables.



Recuerdo un par de anécdotas: uno de los últimos días de Feria habíamos prolongado más de la cuenta la estancia en la caseta donde el cante y el baile estaban alcanzando niveles de excelencia. Yo y desde luego Mingo estábamos aún en edad de recibir reprimendas paternas en caso de propasarnos en nuestro proceder.



Por fin decidimos marcharnos y emprendimos el regreso a pié, calle San Fernando, la Avenida, plazas de San Francisco y del Salvador ya iluminadas por la amanecida. Al avistar nuestra casa vimos en un balcón a papá en pijama, con los pelos enhiestos y hecho un auténtico basilisco; recibí la única bronca dura que recuerdo de nuestro mansísimo padre mientras Mingo se semiocultaba a mis espaldas descargando en mí la responsabilidad por el prolongado retraso.



En otra ocasión, también ferial, seguía Mingo empeñado en continuar la juerga flamenca y Amparo, ya con algún año de noviazgo a sus espaldas, estaba vencida por el cansancio. Al observarlo, me ofrecí a acompañarla a su casa arrastrando con nosotros a algún miembro jovenzuelo de la familia; recuerdo que Mingo cogió un enfado infantil al comprobar la poca resistencia de su futura ante las exigencias del flamenquismo.



Si he calificado antes de defecto este afán de alargar los momentos felices, rectifico: disfrutar sanamente es bueno y hacer disfrutar a los demás es aún mejor, y esto lo supo hacer Mingo muy bien.



Mi despegue de la vida familiar se produjo en el verano de 1943 coincidiendo con el final de mis estudios de Licenciatura en Ciencias Químicas. En estas fechas ocurrió también la muerte de abuelo, acontecimiento que me he propuesto dé fin de esta correspondencia como veremos en otra carta. Mi servicio militar como alférez de complemento debería haber durado seis meses pero las graves circunstancias mundiales, con Europa inmersa en la peor guerra de su historia, hizo que se prolongara hasta dos años; yo los pasé, en su mayor parte, destinado fuera de Sevilla. Al fin, a principios de 1946 pude trasladarme a Madrid a realizar mi tesis doctoral; comienza, con ella una época en la que la convivencia con mis hermanos se limitó a los días vacacionales.



Los años en los que Mingo se insertó más firmemente en la vida social sevillana me cogieron lejos; dejé de ir a la Feria aunque casi nunca falté a la Semana Santa. No puedo, por tanto, analizar su gestión como Secretario del Círculo de Labradores y Propietarios, entidad tan esencial en la vida de la sociedad hispalense. Ni tampoco el desempeño del cargo de Hermano mayor de nuestra Hermandad del Santísimo Cristo de la Expiración, que sirvió durante varios años y que tanto ha significado en su vida. El Cachorro guardará las cenizas de Mingo en la cercanía del altar donde le rinden culto los trianeros y los sevillanos. Recuerdo ahora con emoción los tres o cuatro años anteriores a los que acabo de comentar, en los que los cuatro hermanos abríamos el desfile procesional escoltando a la cruz de guía portando cuatro hermosos faroles repujados.



Cuando ya el noviazgo de Mingo y Amparo estaba consolidado se inició el mío también en tierras de Andalucía. Fue en las playas onubenses de Punta Umbría durante el veraneo. Cuando Amparo se enteró, tuvo la gran idea de invitar a Alicia en la primavera siguiente a su casa a pasar la Semana Santa. Desde aquellas fechas, ellas han estado muy unidas por el cariño y la amistad hasta el punto de que yo, y quizás también Mingo, pensé en llamarles la atención y hacerles ver que los hermanos éramos nosotros y no ellas. Mi recuerdo emocionado se dirige ahora a las muchas veces que Amparo y Mingo nos han acogido en su casa en cortas visitas a Sevilla para participar de acontecimientos familiares. No faltaron, en estas breves estancias, los paseos de Alicia y yo, acompañados siempre por Amparo, por las viejas calles sevillanas para empaparnos de nuevo en sus aromas y sus sentires que exhalan todavía los patios que van quedando.



A Mingo, últimamente, resultaba difícil arrancarlo de su casa aunque al final lo conseguíamos y nos acompañaba a degustar unas tortillitas de camarones, algo de pescadito frito y un buen tinto, que Mingo sabía elegir como pocos. Me llegan a la memoria con dolor, los bares en que nos sentábamos los cuatro, que se desparraman por la calle Reyes Católicos y, cruzado el puente, por la entrada de Triana.



Me lo imagino presentándose ante Dios Padre, vestido de nazareno de El Cachorro, al brazo el capirote para dejar ver su rostro, portando en su mano la vara de Hermano Mayor solicitando su Divina Misericordia, aportando su vida recta y pidiendo que sus pecadillos sean compensados con los servicios que prestó a su Hijo en la que fue su Hermandad.



Y con el recuerdo emocionado de Mingo os envío besos y abrazos, en particular para Amparo, Mercedes, Mingo y Amparito y a sus hijos de,



                            



                                                Rafael





N.b. Cuando iba a entregar este escrito a mi hija Mercedes para que lo pusiera en letras de molde y lo difundiera entre vosotros, me comunica José Ramón la muerte de Maruja. Sabía que el deterioro de su salud era muy acusado pero no esperaba un proceso tan rápido que le llevara, como así ha sido, a una muerte tan inmediata a la de su hermano. He preferido, sin embargo, no alterar el texto que antecede, que quiero que quede como cariñoso recuerdo de Mingo. Y si Dios me da salud y vida (frase muy repetida por papá) algo más escribiré sobre la otra pieza perdida del puzzle familiar: Maruja.        


lunes, 24 de octubre de 2011

Carta XXI

Querida familia:

Y, sobre todo, queridas generaciones jóvenes a las que será más difícil trasladarse mentalmente a los últimos meses de 1937. Vamos a intentarlo. No había una España sino dos que se odiaban ferozmente, la España nacional era más extensa, sobre todo tras las primeras conquistas recordadas en cartas anteriores, y menos densamente poblada que la roja, espacialmente más reducida y con una población más apiñada en grandes núcleos urbanos. Por supuesto, en ambas zonas había muchos adeptos de la contraria que trataban de disimular sus inclinaciones políticas ante el peligro de represión si eran descubiertas. Esta represión fue muy severa por ambos lados pero en la zona nacional, a los pocos meses de iniciado el conflicto se basó, al menos, en procedimientos judiciales como hemos visto en el caso de El Penitente. Los nacionales iban ganando y a ello ayudaba su fe en la victoria (además la fe religiosa fue un factor importante); incomprensiblemente, dada la desproporción, favorable a los rojos, en armamento y demás medios al comenzar la guerra, estos se autosituaron a la defensiva y su repetido slogan no pasaran así lo mostraba.

Da la impresión de que para los nacionales el problema era ganar la guerra y para los rojos no perderla. Había un segundo problema que empezaba a ser acuciante: la forma de gobierno. Para los rojos la cosa estaba clara: la República tenía su gobierno legítimo que seguía en el poder. Éste había sufrido ya más de un cambio desde el comienzo de la contienda y siguió variando, acentuándose cada vez más el matiz ultraizquierdista y filocomunista. La autoridad conferida al Presidente de la República, don Manuel Azaña, despareció en la práctica y este político desde entonces arrastró una vida patética y pesimista que reflejó en sus escritos.

En el bando nacional se planteó casi desde el principio el gran problema: ¿Cómo se iba a gobernar España en el futuro? ¿Qué características habría de tener el nuevo Estado español? La República no era la solución, ya que había fracasado con rotundidad la que en 1931 fue recibida por muchos con esperanza. Entre los partidarios del alzamiento había muchos monárquicos alfonsinos pero también la forma de Estado que propugnaban había naufragado en el fracaso en la fecha citada; la mayoría no parecía preparada para una restauración en la dinastía y persona que había regido el país. El término Estado español, que empezaba a usarse, daba un compás de espera pero parecía sugerir que a un plazo corto o largo daría paso a una solución definitiva, indefinida.

Como os recordé en una carta anterior, el primer organismo que se estableció para gobernar la zona nacional fue la Junta de defensa nacional, formada por siete u ocho generales y un par de coroneles próximos al ascenso; no se dio entrada en ella a ningún civil. La presidía D. Miguel Cabanellas Ferrer por razones de antigüedad en el grado, tan caras a la milicia en España; esto resultaba extraño ya que Cabanellas era republicano y masón y, además, había manifestado muchas dudas y vacilaciones para sumarse a sus compañeros sublevados. Se planteó enseguida la necesidad de un mando único que abarcara el de las fuerzas en lucha y el del Gobierno de la zona. El general D. Emilio Mola Vidal, auténtico organizador de toda la trama previa al alzamiento y hombre que anteponía siempre el sentir patriótico a toda otra consideración, sacrificando siempre sus apetencias personales, propuso al general D. Francisco Franco Bahamonde, el más prestigioso de los sublevados, para la Jefatura Suprema. Franco aceptó siempre que su mando fuera absoluto como así se convino. Todo el proceso había sido recogido por los cronistas e historiadores que llaman la atención sobre el hecho de que el General Sanjurjo, un posible jefe del levantamiento, y el propio Mola murieron en sendos accidentes de aviación y que otros generales de mucha antigüedad y prestigio como Goded y Fanjul fueron fusilados por los rojos, quedando así despejado el campo para el largo gobierno del Generalísimo sobre la piel de toro española.

Consideremos ahora cómo iban las cosas en Europa en aquel verano de 1936. Los gobiernos de las principales potencias podían dividirse en dos grupos: gobiernos de partido único en la práctica: Alemania, Italia y Rusia; y gobiernos pluripartidistas que, por tanto, practicaban la democracia y estaban abiertos al cambio si así lo decidían unas elecciones: Francia y Gran Bretaña. Además, muchos países pequeños estaban también en esta última situación. Para mí, esta clasificación es mucho más relevante que la habitual en gobiernos de derecha e izquierda: la forma de actuar de los gobiernos alemán y ruso era mucho más parecida que la de cualquiera de ellos y el de un país democrático.

Por otra parte, los españoles que apoyaban el alzamiento seguían líneas políticas muy diferentes. Podemos considerar tres grupos: primero, la Comunión tradicionalista que defendía una monarquía absoluta y teocrática del tipo de las que se habían ido extinguiendo en el siglo XIX y comienzos del siglo XX; tenía su mayor fuerza en Navarra y Álava, aunque también estaba presente en Andalucía y Aragón y algo menos en Castilla; los tradicionalistas fueron a la guerra con una entrega total, considerándola como una cruzada religiosa resumida en su lema: Dios, Patria, Rey.

Un segundo grupo era Falange Española de las JONS; muy minoritaria en 1936 dado que tenía muy pocos años de existencia. Aunque ya se había elaborado un programa político, los famosos veintiséis puntos , la indefinición ideológica de este partido era grande; proclamaba su alejamiento de las izquierdas y de las derechas acusando a unas y otras de estar llevando a España a la ruina absoluta. La Falange se alimentaba de jóvenes derechistas que querían liberarse de la lacra de egoísmo tan extendida en los partidos conservadores y de jóvenes de izquierda que renegaban de los hábitos salvajes y destructores de las fuerzas de izquierda. La Falange crecía entonces con rapidez aunque muchas incorporaciones no lo fueron por razones limpias y altruistas. Castilla era su principal bastión.

El tercer grupo, el más numeroso, era el de los miembros de los partidos derechistas, la CEDA de Gil Robles y, en número mucho más reducido, los monárquicos alfonsinos de Renovación española. También estos partidos proporcionaron muchos voluntarios a las fuerzas nacionales; en los primeros meses, estos lucharon bajo las siglas de las agrupaciones políticas correspondientes pero ello duró poco en gran parte debido al recelo que se extendió en la Falange por los partidos de la derecha moderada a los que consiguió ir arrinconando. Las juventudes de esta derecha se pasaron en gran parte a la Falange o al Requeté tradicionalistas, más combativos y fogosos; los mayores, que ya no eran adecuados para empuñar las armas, se fueron apartando de la actividad política aunque, en su mayoría, mantuvieron una total lealtad al Ejercito, salvador de la Patria. Una vez llegada la paz, muchos ocuparon altos cargos y el Caudillo (denominación que ya empezaba a ser preferida) los utilizaba para contrapesar el empuje de los falangistas; le gustaba formar gobiernos con hombres de distintas procedencias ideológicas.

Franco abominaba del régimen de partidos políticos al que acusaba del estado de ruina a que había llegado España en 1936. Quizás soñaba con un Estado utópico en el que una mayoría muy elevada de los ciudadanos trabajaba al unísono, llevados por los mismos ideales, bajo un mando único y preocupados tan sólo por el bien común. Pero no era éste el caso y sus seguidores sustentaban ideas políticas muy variadas.  Esto se reflejaba en la retaguardia con la creación de organizaciones para el adoctrinamiento de los jóvenes y de las mujeres tratando de iniciar a ambos grupos en la vida pública. Así la Falange creó la Sección femenin,a que además de instruir a las mujeres en las ideas propugnadas por jose Antonio, se preocupó de elevar el nivel cultural de ellas y, al mismo tiempo, conservar y depurar costumbres y actividades de raigambre española; bailes regionales, artesanías varias, prácticas culinarias, etc. Los Coros y danzas con participación también masculina hicieron una labor encomiable que no ha sido suficientemente agradecida. Los tradicionalistas formaron agrupaciones de margaritas que tuvieron menos relevancia y participaron en muchas labores benéficas para los sectores más desfavorecidos.

Igual o mayor empeño pusieron ambos grupos ideológicos en la captación y adoctrinamiento de los varones jóvenes que agruparon en flechas, los falangistas, y en pelayos, los tradicionalistas. Se trataba de organizaciones premilitares cuyos miembros iban uniformados no faltando en los primeros la camisa azul con el escudo del yugo y las flechas bordado en rojo a la altura del corazón y en los segundos la boina roja. Había que fomentar en los alevines de diez, doce, quince años actitudes de preparación para la lucha, de disposición para darlo todo por España en todo momento.

Yo creo que por decisión propia, aunque en esto me falla el recuerdo, me afilié pronto a la Falange como flecha; creo que fui clasificado como cadete, denominación que se empleaba para los más mayorcitos. No hubo, desde luego, sugerencia paterna, pues papá tenía ciertas reservas respecto de la ideología joseantoniana: en fin, que mi decisión fue aceptada sin oposición ni entusiasmo. Conmigo ingresó en aquellas milicias paramilitares Eusebio Rojas; enseguida nos hicimos el uniforme que además de la consabida camisa azul (Cara al sol con la camisa nueva….) se completaba con pantalones grises y un gorrillo cuartelero no sé si azul o gris. Así salíamos a la calle cuando íbamos a algún acto marcial y, no os sonriáis malévolamente queridas nietas y sobrinas nietas, nunca nos pareció aquello ridículo, vivíamos un clima bélico y ayudábamos a sentirlo.

El cuartel general de la organización juvenil de la Falange estaba en la calle Rioja, en una gran casa de patio situada frente a la iglesia del Santo Angel. Allí conocí a tres personas que mandaban en aquel cotarro: Manolo Mergelina y Laraña, primo en algún grado de mis primos de este último apellido, era el jefe. Debía contar algo más de cuarenta años y destacaba por su cuidado en el vestir, su atildamiento algo excesivo. En aquellos tiempos, la uniformidad de los uniformados, salvo en el Ejército donde se guardaba con absoluto rigor, no era del todo uniforme y, por ejemplo, en los falangistas se admitían ciertas variantes, en particular en el calzado, así como completar el atuendo con una ligera fusta aunque no hubiera caballo al que molestar con ella.

El segundo personaje era un tal Campillo, algo feminoide en su habla y modales, que tenía a su cargo la Secretaría y en sus manos las pequeñas complejidades administrativas de todo aquello.

El tercero era el padre Toledo, un sacerdote de un tamaño enorme que actuaba de capellán y más aún de ideólogo. Era una persona interesante; sin merma de atender sus responsabilidades religiosas era un político nato. Fue amigo personal de José Antonio Primo de Rivera y conocía su ideario muy a fondo; procuraba desarrollarlo en sus prédicas y actividades en conexión con los principios cristianos y, al mismo tiempo, que las autoridades eclesiásticas aceptaran y valoraran los puntos de la Falange como compatibles con los principios de la fe católica e impregnados de ella. Creo que había salido de Madrid como consecuencia de un canje de prisioneros de los que salvaron bastantes vidas gracias a la labor de la Cruz Roja Internacional. No sé por qué razones el P. Toledo me nombró bibliotecario de aquella sección juvenil de la Falange; el nombramiento era algo extraño pues carecíamos de libros aunque creo que el P. Toledo se hizo con unos pocos y poseía ejemplares de los escritos de Jose Antonio y de algún otro autor afín. No olvidemos que estaban proscritos los libros de rojos y que la mayoría de las editoriales españolas radicaban en Madrid y Barcelona. No había pues libros y tampoco dinero para adquirirlos; pasados unos meses fue cedido a los flechas el pabellón de Argentina de la Exposición iberoamericana y allí, en un amplio local dispuesto con anaqueles y estanterías, hice algunos pinitos de la actividad a mi cargo pero enseguida abandoné ésta y mi incipiente actividad política para dedicarme a preparar mi ingreso en la Universidad desde comienzos de año 39. No se me ha borrado, sin embargo, el recuerdo de lo que voy a llamar mi primera actuación pública: el padre Toledo me proporcionó abundante bibliografía joseantoniana y me ordenó que preparara una conferencia para que mis compañeros conocieran el ideario falangista. Me dijo que respetara la redacción del ausente (término con el que se le nombraba incluso cuando ya había muerto) y que ordenara los temas entresacando de los escritos originales lo referente a cada uno. Así lo hice y recuerdo que pasé varios días de nerviosismo hasta que se celebró el acto.

Eran muy frecuentes los pequeños desfiles que se celebraban para conmemorar acontecimientos históricos o también éxitos bélicos, aunque se suprimieron cuando Franco tomó las medidas que comentaré en su momento. Yo formaba parte de la escuadra de gastadores que abría marcha a causa de mi aventajada estatura (¡ay! En los últimos años he perdido algún que otro centímetro); recuerdo que a mi lado iba otro chico larguirucho que tenía un aspecto físico algo raro: unas piernas larguísimas soportaban un vientre y un tórax desproporcionados por su pequeñez. Los compañeros le asignaron un mote: Culoalto (pronúnciese Culoharto), aludiendo a lo separadas del suelo que quedaban sus posaderos.

Siempre me ha asombrado la facilidad, desenfado y buen tino de los sevillanos para asignar apodos; no sé si alguien ha recogido en alguna publicación esta fase tan divertida del vivir hispalense. No me resisto a citar dos ejemplos más, aunque no tengan que ver con el tema que ahora comento.

Un prestigioso Catedrático universitario tenía una peculiar manera de andar: cuando levantaba el pié derecho, antes de volverlo a posar en el suelo, lo volteaba hacía la izquierda de manera que lo asentaba casi delante del otro y volvía a hacer lo mismo con el otro pié. Le asignaron el mote de Engañalosetas. Un amigo del colegio andaba siempre mirando hacia lo alto oscilando la cabeza de un lado a otro como si buscara algo en los pisos altos de los edificios. Se le conocía por Buscapisos.

Quizás en un folleto que comente estas curiosidades podrían incluirse también algunos piropos retrecheros de los que se prodigan en esos lares. Cito dos aunque sean muy posteriores a estas fechas bélicas.

En una soleada mañana de Semana Santa pasaba yo por la calle Rioja, cerca de la plaza del Pacífico; circulaba por la acera una hembra de rompe y rasga, de pecho potente y amplio, pintura acumulada en todas las partes de su rostro, cintura que pretendía ser estrecha y lejos estaba de conseguirlo, potentes ancas, remos inferiores encaramados en tacones inverosímiles de enorme altura y mínimo diámetro. En fin, un primó envuelto en telas brillantes y con un pedazo de bolso cuyo charol competía con el sol en fulgor y luminosidad. La moza de repiqueteantes e impacientes andares se paró en la acera con ánimo de cruzar y manifiesta prisa. El guardia, un hombretón maduro y bigotudo, que hacía las veces de semáforo, detuvo solemnemente el tráfico y bajando los brazos y moviéndolos en la dirección de la marcha de ella, remedando el despliegue de capa del matador cuando se lanza a hacer un quite de relumbrón, le dio paso primero a ella sola para recrearse en la contemplación de su palmito y la hizo reir con algún dicho más o menos procaz que no capté. Cuando arribada ella triunfalmente al otro lado de la calle nos permitió pasar a los demás y le oí decir: “esta güena ¿no?"

El segundo ejemplo es más fino. Marchábamos paseando por la calle Tetuán varios miembros de la familia; por delante iban algunos de los más jóvenes, entre ellos mi hija Macarena, cuya belleza rubia, admirada por todo el que la conoce, contrasta con la que se estila en los predios andaluces, siendo también ésta de alto voltaje. Era ella muy jovencilla pero ya llamaba la atención de todos. Un hombrecillo se detuvo y le oí decir: “Niña, ¿usté es zueca por un casual?”

No me digáis que no merecería la pena recoger por escrito estos y otros  sucedios.

He venido dando en mis últimos escritos bastantes datos de mi vida de entonces; mis lecturas, mis diversiones, mi, por así decirlo, iniciación política. No he podido hacer referencia a los estudios interrumpidos durante dos cursos. Esto contrastaba con lo que ocurría con mis hermanos que iban al colegio con regularidad y cursaban su bachillerato, que ya era de siete años, lo cual me consolaba pues hacía mis cuentas y llegaba a la conclusión de que, por ello, yo solo perdía un año y no dos. Toda la familia seguíamos la marcha de la guerra a través, sobre todo, de las famosas charlas del general Queipo de Llano que mantuvieron el optimismo y buen ánimo de la población; lo peor fue quizás el invierno de 1937-38, que además fue climatológicamente muy duro; se libraron entonces combates muy cruentos cuyos resultados se nos filtraban por la radio y la prensa procurando resaltar lo más favorable. Gran parte de la lucha en el frente de Aragón, tan decisiva para el resultado final de la contienda se nos contaba a medias o bien cuando algún retroceso se había ya invertido. En fin, el virreinato andaluz de Queipo, con sus frentes estables y poco activos gozaba de cierta tranquilidad.

Creo que la oficina que compartían papá y tío Rafael tenía menos actividad que antes pues tanto la venta de cemento como la del asfalto de las carreteras no estaban en su mejor momento. Por eso tío Rafael le sobraba tiempo que, en parte, empleó incorporándose a una junta técnica, cuya denominación no recuerdo, aunque sí que don Manuel Lora formaba parte de ella; junta que asesoraba a Queipo en temas industriales y comerciales.

Como el tío, además, era hombre ingenioso y burlón tuvo también tiempo para escribir una especie de historia familiar en versos ripiosos y rocambolescos que nos divirtió mucho pero que desdichadamente se ha perdido. Estaba redactada en forma de comedia y la rima recuerda claramente a La venganza de don Mendo, de Pedro Muñoz Seca, que había cosechado en aquellos años uno de los éxitos más rotundos del teatro español; recuerden que este autor fue fusilado entonces por los rojos siguiendo al parecer, las ordenes de alguien que sigue vivo entre nosotros.

He tenido la satisfacción de que José Ramón, que conservaba en su memoria unas pocas estrofas de la creación teatral del tío, me las ha mandado. Las transcribo a continuación para jolgorio de mis lectores. Dice así la nota del menos viejo de mis hermanos:

Del dramón en verso que escribió tío Rafael durante la guerra, apenas recuerdo fragmentos del acto primero y el verso que ponía fin a la obra. En la primera escena aparecían dos escuderos (dos de las muchachas de servicio) diciendo:

         Esc. I         Hoy descansan las mesnadas
                  Pues según el segundón
                  No pasa en el frente nada
                  Y se marchan al frontón

         Esc. II        Este segundón de Pérez
                  Es hombre de pelo en pecho
                  Que abandonó sus quehaceres
                  De licenciado en Derecho
                  Por venir a pelear
                  Con su hermano, heredero
                  De títulos y dinero
                  Contra la roja canalla
         Esc. I         Eso es pura faramalla:
                  El gordo, que es un truhán.
                  En sus tiempos fue un donjúan
                  Que perdió su capital
                  De efectivo monetario
                  Y allá de San Sebastián,
                  Cansado ya de vigilia
                  A lomos de un dromedario
                  Se vino con su familia
                  Y un fementido escudero


En esto aparecían en la torre otros dos personajes (D. Abel Otero y Lobato). Recordad que éste era el empleado más modesto de la oficina; D. Abel era un cura, canónigo de la Catedral sevillana, organista y amigo de papá, que daba clase particular de Latín a Maruja a la que se le había atragantado esta asignatura.

         D. Abel       El fundador fue Don Pero
                          Valiente y noble soldado
                          De Pavía,
                          Que desde lejos olía
                          A frito y a “bacalado”
                          Y esto a su vez transciende
                          Al conde y la noble dama
                          Y es la peste, la que enciende
                          La fiebre de Severiana

         Luego añadía:       ¡Oh, que bello panorama
                          Desde el castillo se ve!
                          Aquel es el Guadarrama
                          Este pueblo, Santa Fé.
                          Y, detrás de aquellas torres
                          De las iglesias de Lorca,
                          Se divisa, desde lejos,
                          La bahía de Mallorca
                          Y estamos a tanta altura.
                          Que, aunque nadie lo diría,
                          Desde el sur de Andalucía
                          Se divisa Extremadura.

         En otro momento, D. Abel decía:

                          Yo soy el cura cuatrero
                          Que vaga por los caminos
                          Bebiendo tragos de vino
                          Que me fían los taberneros
                          Toca, mi pobre Lobato,
                          Toca el tango que me mata;
                          Toca, por pasar el rato
                          Toca… y estira la pata.

         Al final de la obra y durante una gran fiesta se incendia el castillo; uno de los personajes sale a escena y dice:

                          El castillo está ardiendo
                          Dentro no hay salvación
                          Invitados y dueños
                          Arderán como leños
                          ¡Maldición! ¡Maldición!

         Y así terminaba la obra. Es todo lo que recuerdo.

         

Con esto doy fin a una carta más.

                  Besos y abrazos                     Rafael