jueves, 28 de abril de 2011

Carta XIV


Querida familia:

Una nueva desgracia se abatió sobre la familia. Se empezaron a manifestar en tío Isidoro los síntomas de la enfermedad mental que acabó con su vida. Mis primeros recuerdos se refieren a la obsesión del tío por la persecución de la que creía ser objeto por parte de los cazadores. Luego cambió, y repetía que el acoso provenía de los albañiles. Esto tenía cierto sentido pues el matrimonio Tello tenía planeado trasladarse a una nueva vivienda que habían adquirido, si no me falla el lejano recuerdo, en la calle Reyes Católicos o cerca de ella; allí pensaba el tío montar su consulta de médico ginecólogo. La nueva vivienda requería algunas obras y en esta fase estaba la proyectada mudanza. Como ya he comentado, la agitación de la clase trabajadora era muy intensa y el gremio de la construcción llevaba en ello la voz cantante como sucede casi siempre en estas situaciones; este estado de intranquilidad lo traducía el tío como ataque a él.

Es posible que las personas mayores de la familia sintieran alguna preocupación por las incoherencias y nerviosismo del tío, pero no creo que previeran el estallido de su demencia que se produjo una mañana de forma violenta. Tío Isidoro rompió con furia varios de los objetos de plata y cristal que tía Salud tenía en su tocador: peines, espejitos, cepillos y frascos de diverso tamaño, útiles para el aseo y aderezo aunque quizás poco usados; tiró a la calle los restos de sus destrozos y rasgó una preciosa colcha celeste que adornaba el lecho matrimonial. Farfullaba quejumbrosamente sobre el mal que querían hacerle no se sabe quiénes y amenazaba a diestro y siniestro. Papá trataba de apaciguarlo asegurándole que le defenderíamos de quien quisiera hacerle mal. Las mujeres, que eran nueve contando el servicio, se apartaban asustadas, mi abuelo no se enteraba de nada y su sordera le defendía de cualquier temor y los niños, con los ojos aún soñolientos por el brusco despertar, no sabían qué hacer. Aparte de José Ramón, sólo había una persona que dormía plácidamente sin participar en el drama: yo. Mi dormitorio estaba alejado de las habitaciones donde ocurría todo y mi padre había salido disparado de él hacía ya rato. Entonces, en sueños, oí el grito angustiado de papá pidiéndome que acudiera a la escalera enseguida.

Lo ocurrido fue como sigue: tío Isidoro recorría el piso de un lado a otro seguido siempre por papá, que intentaba tranquilizarlo; en un momento en que estaban ante la escalera principal, el tío, harto sin duda de la insistente compañía, dio un ligero empujón a papá que le hizo bajar tres o cuatro peldaños y entonces cerró rápidamente la cancela. Papá se quedó horrorizado al no poder seguir al lado del tío; yo salté de la cama como un autómata y abrí la cancela y papá corrió a restablecer la situación anterior, informándome de paso de lo que ocurría. En algún momento, papá había logrado establecer comunicación telefónica con los hermanos del tío, Antonio y Manolito, que le prometieron acudir enseguida a San Isidoro. En efecto, llegaron muy pronto y Manolito, hombre corpulento y fortachón, abrazó con energía a su hermano, lo cual tranquilizó a todos y en especial a papá, cuyos nervios estaban ya particularmente tensos. Quizás fue Antonio quien tomó la resolución de llamar al Manicomio de Miraflores, centro de asistencia psiquiátrica de Sevilla, para que recogieran al tío y lo recluyeran en él para que fuera examinado, diagnosticado y, en su caso, tratado por los médicos del centro. Los funcionarios de éste llegaron al poco tiempo y cumplieron con su misión.

La familia de tío Isidoro se ocupó de que fuera reconocido por varios especialistas y tratado en dos o tres centros dedicados a este tipo de dolencias. Recuerdo que los psiquiatras de aquellos tiempos habían puesto en práctica unos tratamientos que consistían, más o menos, en someter al enfermo con cierta periodicidad a fuertes descargas eléctricas. Parece que esta terapia era enormemente molesta e incluso dolorosa, pero estaba defendida por un grupo de profesionales de Madrid, uno de los cuales, el Dr. León (creo que éste era su nombre), la recomendaba para el caso del tío. No sé si éste fue, por fin, sometido al citado tratamiento o tortura, cuya práctica fue pronto abandonada.

En una fecha que no recuerdo, los médicos consideraron que tío Isidoro había mejorado, que estaba tranquilo y que valía la pena intentar la reanudación de la vida familiar. No parecía prudente que este ensayo de convivencia tuviese lugar en San Isidoro 24, con el enfermo rodeado por los suegros, el cuñado, los muchos sobrinos y el amplio servicio, y se decidió que el matrimonio y los hijos pasaran algún tiempo en la finca de Palomares del Río; la casa de ésta estaba perfectamente acondicionada y amueblada y allá se fueron los cuatro. Pero el intento fue un fracaso y al cabo de muy pocos días tía Salud y sus hijos regresaron a Sevilla y el tío volvió a ser recluido.

La familia comprendió que no había otra solución que el internamiento en un centro especializado y así se hizo. El lugar elegido quedó en la zona roja al estallar la Guerra Civil por lo cual la comunicación con el mismo quedó interrumpida por mucho tiempo. Tío Isidoro murió unos años después de acabada la guerra.

Reflexionando a veces sobre lo que os acabo de contar, he llegado a la conclusión de que los inmensos avances de todas las ramas de la Medicina que se han producido a lo largo del siglo XX tienen una excepción, al menos parcial, en la Psiquiatría. A pesar de las contribuciones teóricas de Freud, Jung, Lacan, etc. y de los indudables servicios prestados por los tranquilizantes, no ha logrado ésta los éxitos de los que pueden presumir la Oftalmología, la Ginecología, la Oncología, la Cardiología etc. Al menos en lo referente al tratamiento de los enfermos correspondientes. Quizás esto se deba a que en todas estas ramas hay un sustrato material al que agarrarse para conocerlo en todos sus detalles cuando está sano, examinar las malformaciones que pueda tener o las deficiencias que puedan sobrevenirle, aplicarle las técnicas de reconocimiento y diagnóstico que van surgiendo, etc. Pero para llegar a la Psiquiatría hay que atravesar esa frontera nebulosa, imprecisa, que separa (o tal vez que une) lo material y corpóreo de lo espiritual y anímico, y en esta segunda zona no existe el sustrato observable al que dedicar nuestro esfuerzo investigador. Porque, además, ese sustrato ¿dónde está? ¿en qué rincón del cerebro hay que localizarlo para aplicarle técnicas de detección y medida? Al  atravesar la mencionada frontera entramos en el terreno del misterio.
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En contraste con lo que ocurría en las calles sevillanas en las que dominaba la agitación y los disturbios, la vida se remansó un tanto en San Isidoro 24. Vamos a comentar algo de ella. Empezaremos por las comidas.

El desayuno casi no se diferenciaba del actual: café con leche y tostadas con mantequilla o aceite de oliva, en este caso se solía añadir azúcar o un poquito de sal, según gustos. El pan del Horno de San Isidoro, que estaba a unos cien metros de casa, era exquisito y creo de justicia subrayarlo; como siempre dice mi mujer cuando vamos por esas tierras, la variedad y calidad del pan supera en ellas al de toda España. Ocasionalmente tomábamos calentitos, masa frita arrollada en espiral más parecida a las porras que a los churros madrileños que había que comprar en las freidurías de la Alfalfa. Pero mis preferencias iban por los picatostes, trozos alargados de pan blanco fritos y rebozados en azúcar que pocas veces Eloisa de dignaba hacer.

La comida del medio día, el almuerzo, como se dice en mi tierra de modo incorrecto, era la misma todos los días laborables. Sólo cambiaba los domingos y los días de vigilia en Cuaresma. El menú único constaba de cinco platos: sopa, cocido, carne del cocido, pescado y bisté, más el postre de fruta. La monotonía que suponía esto estaba algo atenuada porque el cocido variaba en su composición de un día a otro. Yo recuerdo tres tipos: el corriente, parecido al que se consume hoy en casi toda España, el riquísimo de calabaza, que he vuelto a saborear una o dos veces en casa de Mingo y Amparo (por cierto, cuñada, merecedor de un diez) y el de arroz y patata, de color amarillo intenso, que se decía era idéntico al rancho de los cuarteles; debía haber alguna otra variante con inclusión de judías pero no las recuerdo. La carne del cocido, que disgregada y revuelta con tocino, chorizo y morcilla forma la famosa pringá era, desde luego, mi plato preferido. Muchas veces trataba yo de eludir el pescado pues llegaba a él ya con pocas ganas. Siento ahora remordimientos de no haber saboreado bastante las deliciosas acedías, esos mini-lenguados que no nos llegan a Madrid quizás porque su pesca es escasa o su conservación difícil. Otro ser acuático que solía formar parte del menú era la pescadilla, en su variante de pescadilla que se muerde la cola, disposición antinatural y absurda ya que no creo que el bicho se entretuviera en adquirirla mientras le esperaba la sartén. La carne era siempre un filete de vaca pequeño, muy frito y sin nada que la acompañara. Los buenos comedores de carne la solicitan siempre poco hecha, casi nadando en sangre; lo siento, pero no comparto sus gustos en absoluto aunque al así proclamarlo pueda ser tachado de falta de gusto y de elegancia. Las frutas variaban según la estación del año, siendo entonces desconocida la posibilidad de disponer de casi cualquier clase de fruta en casi cualquier día del año; en lo posible predominaban las uvas y el melón, al cual mi abuelo era muy aficionado. Los domingos se daba entrada al arroz, si bien creo recordar que el guisado de éste no alcanzaba las elevadas cotas que en otros lugares de España; también se comía en los días festivos el entonces muy caro pollo, cuya democratización culinaria es posterior a nuestra Guerra Civil; el pollo era un plato de lujo, sólo para días señalados. Además se compraba vivo y su sacrificio era encomendado a la cocinera, como ya comenté en otra ocasión.

A los niños no nos gustaba nada contemplar esta primera fase del paso del pollo de la tienda a nuestros estómagos. Los domingos también cambiaba el postre y los pasteles del Horno de San Isidoro era frecuentes; tenían un tamaño natural, unos doce centímetros de longitud o unos ocho de diámetro, como Dios manda.

Si las comidas de aquella época merecen el calificativo de copiosas, las cenas deben recibir el de pantagruélicas y, desde luego, indigeribles para los estómagos actuales, ya que el plato principal era de judías, lentejas o patatas y era seguido por abundantes croquetas, empanadillas u otras frituras sustanciosas y, como remate, fruta. Quizás deba alegarse en descargo de las amas de casa responsables de estos atentados a nuestro sistema digestivo que también entonces hacía frío y que éste era despreciado por los sevillanos de aquellos días que no proyectaban y adecentaban sus casas para defenderse de él sino del calor, que según todo lo que se dice y escribe de Andalucía es lo que climáticamente la caracteriza. Había que suministrar al cuerpo muchas calorías para ayudar a la modesta colaboración de los gratísimos braseros que quemaban ingentes cantidades de cisco.

En lo que se refiere a la lucha contra el frío de las casas sevillanas, debo decir en honor de mis abuelos que, a mediados de los años treinta, decidieron dotar de calefacción a una parte de la casa; esto se hizo sólo en el piso principal y en la parte correspondiente a lo que sería luego San Isidoro 22; es decir, el dormitorio que yo compartía con papá quedó excluido de la citada modernización y allá por el mes de enero podía alcanzar temperaturas próximas a las del polo norte. Para compensar esa “sublime decisión” de ponernos al día, la calefacción no se encendía nunca porque siempre se creía que la necesidad de hacerlo no era apremiante. En mis recuerdos solo figuran dos o tres encendidos, el último de ellos el día en que murió abuela.

En el verano, cuando salíamos de Sevilla, la planificación alimentaria cambiaba mucho; pero esto lo vamos a dejar para la carta que pienso dedicar a los veraneos.


Guardo también recuerdos de los juegos que en aquella época ocupaban parte de nuestro tiempo. Los cinco, descontando por supuesto a Maruja y a José Ramón, formábamos una cuadrilla compacta y nos llevábamos muy bien. Había, por supuesto, un jefe, que era yo sin discusión por ser el mayor y llevarle dos años y medio al siguiente, Paco. Estas diferencias de edad son importantes en aquella etapa de la vida. El carácter pacífico y bondadoso de Paco y Enrique, que ha persistido a lo largo de los años, era garantía de una convivencia pacífica, y tampoco Mingo, algo más caprichosillo, planteaba problemas; el Pulga era quizás el más revoltoso e inquieto, pero su condición de benjamín le permitía hacer su santa voluntad.

Como yo empezaba a tener algún conocimiento de la Historia de España se me ocurrió que podíamos reproducir como juego el Descubrimiento de América en varias jornadas. Me adjudiqué, claro es, el papel de Cristóbal Colón para seguir mandando sobre todos; Paco, creo recordar, sería el fraile que había de plantar la cruz en las nuevas tierras que se descubriesen para incorporarlas a la Cristiandad, Enrique puede que fuese el médico indispensable en una expedición de tal calibre y Mingo representaba a la tripulación restante de la cual el más joven, Rodrigo de Triana, en nuestro caso el Pulga, grumete de una carabela, fue el auténtico descubridor de las primeras brumosas tierras, anunciando a gritos su hallazgo. La tripulación debería estar hasta las narices de no ver más que agua, de que la que tenían para beber fuera un asco y de que las galletas que quedaban como últimos comestibles estuviesen totalmente podridas. De ahí las protestas, levantamientos e insurrecciones, y las intenciones de tirarme por la borda; pero yo me sabía bien la historia y me mantuve impertérrito pues sabía que acababa bien y además jugaba con la ventaja de que mis subordinados eran hermanos y primos míos que me querían mucho y eran incapaces de hacerme beber a la fuerza las procelosas aguas de la mar oceana.

Logramos, como ya indiqué en otra carta, que nos cedieran la gran habitación inutilizada del fondo del piso alto. También conseguí una escalera de mano desvencijada y rota que, como es natural, no pusimos de pié pues cada uno de sus escalones era más peligroso que el anterior si se subía uno en él; tumbada daba muy bien como quilla de la carabela que se cerraba en su popa con un par de sillas de anea, viejas e inútiles a su vez; algún que otro cachivache completaba el invento.

Nos ocupó el juego bastantes días ya que prolongamos a posta la duración de la navegación, pues nos gustaba saborear la ocurrencia. En algún momento de la tarde bajábamos a solicitar nuestra merienda que consistía invariablemente en una onza de chocolate Matías López y un buen trozo de pan.

No me acuerdo bien si este juego lo desarrollamos cuando ya íbamos al colegio en cuyo caso habría un conflicto de horarios. No sé si aprovechábamos un periodo vacacional, pero sí estoy seguro de que las sesiones de navegación se dilataron días y días.

Como todos los niños de entonces, tuve una temporada de afición  los soldaditos de plomo. Estos eran preciosas reproducciones de los componentes de nuestras fuerzas armadas casi siempre luciendo sus trajes de gala con predominio de los colores rojo y azul que, cuando realizaban su servicio en infantería, apenas medían cuatro centímetros; abultaban algo más los soldados de caballería, cuyos corceles a veces llevaban el paso tranquilo y solemne de los desfiles y de las procesiones y otras caracoleaban agitados como sí estuviesen en el campo de batalla. A estas tropas no les faltaba nunca el capitán u oficial que las mandaba, el abanderado portando su enseña y el trompetín de ordenes, tres figuritas diferenciadas del resto. Pronto se incorporaron a estos representantes de la infantería y de la caballería los armones de artillería con sus cañoncitos de montaña, los marineritos del ejército del mar pintados de azul y blanco y los portadores de camillas y otros adminículos de la Sanidad militar.

Como es lógico con los soldaditos de plomo jugábamos a la guerra. El campo de batalla, tras la oportuna autorización, era la mesa de comedor de tía Salud. En los dos extremos de ella se colocaban sendas cajas de zapatos invertidas y, sobre ellas, el capitán el abanderado y el trompetín de órdenes; delante de ellos una fila de quince o veinte soldados. Los componentes de cada contrincante eran tomados de cajas diferentes. No recuerdo la naturaleza del proyectil que sería una pelotita de goma, corcho o trapo. Disparándola alternativamente iban cayendo los pobres hombres en la refriega y siendo retirados a sus cajas hasta que de un bando no quedaba nadie en pié; este bando había perdido y no puedo deciros si el vencedor obtenía alguna recompensa aparte de la negra honrilla.

Los soldaditos fueron desapareciendo del mercado quizás porque había que dedicar el plomo a menesteres más necesarios para la sociedad o porque el metal se estaba poniendo caro. Sólo quedan  en algunas grandes ciudades una o dos tiendas especializadas donde pueden adquirirse estas bonitas miniaturas; pero en dichas tiendas lo que se vende son prototipos individuales que representan a miembros de las fuerzas armadas de diversos países y épocas para satisfacer los afanes de los coleccionistas y creo que es difícil adquirir compañías o batallones completos. La mayoría de los soldaditos de entonces sufrieron las consecuencias del ardor guerrero, fueron perdiendo su armamento, sus quepis y hasta sus cabezas y fueron pasando a su cementerio propio el cubo de la basura. Es una pena, porque, de haber sido tratados con delicadeza y mimo, ocuparían hoy dignamente los anaqueles de las vitrinas.

Estos soldados fueron luego reemplazados por los que se imprimían en pliegos, de cartulina de los que había recortarlos. Eran bastante más altos que sus predecesores lo que permitía batallas más sangrientas y rápidas; además eran baratos.

Los pliegos recortables hoy casi desaparecidos, caracterizaban una fase importante del juego infantil. Los había para niñas en los que la muñeca representada iba acompañada de trajecitos, sombreros y adminículos de tocador; claro está que estos no entraban en casa porque tampoco Maruja les tenía afición. Además de los que estaban dedicados a los ejércitos, los había de animales que permitían formar granjas o soñar con las aventuras y peligros de la selva. Pero los que proporcionaban mayor diversión permitían la construcción de casas, iglesias, castillos y otros edificios; en los casos más sofisticados las piezas recortadas de uno o más pliegos permitían reproducir un monumento importante como El Escorial o el Palacio Real. Había que recortar distintas piezas doblarlas siguiendo las instrucciones que figuraban en el pliego o simplemente intuyéndolas en los casos más simples y pegarlas unas a otras para conseguir representaciones tridimensionales. Todo este tejemaneje me parece mucho más educativo que el contemplar en la televisión como monstruos estúpidos, carentes de relación con ningún tipo de seres reales, se destruyen unos a otros ayudados por el niño con el manejo de un aparatito infernal.

Llega el tiempo en que el adolescente no encuentra suficiente satisfacción en el juego con sus hermanos menores y los sustituye por algún compañero de clase más próximo a él. En el colegio hice muchas amistades y recuerdo, en particular a Eusebio Rojas y Díez de la Cortina, miembro de la notoria familia sevillana Rojas Marcos que ha dado políticos, industriales, profesionales varios, algunos con resonancia internacional. Eusebio vivía cerca de casa. Con él desarrollé el interesante y baratísimo juego de los “botones”, una especie de fútbol de mesa. Los dos equipos estaban formados por once botones de abrigo de caballero o similares que se disponían sobre el campo (la mesa del comedor de tía Salud, ¡Cómo no¡) de la manera tradicional: el portero en el centro de su portería, delimitada por dos tarugos de madera o corcho procedentes de un juego de arquitectura de los que existían entonces una gran variedad, dos defensas, tres medios y cinco delanteros, estos últimos alineados en el centro del campo, enfrentados con los correspondientes del otro equipo. El balón era un pequeño botón de camisa y era impulsado por los botones jugadores sobre los que actuábamos Eusebio y yo empujándolos de algún modo que no recuerdo. El partido duraba dos tiempos de cuarenta y cinco minutos como en los matches de verdad; así podíamos “echar la tarde” de los jueves y domingos en las que no había colegio.

Para cerrar este capítulo sobre las formas como empleábamos nuestros ratos de ocio en aquellos años treinta voy a referirme al coleccionismo, una afición que suele despertarse en la adolescencia y que cuando cuaja en la madurez puede hacerlo en diversas formas de las cuales la más común es la filatelia. En mi adolescencia era muy frecuente coleccionar las estampitas Nestle que esta famosa fábrica de chocolatinas incluía en las deliciosas tabletas de su mercancía y que se pegaban en bonitos álbumes. Los temas representados eran muy variados: monumentos como palacios, catedrales y castillos, bustos de personajes históricos o de sabios o de deportistas, animales domésticos o salvajes, paisajes de todas las partes de la tierra, esculturas y pinturas clásicas y modernas etc. etc. La casa Nestle tenía buen cuidado en reservarse seis u ocho estampitas de las doscientas o trescientas que integraban un álbum; eran las difíciles” pues apenas las incluían en las chocolatinas y su búsqueda aumentaba el consumo de estas y ayudaba al éxito del negocio. Había un procedimiento de canje y  para atenderlo la empresa abrió una oficina en la cale Cardenal Spínola 1 a donde yo iba con cierta frecuencia.

Mucho de lo que he recordado de comidas y juegos en esta carta cambiaba bastante en verano como veremos en la carta siguiente que dedicaré a los veraneos.

          Besos y abrazos a todos de

                                                    Rafael         

miércoles, 27 de abril de 2011

Carta XIII


Querida familia

La década de los años treinta coincide con lo que he llamado mis años de formación, es decir, los años en los que se produce el tránsito de la infancia a la adolescencia y de ésta a la primera juventud. En España, con el advenimiento de la República, estos años se iniciaron con la esperanza de muchos y la inquietud de no pocos, pronto transformadas en la desilusión de gran parte de aquéllos y la desolación de estos. Las turbulencias sociales no se hicieron esperar y el clima de agitación e intranquilidad se instauró como una constante a lo largo y lo ancho de todo el país y muy particularmente en las ciudades y en los campos de Andalucía. El primer brote antirreligioso de la izquierda radical, la quema de conventos, afectó sobre todo a Madrid y a Sevilla y en nuestra capital se produjo una segunda edición con el incendio, algo más tarde, de la parroquia de San Julián, en el que se perdieron las imágenes de la cofradía de la Hiniesta. Las huelgas de todo tipo, sectoriales, generales o revolucionarias, los asaltos a locales considerados como patronales, los ataques personales, seguidos muchas veces de muerte, eran el pan nuestro de cada día; la recién nacida Falange Española respondía también a la brava a los atentados sufridos por sus afiliados. Un recuerdo de estos horribles días dejó huella en mi mente. Estábamos en clase en el colegio de la calle Pajaritos, al que aludiré más adelante; el profesor pasaba lista con voz monótona; al nombrar a Caravaca Chacón, Pedro, se levantó otro alumno y dijo: “No ha venido porque esta mañana han matado a su padre en la calle de un tiro”. No sé el tiempo que duró el silencio acongojado de todos hasta que el profesor propuso que rezáramos por Don Pedro, como así hicimos, antes de reanudar la clase.

Tras el triunfo de la izquierda en febrero de 1936 todo fue a peor y todo ello desembocó en la Guerra Civil, cuya repercusión en la vida familiar comentaremos en su día.

Los años treinta fueron también nefastos para la familia Pérez Salvador. El 12 de enero de 1932 murió mamá; pocos meses después, tío Isidoro fue aquejado por la enfermedad  mental, que pronto se mostró irreversible. En el verano de 1934 murió inesperadamente tía María, la hermana mayor de papá y al comienzo de la guerra fueron asesinados en Arahal varios miembros de la familia de abuelo. La década acabó con la muerte de abuela y con la grave enfermedad de papá de la que, a Dios gracias, se recuperó sin secuelas. Todo esto tenemos que irlo desgranando en estas páginas.

Como ya os escribí, en los primeros días de enero de 1932 nos trasladamos los cuatro hermanos a casa de los abuelos para pasar unos días; íbamos pertrechados con los regalos de Reyes que nos hacían prever unos buenos días, ya que nuestro grupo se incrementaba con los dos primos, Enrique y el Pulga, que a su vez aportarían para los juegos comunes los obsequios que habían recibido de sus Majestades de Oriente. Pero, pasados algunos días, yo empecé a notar algo raro que hacía que esta estancia difiriera de otras anteriores. En primer lugar, apareció en la casa familiar un bultito con vida al cual, como ya os dije, yo miraba con cierto recelo pensando que podría romperse dada su aparente fragilidad. Enseguida se incorporó al servicio una mujer oronda y de amplísima pechera que amamantaba varias veces al día a la cosa pequeñita.

Otra novedad, aún más extraña, respecto de traslados anteriores a casa de los abuelos, era que papá comía y dormía en ella, aunque creo que esto último no lo hacíamos los dos en la misma habitación como ocurriría después. La comida del medio día se hacía entonces en el comedor de tía Salud a causa del reajuste de habitaciones que se estaba haciendo. Maruja y yo, creo recordar, comíamos con los mayores, y el yantar transcurría con un inusitado silencio, interrumpido sólo por las observaciones de abuela o tía Salud a las que lo servían. Tío Rafael estaba también en la casa. Yo me preguntaba internamente: ¿Dónde está mamá?  ¿Por qué no viene mamá a comer? Pero no me atrevía a expresar mi extrañeza en alto.

Mi padre, que apenas comía, cuando nos fuimos levantado todos se fue a la galería y empezó a recorrerla lentamente de arriba abajo sin hablar con nadie y sin que nadie se dirigiera a él y le pregunté: ¿Por qué no viene mamá a comer? No recuerdo su contestación exacta; pero sí que me dijo que estaba muy malita y que rezara mucho a Dios por ella. Creo recordar que al día siguiente se repitió la misma escena e insistí en mi pregunta recibiendo análoga respuesta.

Tío Rafael y tía Salud, de alguna manera, se enteraron de lo que ocurría y decidieron cortar por lo sano. Pasaba yo por la galería en la que no estaba papá en aquel momento y tío Rafael me dio un fuerte empujón (esto se me quedó bien grabado) y me metió en el salón cerrando la puerta tras de sí. Me espetó con brusquedad: "¿Tú sabes que tu madre se ha muerto, no?" Yo le contesté: "Si". El tío añadió: "Pues no vuelvas a hacerle más preguntas a tu padre". Y salió con rapidez del salón seguido por mí, a paso mucho más lento y, quizás, transformado en un niño distinto al que era; aquí se pierden algo mis recuerdos.

Hay un momento, en el devenir de la existencia de todo ser humano, en que éste tiene que integrar la muerte como parte indisoluble de su vida. Puede que antes de que este momento llegue el hombre, quizás el niño o el joven, tenga noticia de la muerte de algún pariente o conocido pero si esto no irrumpe en su rutina diaria pronto se difumina en su horizonte vital. Otra cosa ocurre cuando un ser que te es indispensable es arrancado bruscamente de tu lado y te quedas sin un apoyo del que no puedes prescindir.

Cuando se presentó para mí el citado momento en forma tan inesperada y tras la confirmación por tío Rafael de la terrible nueva, reaccioné de forma que, pensada retrospectivamente, parece algo extraña: con ensimismamiento, negándome a compartir mi pena con nadie. Tenía que arrinconar mi dolor en las partes más profundas de mi mente y de mi corazón para rumiarlo, para vivirlo sólo conmigo mismo. Por supuesto que no volví a importunar más a mi padre con preguntas; transcurrieron muchos días de incomunicación entre padre e hijo, acaso porque ninguno quería ahondar en el dolor del otro con el único tema de conversación posible entre ellos en aquellos días. Tampoco comenté nada con Maruja, que podía haberme dado detalles no conocidos por mí, y los pequeños eran pequeños. Recuerdo también que por la noche, cuando todos se iban a su habitación y el silencio se difundía por la casa, yo me arropaba en las húmedas sábanas y en las mantas que nos defendían de los crudos inviernos de las casas diseñadas para épocas de calor y lloraba copiosamente durante algún tiempo hasta que el sueño, gran benefactor de los que sufren penas, venía en mi ayuda y acababa venciéndome.

Pero la vida es implacable con sus exigencias; siempre te impone algo que hacer, te urge que atiendas las necesidades familiares, te agobia con las obligaciones profesionales y no te concede un respiro para llorar tus penas o disfrutar de tus alegrías. Y en mi familia se planteaba un problema de solución inaplazable, ¿Qué hacer con los estudios de los niños? Mi padre seguía ausente de todo lo que no fuera su pena; creo que fueron tío Rafael y tía Salud los que le hicieron ver que había que encontrar una solución al menos para el caso más urgente: el mío. Paco y Mingo podían perder el curso sin que ocurriera nada grave dadas sus edades y en cuanto a Maruja se consideraba, siguiendo las ideas machistas de aquellos años, que sus estudios eran mero adorno sin repercusión en su futuro.

Pero yo no podía perder un curso ya iniciado bajo las instrucciones de doña Josefa. Ésta seguía viniendo a nuestro nuevo domicilio pero ahora lo hacía sin regularidad, pues la distancia y la atención a sus obligaciones a la escuela donde servía eran obstáculos insalvables: además, en su modestia se seguía mostrando incapaz de enseñar al nivel de bachillerato. Pero fue ella la que propuso una solución. Tenía doña Josefa una compañera que gozaba de una enorme reputación en el mundo educativo: Doña Josefa Reina Puerto. Su reconocimiento social quedó de manifiesto a su muerte cuando el Ayuntamiento hispalense acordó poner su nombre a una calle, si bien muy corta y estrecha, que une la plaza del Pacífico con la calle San Eloy. Doña Josefa Reina era, además de una gran maestra, una mujer emprendedora, y había fundado, en la zona que acabo de mencionar, una academia de bachillerato en la que estudiaba un cierto número de los llamados alumnos libres; había logrado reclutar un excelente profesorado, varios de los miembros participaban también en la enseñanza oficial o estaban intentando incorporarse a ella.

En aquel entonces, los estudiantes de segunda enseñanza podían ser oficiales, colegiados o libres. Los primeros, poco numerosos, eran alumnos del único centro público de este nivel educativo que había en la provincia, el Instituto San Isidoro. Los segundos cursaban sus estudios en centros privados de los que había en Sevilla una media docena y alguno más, normalmente un internado, en algún pueblo, creo que siempre regentados por órdenes religiosas. Los alumnos libres seguían sus cursos en academias en general pequeñas, en las que eran frecuentes estudiantes que habían empezado el bachillerato ya mayores por causas familiares o económicas o que, debido a traslados de destino de sus padres no llegaban a tiempo de incorporarse a los dos primeros grupos.

Todos teníamos que sufrir exámenes orales de todas las asignaturas. Es decir que para acceder a la Universidad no bastaba una prueba final, la tan denostada selectividad, sino que había que acreditar, una a una, la suficiencia en todas las veintitantas materias que constituían el bachillerato a lo largo de sus seis años y con intervención siempre de un organismo estatal. En primer lugar, se examinaban los alumnos oficiales, y a continuación los colegiados; el Catedrático del Instituto examinaba también a estos acompañado del profesor del colegio el cual, según creo, tenía voz pero no voto a la hora de decidir las notas finales; los centros privados suministraban sus listas con los alumnos ordenados por sus méritos; en las calificaciones, el Catedrático solía respetar la relación presentada pero a veces, quizás para dar una lección a un profesor novato, asignaba una matrícula de honor al segundo o tercero de la lista, negándosela al primero. Los colegios de prestigio no solían presentar a todos sus alumnos, eliminando de la lista a aquellos que no tenían probabilidades de aprobar. Por fin, ya en el mes de julio, se examinaban los alumnos libres, en cuya situación estábamos nosotros.

Nuestra doña Josefa propuso a papá que nos incorporáramos a la academia mencionada y se ofreció a hacer la gestión correspondiente con su amiga. Ésta aceptó admitirnos si bien tras algún reparo dado lo tardío de la fecha, quizá los primeros días de marzo.

Maruja y yo nos incorporamos a la Academia con el propósito de recuperar los días perdidos. Maruja pensó que no le era posible apechugar con toda la carga que tenía por delante y decidió dejar para septiembre la 'Gramática de la lengua española', que era la materia de mayor exigencia. Yo seguí adelante con todo y me encontré en julio con un sobresaliente en dicha asignatura, un notable en 'Geografía de España' y sendos aprobados en 'Nociones de Aritmética y Geometría' y en 'Caligrafía'. Maruja también aprobó, no sé con qué calificaciones, las tres últimas materias y en septiembre completó el curso sin mayor problema.

No sé a quién ni a quiénes atribuir este indudable éxito. Tuvimos quizá examinadores benévolos y también disfrutamos de un excelente plantel de profesores; es seguro que doña Josefa había hecho una buena labor en el último trimestre de 1931 y que sus cualidades docentes y sus conocimientos eran mucho mayores de los que en su modestia se atribuía. Pero también, ¿por qué no presumir de ello?, éramos chicos buenos, aplicados y listos.

Pero una vez resuelto de manera favorable el problema de rematar los estudios de primer curso de bachillerato de Maruja y mío, se planteaba otro de mayor magnitud y transcendencia. ¿Cómo enfocar el resto de los estudios secundarios de los dos, así como de los primarios y secundarios de Paco y Mingo? Papá había querido que los varones fuésemos alumnos de los jesuitas para asegurarnos una formación cristiana y para que nos beneficiáramos de los excelentes métodos pedagógicos de los centros de la Orden de San Ignacio.

Pero una de las primeras medidas anticristianas del gobierno de la República fue la expulsión de España de la Compañía de Jesús que fue acompañada de la incautación de todos sus bienes y, entre ellos, de los centros de enseñanza. La ley, votada por las Cortes en la primavera de 1932, proclamaba que los jesuitas, a causa de lo que ellos mismos llaman el cuarto voto, estaban comprometidos bajo juramento a obedecer sin reservas al Santo Padre y, por consiguiente, estaban al servicio del jefe de una potencia extranjera y eran traidores a la patria. Este argumento ya fue utilizado en el siglo XVIII por Carlos III pero este rey siempre se sometió a las directrices pontificias y, como nos dice la historia, monarca y Papa se pusieron de acuerdo en la supresión total de la Compañía, si bien esta situación duró poco y las huestes de San Ignacio renacieron pronto con acentuado vigor.

La expulsión de los jesuitas fue realizada con la zafiedad propia de la izquierda española. Al día siguiente de la aprobación de la ley, los padres y hermanos de la Orden fueron conminados a abandonar los edificios donde vivían, rezaban y trabajaban, casi sin tiempo para hacer sus equipajes; menos mal que estos eran livianos, a causa del voto de pobreza. Cualquier objeto que pudiera ser considerado propiedad común de la Compañía estaba incluido en la desaforada expropiación.

La expulsión de los hijos de San Ignacio planteaba además un grave problema a un sector de la sociedad sevillana: dejaba sin colegio a unos trescientos chicos de edades comprendidas entre  los siete y los diecisiete años ¿Qué hacer? ¿Cómo resolver el problema para el curso 1932-1933 de inminente comienzo? Los padres de familia afectados decidieron crear un nuevo centro, copia fiel del bruscamente desaparecido; en él habría de cuidarse con todo esmero la formación cristiana de los alumnos y habría de seguirse el método pedagógico jesuítico dada su demostrada eficacia.

Basándose en estas inexcusables premisas, expusieron su proyecto a don Balbino Santos Olivera, canónigo de la Santa Iglesia Catedral, rogándole que aceptara la presidencia del nuevo centro educativo. Don Balbino dio su consentimiento e incorporó como segundo suyo a don Servando, párroco de una iglesia del centro de Sevilla. Por último, fue elegido don Francisco Sánchez-Castañer y Mena como Prefecto de estudios, cargo fundamental en los colegios jesuíticos por ser el responsable de la organización y funcionamiento de los diversos cursos, del régimen del profesorado, de las actividades complementarias, en fin, de todo. Sánchez-Castañer era muy joven, según mis cálculos contaba entonces veintinueve años. Había cursado con brillantez la Licenciatura en Filosofía y Letras que entonces abarcaba todas las materias humanísticas hoy dispersas en un montón de titulaciones; quizás había leído ya su Tesis doctoral sin duda en Literatura, disciplina a la que se dedicaba y de la que fue más tarde Catedrático en las Universidades de Valencia y Madrid. Tenía una especial devoción por dos autores, uno clásico, Lope de Vega, y otro contemporáneo, Rubén Darío, y se centró en los últimos años de su actividad profesional en la producción literaria de las naciones americanas de habla hispana.

Papá conocía a don Francisco y fue a verlo para solicitar la admisión de Paco, Mingo y yo en el centro de nuevo establecimiento comentando con él su reciente desgracia. Sánchez-Castañer no sólo dio el sí (que incluía también a Enrique) sino que prometió a papá que seguiría de cerca nuestros estudios, cosa que cumplió en particular conmigo, que como he dicho eran ya de nivel secundario. Mingo entró en la llamada 'Preparatoria inferior', el curso de entrada en el centro, Paco y Enrique en la 'Preparatoria media' y yo en segundo de Bachillerato. Al mismo tiempo, Maruja fue admitida en este curso en el colegio de monjas del Sagrado Corazón. Nuestros estudios quedaban satisfactoriamente planificados para el curso 1932-1933.

A Sánchez-Castañer le debo mucho de mi formación inicial, despertó en mí la afición a la lectura y a la poesía y años después, cuando yo cursaba estudios universitarios, me animó con insistencia a que opositara a Cátedra pues creía que yo tenía buenas condiciones para dedicar mi vida a la Universidad.

La anécdota que os voy a contar es muy posterior a estos años y se sale de los límites cronológicos que me he fijado para estos escritos, pero viene a probar mi agradecimiento a Paco Sánchez-Castañer. Ya habíamos decidido apear el tratamiento respetuoso; ambos éramos Catedráticos.

Paco era Catedrático de Valencia desde hacía más de veinte años cuando quedó vacante en la Universidad madrileña la Cátedra de Literatura hispanoamericana, que habría de cubrirse por oposición. Paco firmó la presentación junto a tres o cuatro doctores más y parecía el más cualificado. No obstante, tenía sus temores de que fuese otro opositor el favorecido por el tribunal. En aquel entonces, tres de los miembros de éste eran designados por sorteo y el Ministro de Educación nombraba con absoluta libertad al Presidente y al quinto vocal. Paco me pidió que sugiriera al Ministro, mi maestro Don Manuel Lora Tamayo, que nombrara para el primero de éstos cargos al profesor Entrambasaguas que, por otra parte, era la persona mas idónea para el caso. Algo fastidiado por el encargo, pues me parecía que al hacerlo me metía donde nadie me llamaba, me armé de valor un día y desembuché mi recomendación alegando que mi viejísima gratitud a Sánchez-Castañer me obligaba a esa petición del todo improcedente. Don Manuel me contestó con una sonrisa tratando de que desapareciera mi apuro. Entrambasaguas presidió el Tribunal, Paco se presentó solo y terminó su vida docente en Madrid en 1973, año de su jubilación. Asistí al homenaje que le dio la Facultad con este motivo. Todavía con emoción transcribo parte de la carta que me escribió entonces: "...mi gratitud por la asistencia al homenaje de que fui objeto por parte de mi Facultad… Me hiciste recordar muchas cosas ya muy pasadas: cuando eras un pipiolo y yo no tan viejo y pude enseñarte lo poco que yo sabía. Imagínate lo que me alegró tenerte en la comida, pues era tanto como hacer presente nuestra singular Sevilla".

Perdonadme, mis queridos lectores, está última digresión sentimental, pero no quiero que falte en estos escritos mi agradecimiento a las personas que me han hecho el bien a lo largo de los años.

1932 fue un año azaroso, duro, difícil.

          Besos y abrazos de

                                         Rafael

Carta XII

Querida  Familia:
 
Aunque he mencionado varias veces en las cartas anteriores a los dos hermanos más jóvenes de papá, tío Rafael y tía Salud, creo que es hora de concederles algunas páginas de protagonismo.
 
Pero antes me vais a permitir que incluya en este epistolario una especie de cuento. Aunque no doy un pimiento por la veracidad de alguno de sus detalles, os puedo asegurar que figura con fijeza en mi memoria desde que ésta empezó a almacenar sucesos familiares. Quizás trato de imitar con una osadía imperdonable a ese escritor cuya obra tenemos la obligación de leer aunque puede que alguno no haya cumplido aún este deber. Don Miguel, su autor, tenía a bien intercalar, en su gran obra, historias un tanto ajenas al discurrir de las aventuras de su caballero andante.
 
Muy a principio del siglo XX vivía en Sevilla un gran señor, acaudalado propietario, que lo era, de un extensísimo cortijo no muy alejado de la capital hispalense. Los  retorcidos olivos se expandían por millares en fanegas y fanegas de tierra que formaban una mancha verde oscura que casi rodeaba al pueblo blanco que se calentaba perezosamente al sol implacable de Andalucía. No era nuestro caballero un ejemplar de los que han alimentado la leyenda negra del campo andaluz, ni tampoco sentía preocupaciones sociales respecto de la gente que trabajaba para él. Más bien, lo que le caracterizaba era la indiferencia hacia una fuente importante de su riqueza; prefería la vida de la capital, con sus agradables tertulias, donde se discutía de todo y se maldecía con profusión de los políticos de turno. Su espléndida mansión sevillana era regentada con mano firme por su esposa, que conservaba muy bien su otrora alabada belleza, y en ella crecían varios hijos que habían heredado el buen porte de sus progenitores. Ya era hora de que el mayor, un apuesto galán que ya cultivaba un ligero bozo, tomara parte en las responsabilidades económicas familiares y el gran señor decidió enviarlo, con cierta frecuencia, a revisar los trabajos de la finca.
 
El cortijo tenía, por supuesto, un capataz, hombre fornido y de buen ver, de fidelidad perruna a su señor y colocado por éste a un nivel muy superior al de los restantes trabajadores. De su matrimonio tenía una hija de una belleza singular y de unos modales delicados y gráciles, era ciertamente asombroso que estos hubiesen crecido en el ambiente campesino en que vivía. El encuentro entre el joven rico y la modesta lugareña desencadenó inmediatamente un ardiente amor. El conocimiento de este hecho derivó en terrible enfurecimiento del gran señor, que no estaba dispuesto, por nada del mundo, a consentir en que aquello fuera a más. Una vez amansada su furia, planeó la solución al problema: casar a la chica con uno de los braceros del cortijo, contando con la complicidad de su padre, conseguida tras la asignación de la adecuada dote a cargo del propietario. Y así se hizo para desgracia de los protagonistas del cuento. 

Pero, con perdón, la muerte es a veces oportuna y se llevó pronto a sus lares al jornalero al que parecía haberle tocado la lotería. La bella campesina quedó de nuevo libre, el apuesto galán, que ya había crecido lo suficiente para manifestar fieramente terco sus pretensiones, volvió a la carga y el gran señor tuvo que acceder aunque lo fue a disgusto.
 
El engarce de nuestra chica en la sociedad sevillana tuvo que ser muy difícil, las distintas fracciones de esta sociedad eran, entre sí, impermeables y pasar de una inferior a otra más elevada tropezaba con un fuerte rechazo, sobre todo en el género femenino. Pero parece que nuestra protagonista se valió de su modestia y de su belleza para avanzar en el camino de su aceptación, que debió de ser total en el caso de las tres bellas hijas que produjo el matrimonio.
 
Y este cuento viene a cuento porque tío Rafael se enamoró de la menor que le correspondía con entusiasmo. Pero la muerte disfrazada de tuberculosis segó inoportunamente la vida de ella.

Para mí, tío Rafael, era el miembro más despegado de la familia; creo que gozaba de la predilección de su padre, ya que a ambos los unía su afición a los negocios en los cuales les sonrió el éxito. Supongo que al desdichado desenlace del cuento que os acabo de relatar sucedió una época de desquiciamiento sentimental del tío. Pero, en alguna fecha de los años veinte, conoció a Maruja Mensaque y pronto unieron sus vidas y las radicaron en Madrid a donde le llamaba a él la dirección de la empresa 'Riegos asfálticos', cuyo auge era una consecuencia del desarrollo de los planes de renovación y mejora de nuestra red de carreteras exigido por el aumento acelerado de nuestro parque automovilístico. La dictadura de Primo de Rivera asignó a estos planes generosas partidas presupuestarias y la empresa de mi tío suministró muchísimas toneladas de betún demandadas por las nuevas o renovadas carreteras.
 
La citada empresa mantenía algo así como una delegación para Andalucía en las oficinas del abuelo ya citadas y, por eso, tío Rafael viajaba a Sevilla con alguna frecuencia. Aunque se alojaba en casa de sus padres, siempre venía solo. Algunos años después me di cuenta de que ello era debido a la intransigencia de la abuela en todo lo que afectaba, por así decirlo, a la dignidad y correcta constitución de la familia. Su actitud era ignorar la existencia de aquellos que pertenecían al clan familiar de hecho pero no de derecho. Creo que tía Salud y papá, apoyado éste por mamá, insistían al tío para que regulara civil y eclesiásticamente una situación que iba haciéndose irreversible porque el número de exiliados familiares iba en aumento.

Pero tío Rafael se resistía a la citada regulación. Como típico señorito andaluz, practicaba la norma de no conceder la condición de señora a la que ha consentido antes de serlo, norma que formulé al conocer los avatares vitales de algún que otro amigo de mi padre. No estaba dispuesto a aplicar otra norma, la honrada y decente para estas situaciones: arreglar honestamente un desaguisado del cual uno es el principal responsable. Por fin, no sé si a causa de la insistencia familiar o de la conveniencia de acabar con la muda condena de abuela, se celebró el matrimonio y los cinco miembros del, para nosotros los niños, nuevo grupo familiar, aparecieron en casa, creo que en 1935, y permanecieron en ella dos o tres semanas. No los volvimos a ver hasta ya iniciada la Guerra Civil, cuando pudieron salir de la zona roja.
 
De todos los personajes de la familia que van desfilando por estas hojas, el más entrañable es tía Salud, cuyo cariño y alegría dulcificaron mi difícil y brusca adaptación a una vida sin mi madre. Tía Salud tenía treinta y pocos años cuando desembarcamos en San Isidoro, 24; era de estatura mediana, un poco entrada en carnes, con bello rostro suavemente sonrosado y en el que siempre anidaba un rastro de alegría. Y ello a pesar de que la vida no fue con ella nada generosa; bien pronto la enfermedad de su marido, tío Isidoro, quebró su vida joven. Desde entonces, volcó su enorme capacidad de afecto en las muchas personas de la familia que la rodeaban: sus hijos, sus padres, su hermano (ya me he referido a la predilección mutua de ambos) y sus cinco sobrinos.
 

Tía Salud se casó a principios de los años veinte con tío Isidoro Tello y Tello, médico ginecólogo a quien recuerdo como hombre de muy buena prestancia, alto, muy moreno de pelo y bigote.

Como he hecho en casos anteriores voy a daros una semblanza de la familia Tello, tal como me la dictan mis recuerdos. Ya sé que, en este caso, uno de mis lectores puede dar datos mucho más completos, pero ya conocéis mi preferencia por la visión  personal, aunque siempre estoy abierto a rectificar los posibles errores.

D. Enrique Tello, padre de tío Isidoro, era entonces el ginecólogo más prestigioso de Sevilla y quizás de toda Andalucía. Desempeñaba la Cátedra de Obstetricia y Ginecología de la universidad hispalense; según mis noticias, intervino destacadamente en la introducción en España de la cesárea, operación que como sabéis sirve para traer al mundo a aquellos fetos remisos a asomarse a él de forma espontánea quizás porque prefieren permanecer en el cálido vientre materno y no meterse en aventuras. Mi suegra me contó que D. Enrique había practicado esta operación, quizás por primera vez, a una parienta cercana de ella; esta curiosa circunstancia no puede ser ya objeto de comprobación, como es lógico. D. Enrique estaba casado con una prima suya y tenía seis hijos: Antonio, Carmen, Pepita, Isidoro, Enrique y Manuel; me acuerdo de todos ellos excepto de Enrique, al que no conocí; creo que fue militar y no vivía en Sevilla. La familia habitaba una hermosa casa de patio en la Avenida, justamente enfrente de la puerta de la Catedral por la que entran en ella las cofradías en su desfile procesional. Cuando murió el doctor Tello, su casa se transformó en otra de pisos con la consiguiente desaparición del patio… Uno más.
 
Antonio Tello fue también ginecólogo y atendió a mamá en muchos de sus partos. Tío Antonio era un solitario solterón. Lo recuerdo como una persona un tanto extraña, muy delgado y siempre vistiendo trajes oscuros; creo que tenía cierta fama de ser un tanto fúnebre. Alguien, quizás papá, me contó que tenía a gala preparar los funerales de sus parientes y amigos con la mayor dedicación y esmero. Cuando se producía el óbito, visitaba enseguida al párroco correspondiente para exigirle que el catafalco, que entonces se montaba delante del altar, estuviera cubierto por los mejores paños de terciopelo negro bordados en oro, que los candelabros que rodeaban aquél fueran antiguos y suntuosos y, en fin, pasaba revista a todos los detalles del ceremonial funerario como homenaje al fallecido.
 
De Carmen tengo una vaga imagen de mujer alta, morena, amable y bien parecida. Me acuerdo mucho mejor de su marido, Paco Graciani, hombre ocurrente, simpático y movido, metido siempre en negocios novedosos, si bien poco seguros, algunos de ellos relacionados con la incipiente industria cinematográfica. Paco tenía un grave defecto: era rojo y, por ello discrepaba totalmente de su familia política y, en particular, de su cuñado Antonio, rígidamente serio, católico, monárquico y de derechas. Mi afición a las elecciones y, en particular, al estudio estadístico de las mismas, me lleva a rememorar una divertida anécdota que implica a los dos cuñados y que, a pesar de su nimiedad, quedó fija en el almacén de mis recuerdos. Se iban a celebrar las elecciones constituyentes de 1931; para cubrir las seis plazas de diputados que correspondían al distrito de Sevilla capital se presentaban algo así como una docena de candidatos que iban desde el carquismo monárquico más inflexible hasta el rojerío comunistoide más acentuado. Se sabía de antemano que la mayoría de ellas no tenía la menor opción; entre éstas estaba la del partido republicano federal, que propugnaba para España una especie de asociación de republiquitas que venía a ser parecida al nefasto sistema autonómico actual pero muy exagerado A este partido, de un rojerío más bien suave y no revolucionario, pertenecía Paco Graciani, que figuraba en la correspondiente candidatura. A diferencia de la legislación actual, la entonces vigente no contemplaba listas cerradas y podías sustituir en la candidatura elegida para emitir tu voto algún nombre por otro siempre que éste fuera el de un candidato de otra lista; se solventaban así compromisos familiares o de amistad y, además, se establecían diferencias numéricas entre los miembros de una misma lista, que podían tener influencia en lo que respecta a los candidatos que lograban acta.
 
Paco Graciani, que temía que el número de votos que iba a cosechar no pasaría de unas pocas docenas, rogó a Antonio que tachara de la candidatura derechista que, sin duda, iba a votar el nombre que le suscitara menos simpatía y que pusiera el suyo en su lugar. Antonio le prometió que así lo haría ¡faltaría más! ¿Cómo iba a dejar de contribuir al triunfo político de su querido cuñado? Ni que decir tiene que Antonio no alteró su papeleta de votación. Pero cuando se realizó el escrutinio en el colegio electoral situado en unas mugrientas dependencias municipales de la calle Arfe se contabilizaron sólo cuatro votos a favor de Paco. Antonio se lamentaba: "¿Pero cómo voy a convencer a Paco de que le voté si tiene que saber los nombres y apellidos de los tres amigos que sumaron su voto al que él emitió?" No creo que la cuestión terminara en drama pues Paco nunca se tomó en serio su porvenir político.
 
Pepita Tello era un personaje singular. Muy alta y contundente, vestida siempre con una especie de túnica negra o gris oscura, sin permitirse el más mínimo afeite ni tampoco ningún discreto adorno, era ciertamente una mujer muy buena; pero, además de serlo, oficiaba como tal, ser buena era su profesión. Soltera y monjil, Pepita la buena tenía la ingenua pretensión de que la Divina Providencia la utilizaba con frecuencia como vehículo pera hacer ver al género humano sus supremos designios y, con la mayor inocencia, relataba estas intervenciones milagrosas de las que el más allá le hacía partícipe.
 
Manolo, el menor de los hermanos Tello, era considerado en la familia como algo tarambana y poco aficionado a dedicarse a un trabajo regular. Era un muchachote grandón y buenazo al que volveremos a ver en una carta próxima.
 
Una vez presentados los personajes, sus ambientes familiares y los lugares que me rodearon en la segunda década de mi existencia, me toca describiros cómo fue mi llegada a San Isidoro 24 y los que fueron los peores momentos de mi vida. Esto queda pendiente para la próxima carta.
    

                    Besos y abrazos de
                                                         Rafael

miércoles, 20 de abril de 2011

Carta XI

Querida Familia:

Subamos hoy la escalera principal de San Isidoro 24, recemos una breve jaculatoria a San Rafael, patrono de los viajeros, que por entonces le daban poco trabajo porque apenas se viajaba y, al llegar arriba tiremos del cordoncillo atado a la campanilla para que alguien nos abra la cancela del piso principal; nunca me expliqué la necesidad de que existiera ésta.

Accedemos a una de las galerías. Éstas rodeaban el patio y compartían con él los rayos solares cuando estos eran apetecibles o el frescor de las plantas regadas si esto era lo que pedía el cuerpo; el toldo, montado en la azotea, al que ya he aludido, y aquellas arcaicas persianas verdes que se enrollaban por un mecanismo primitivo tirando de una cuerda que tenía la fea costumbre de romperse con frecuencia, ayudaban a crear un ambiente grato, apto para sentarse a leer, quizás 'El correo de Andalucía', que era el periódico que se compraba en casa y entonces era de absoluta confianza para una familia decente. Pero ¡ay¡ las galerías murieron con los patios; su misión de poner en contacto las distintas habitaciones de la casa ha sido suplida por angostos corredores sin ninguna gracia en los que nadie se sienta a leer nada.

La galería por la que hemos entrado y la paralela a la calle estaban bien amuebladas y su recuerdo me ha sugerido las consideraciones anteriores; en cambio, la del fondo no tenía mobiliario ya que daba a una parte de la casa poco usada hasta nuestra llegada. La  galería chica, M, a la que no daba ninguna habitación, estaba cerrada en sus extremos y constituía en realidad una habitación estrecha y larga; había en ella una pequeña camilla y una butaca en la que mi abuelo solía sentarse y permanecer casi toda la mañana sin hacer nada ya que le fallaban el oído y la vista. Otra ocupante habitual del recinto era la costurera y, por ello, allí se ubicaba la incombustible máquina Singer, instrumento que ha desafiado el correr del tiempo y que creo aún presta servicios a las amas de casa, ya que la costurera transhumante me parece que es hoy una especie desaparecida.

A la galería paralela a la calle daba, en primer lugar una escalera de acceso al piso superior F; seguía el dormitorio de papá y mío, E, una inmensa habitación donde se instalaron dos grandes camas cameras procedentes de la finca de Palomares del Río, recién comprada con todo su mobiliario y enseres. Unido a nuestro cuarto, aprovechando el hueco de la escalera F, había un habitáculo con un lavabo que nos permitía a papá y a mí salir a desayunar con los deberes de aseo cumplidos ya que estos, como ya he dicho, se limitaban entonces a utilizar el jabón para cara y manos, salvo en días determinados en los que era obligado aplicar la pastilla de Lagarto a todas nuestras carnes. La habitación tenía dos huecos a la calle, balcón y cierro. Por si alguno no lo sabe, cierro es un balcón cerrado y cubierto, acristalado en su totalidad: techo, frontal y laterales; forma como una pequeña terraza que permite cotillear lo que pasa en la calle. Había en él una pequeña camilla por lo que yo estudiaba con frecuencia en este agradable lugar.

La habitación siguiente, D, también con balcón y cierro a la calle, fue al principio salón, pero nuestra invasión en 1932 obligó a pasar todo su mobiliario al comedor S, para situar en D el dormitorio de Maruja y el bebé, José Ramón, que disfrutaban así de una gran holgura.

A la galería de entrada daba el llamado comedor de tía Salud, J, que era una habitación de paso. Probablemente fue obligada a  serlo al unificar en una sola vivienda las casas 22 y 24, según se deduce con claridad del croquis [ver carta X]. El nombre se debía a que los muebles los habían comprado tío Isidoro y tía Salud con vistas a la vivienda propia que pensaban adquirir; sus proyectos se malograron como consecuencia de los luctuosos acontecimientos familiares de 1932. A partir de esta fecha, la comida del mediodía se hacía aquí ya que el comedor S, como acabo de decir, pasó a desempeñar otros usos.

Las dos habitaciones del fondo, T y U, estaban casi desamuebladas a nuestra llegada y podíamos jugar en ellas con plena libertad. A medida que crecía la población de la casa (de lo cual escribiré en otras cartas) hubo que habilitarlas como dormitorios y, por último, U fue transformada en segundo cuarto de baño, como ya he dicho. F era una escalera de subida al piso alto.

El frente de la casa lo completaban tres dormitorios, A, B y C, cuyos ocupantes vienen indicados en el croquis. G, un cuarto sin luces al exterior, era el vestidor de mi abuela y a él acudía dos o tres veces por semana, Luisa, la peinadora, que dedicaba largos ratos a poner en orden los grises cabellos de la abuela. Y como me gusta recordar aquellas cosas y usos que hoy ya no veo, menciono aquí las pastillas meta, unas pequeñas y blanquísimas tabletas que al calentarlas desprendían un vapor que ardía con llama casi incolora que permitía poner las tenacillas metálicas a la temperatura adecuada para el proceso de embellecimiento de la anciana. Como yo no sabía química entonces, no podía deducir que el calentamiento de aquellas pastillas era un proceso de despolimerización de un polímero del acetaldehído que al desprenderse ardía con aquella llama tan singular. A mi abuela le gustó siempre estar bien peinada.

El cuarto de baño, J, como creo haber dicho, era absolutamente insuficiente cuando nuestra incorporación duplicó el número de personas con derecho a usarlo. H era el cuarto de estar provisto de una enorme camilla y de varias sillas y butacas, una de las cuales estaba rigurosamente reservada a la abuela, que la ocupaba desde que se iba Luisa hasta que ella se iba a dormir; desde allí gobernaba con mano firme lo que se iba convirtiendo en multitud que seguiría en aumento como veremos.

No tengo muy claro cómo se unía esta habitación H a la cocina Q, que disponía de despensa P y del ya mencionado pozo seco O; tampoco recuerdo bien cómo se salía por la escalera de servicio V, que califiqué de algo costrosa y me ratifico en ello.

Si ahora subimos la escalera F, nos encontramos en la parte delantera del piso alto. La primera habitación con tres ventanas a la calle (encima de E y de la mitad de D) era el lavadero. Seguía una habitación individual (encima de la otra mitad de D) que ocupaba el ama vieja, es decir, el ama que había criado a mi padre, la cual, curiosamente, era el único habitante de San Isidoro 24 que tenía el privilegio de disponer de una habitación individual. La tercera habitación (encima de A, B y C) era el dormitorio de las muchachas del servicio con tres ventanas a la calle. Como es lógico, yo nunca subía allí pero una vez que lo hice, acompañando a alguien de la oficina, descubrí, para mi asombro, que tras la zona A-B había dos azoteas más a distintos niveles y dos habitaciones en las que se archivaban los documentos de la oficina que iban quedando obsoletos, uno de los cuales necesitaba consultar el susodicho oficinista. Como esto ocurrió cuando yo llevaba unos cinco años viviendo en la casa, todavía no me explico que para conocerla del todo hubiese necesitado tanto tiempo.

A la otra parte del piso alto se subía por la escalera F, que desembocaba en una habitación muy grande encima de T, U y parte de S, muy descuidada, de paredes encaladas y llenas de desconchones, suelo de ladrillo rojo y totalmente vacía hasta que conseguí que nos la cedieran para nuestros juegos junto a algunos trastos inútiles. Las otras dos habitaciones, que venían a caer encima de S, R, X y J, estaban permanentemente cerradas y rebosaban de muebles y cachivaches, algunos ya fuera de uso y otros que había que llevar a los lugares de veraneo o que al ser propios de la estación estival, dormían allí durante el invierno.

En la carta anterior y en lo que va de ésta he descrito con detalle, quizás con demasiado detalle, como era la casa donde viví lo que yo llamo años de formación. Habréis visto que la casa era muy espaciosa y que algunas de sus partes estaban infrautilizadas y, por decirlo así, casi sin terminar; las sucesivas invasiones que sufrieron mis abuelos obligaron a modificaciones en el uso y acondicionamiento de las distintas estancias como vamos viendo.

Hora es de que escriba algo sobre los habitantes de San Isidoro 24. Para que ninguna de mis misivas resulte demasiado corta o demasiado larga dejo para la próxima lo referente a tío Rafael y tía Salud, y aquí voy a hablar de las muchachas de servicio o sea de la sociedad heril, en palabras de mi padre.

Eran seis mujeres en aquellos días; hubo entonces algunos cambios de identidad pero yo no los recuerdo bien y me limito a lo que escarbo en mi memoria. Una especie de decana honoraria era el ama vieja, la cual posiblemente como premio a haber amamantado a mi padre, disfrutaba de dos privilegios, el ya mencionado de tener habitación individual y el de no estar obligada a ningún trabajo. Es posible que, en algún momento, pelara alguna patata o fregara alguna sartén como muestra de colaboración con las demás, pero mis recuerdos la representan siempre mano sobre mano sentada en una sillita baja como correspondía a su mínima estatura. El ama vieja tenía un hijo, hermano de leche de mi padre, a quien conocíamos como Paco, el del ama. Él y su mujer estuvieron muy ligados a nuestra familia y durante años ocuparon la portería de la casa, que heredaron mis primos los Tello frente a la Catedral. Era un hombre bueno y leal aunque de pocas luces y no las suficientes para desentrañar los misterios de la Teología. Así, en una ocasión, alguien (quizás mi primo Enrique) con un encomiable afán catequético, le explicaba cómo al morir nuestras almas se separan del cuerpo y vuelan a espacios eternos. Pero Paco dubitativo le espetó: “Pero cómo va a salir de la tumba el alma con la losa tan pesada que le echan encima al muerto”. El ama vieja murió en los años treinta, en fecha que no recuerdo.

La segunda en edad era Eloisa la cocinera, mujer enjuta como ninguna que yo haya visto, puro hueso. No lo hacía mal en su oficio, aunque su repertorio era muy limitado, pero ello venía impuesto por las costumbres de aquellos tiempos. Además, no sabía nada de repostería; cuando comíamos dulces había que traerlos de fuera. Una de sus hijas, Encarna, fue también sirvienta nuestra y ya hablaremos de ella. Cuando murió abuelo y se dividió la casa, la número 22 correspondió a papá y, al transformarla en pisos, se construyó en la planta baja una pequeña portería destinada a Eloisa y Encarna. En ella murió Eloísa ya muy anciana.

La tercera, Ascensión, la cuerpo de casa, era en principio la responsable del servicio de mesa y de la limpieza y orden general de la vivienda; en la práctica, repartía su trabajo con las otras dos que menciono a continuación. La recuerdo como una mujer ni guapa ni fea y un tanto huraña y triste; esta tristeza, fija en mi mente cuando de ella me acuerdo, se basaba en los terribles acontecimientos ocurridos en Arahal, su pueblo, a principios de la Guerra Civil como veremos.

Amparo (rectifico el nombre por indicación de José Ramón) era la muchacha nuestra quizás porque la aportamos en nuestro traslado o porque recibía de papá sus emolumentos. Ya la mencioné como mujer lista, vivaracha y dispuesta. El agradecimiento familiar a Amparo ha sido particularmente intenso por parte de José Ramón al que cuidó con mucho cariño en las primeras fases de su vida.

Manolita era la muchacha de la tía Salud y quizás el elemento más pintoresco de todo el grupo. Era grande, bondadosa y trabajadora infatigable para la ayuda a todos. Procedía de la Algaba, pueblo como sabéis muy próximo a Sevilla (no sé si absorbido ya por la expansión capitalina), que tenía la fama de disfrutar sus habitantes del coeficiente intelectual medio más bajo de toda la provincia; parece que los algabeños se habían ganado con creces esta reputación. Una anécdota de Manolita guarda un rincón de mi cerebro. Vestía ella siempre de negro, salvo los delantales y otras prendas para el trabajo y no salía nunca a la calle. Tía Salud un día le dijo algo así: “Manolita, por qué no te vas a dar un paseo, busca a alguna amiga de tu pueblo o vete a rezar a la iglesia o sal a mirar los escaparates, que hay cosas muy bonitas ¡yo que se!”. Pero Manolita le respondió con contundencia: “Señita Salú, cómo quiere usté que sarga a la calle si no hace todavía tres años denque murió mi padre”. No podía haber contestación, quizás un ¡ah¡.

Y es que había que seguir las exigencias del luto. El diccionario define éste como “signo exterior de duelo en ropa y otras cosas por la muerte de alguien”. Estos signos exteriores han desaparecido casi del todo en la época actual pero, en la que estoy comentando, estaban perfectamente regulados por algo así como un código no escrito. Al morir alguien, toda  su parentela, marido o mujer, padres e hijos, incluso tíos y algún otro allegado, tenía que vestir rigurosamente de negro, salvo la camisa blanca de los caballeros y la vestimenta de los niños en la que, no obstante, se excluían los colores chillones. La frase “ya es hora de que el niño lleve también luto” que yo oí en cierta ocasión, no tiene sentido hoy en día.

El luto duraba más o menos según el grado de parentesco con el fallecido, por tanto, era máximo en el caso de los viudos o viudas. Dicha duración variaba además de una ciudad a otra y de un pueblo a otro, siendo en estos particularmente exagerada. Tras el luto venía el alivio de luto de igual o parecida duración; en este tiempo, el blanco, el gris y el morado eran permitidos en la vestimenta femenina y el gris en la masculina, pero en ésta persistía la corbata negra. Ésta era una parte indispensable del vestuario del hombre, ya que era de rigor llevarla en los funerales y entierros y, además, muchos nos la poníamos el Viernes Santo en señal de pesar por la muerte de Cristo. Otra forma externa de manifestar el luto era un brazalete de tela negra en el brazo izquierdo o una cinta de igual color en el ojal de la chaqueta.

Los trajes marrones y las corbatas de color estaban absolutamente proscritos durante el luto y el alivio de luto. Me parece que en las clases modestas sólo las mujeres seguían las anteriores normas pues en los hombres dominaban las exigencias de la ropa de trabajo.

No es de extrañar, pues, que el número de personas vestidas de negro que uno veía en el deambular callejero era muy elevado.

Además, durante el luto estaba rigurosamente prohibida la asistencia a espectáculos, en especial al teatro y a los toros. Creo que el cine, entonces incipiente, era bastante tolerado, quizás porque se disfrutaba a oscuras. Al fútbol también se podía ir.

Durante un cierto número de días tras el fallecimiento no se debía pisar la calle, salvo para ir a la iglesia. Ya hemos visto que Manolita exageraba estas normas, obedeciendo quizás a lo que se hacía en su pueblo.

Dije que eran seis los miembros de la sociedad heril; el sexto era el ama de cría de José Ramón, una mujer oronda y de amplia delantera cuya única función era proporcionar alimento al niño y de la cual nunca se salía.

    Besos y abrazos de
                                                            Rafael  
 

Adiós, Mingo

Ayer, 19 de abril de 2011, falleció Domingo Pérez Álvarez-Osorio, hermano de mi abuelo Rafael, el auténtico autor de este blog.

Descanse en paz.


Un pequeño recuerdo de hemeroteca

martes, 19 de abril de 2011

Carta X



Querida familia:

Cuando empezábamos el bachillerato, denominación que se aplicaba entonces a los estudios reglados que se iniciaban una vez cumplidos los diez años y tras un examen de ingreso y que acababan a los dieciséis o diecisiete años si no había ocurrido ningún tropiezo importante, quizás la asignatura que más nos atraía era la Historia. La relación de los acontecimientos que han ido configurando las distintas civilizaciones, desde que el homo sapiens decidió ponerse en pie hasta aquellos años treinta caracterizados por el desarrollo de los muchos descubrimientos técnicos que iban apareciendo: el cine, la radio, los transportes, las vacunas, la cirugía… despertaba nuestro interés infantil. Comprendíamos enseguida que para llegar a conocer la Historia había que estudiar previa o simultáneamente la Geografía, es decir, la descripción del espacio donde aquellos hechos tuvieron lugar, sus montes y sus ríos, sus mares o su falta de ellos, su clima, sus cultivos, su fauna…La Geografía era la parte estática, imperturbable, tranquila, de ese dualismo cuya dimensión dinámica, la Historia iba siempre en progreso, agitada, atropellándose unos hechos a otros, siempre yendo hacia delante; un filósofo moderno habla de “la flecha irreversible del tiempo”. Este misterio de las dualidades que nos envuelven: lo estático y lo dinámico, la Geografía y la Historia, el espacio y el tiempo, la materia y la energía… nunca totalmente desentrañado por el hombre se iba asentando en la mente de un chiquillo de forma todavía borrosa.

Aplicando estas ideas a la historia del clan familiar, antes de referirme a los aconteceres de la década de los treinta, en la cual viví la difícil y fundamental etapa de la adolescencia y la primera juventud, la etapa que conforma toda la existencia humana, voy a dedicar unas páginas a detallar el marco físico de todo ello: la grande, espléndida casa de mis abuelos, la casa de San Isidoro, 24.

Lo primero que quiero decir de la casa de mis abuelos es que era una “casa de patio”. El patio de las grandes casas andaluzas es un espacio vital que caracteriza a nuestras ciudades y pueblos incluso más acusadamente que los propios monumentos tan  profusamente descritos en las numerosas publicaciones sobre nuestra incomparable Andalucía. Porque, aunque Sevilla tenga su Giralda, tiene (¿tenía?) también sus patios con sus palmeras presidiéndolos, sus geranios derramándose por las paredes en cuyas partes más altas se habían encaramado las macetas, sus arcones llenos de cachivaches viejos y de recuerdos, sus jamugas un tanto incómodas, sus mecedoras mucho más adecuadas para descabezar una siesta veraniega y sus muchas macetas. La vista no era el único sentido que se alegraba al entrar en el patio porque para halagar el olfato, el jazmín, que también busca las paredes, competía en olor con otras flores y el oído se sorprendía agradablemente con la delicada e incomprensible melodía del canario o el jilguero o con el canturreo de alguna moza que limpiaba o ponía orden en aquella prodigiosa estancia, ideal para el transcurrir de la vida.

Pues bien, estos monumentos menores, que arropan a los mayores para configurar el atractivo turístico de nuestras ciudades y pueblos, han sido en gran parte asesinados por una picota implacable para poner en su lugar montañas de pisos impersonales, adocenados, quizás cómodos, pero carentes de encanto, al menos para el paseante que quiere en su deambular, rememorar tiempos pretéritos. La humanidad no tiene arreglo en su afán permanente de borrar las huellas del pasado. Hay épocas de destrucción de castillos o de dejar que estos se derrumben y desaparezca el recuerdo de tiempos heroicos y la posibilidad de rememorar in situ las gestas de nuestros antepasados. Hay épocas que acaban con las murallas, so pretexto de las exigencias de la expansión. Desaparecen esas cartas de presentación al viajero que le indicaban que aunque era bien acogido, debía intuir que guardábamos celosamente nuestra intimidad. Hay épocas de hacer desaparecer los monasterios tratando de eliminar el sentir religioso de nuestro pueblo, que ellos se encargan de guardar y transmitir; ni siquiera se respeta entonces el valor artístico de los edificios y sus contenidos. Claro es que la Iglesia, que sobrevive siempre, se ha defendido en buena parte de estos expolios y muchos de sus edificios han tenido mejor suerte que los castillos y murallas. Y hay, por fin, tiempos en los que toca matar los patios y una de sus víctimas fue el de la casa de San Isidoro 24, quizás no uno de los más significativos, pero sí un buen ejemplo digno de mejor suerte.

A los pocos de mis lectores que conocen mal Sevilla (algunos de mis hijos y nietos en particular) les recuerdo que San Isidoro es un calle estrecha que huye del trazado rectilíneo y de la uniformidad en su anchura; comienza en una calle peatonal, Francos, en tiempos muy bulliciosa y hoy, según me dicen, de vida mortecina, y termina abruptamente en la calle Corral del Rey, tras un trozo muy estrecho prohibido al transporte rodado; éste es admitido en la parte central, algo más amplia, y este ensanchamiento permite contemplar con cierta perspectiva la magnífica portada gótica de la parroquia dedicada al santo y sabio obispo hispalense. Frente a ella, ocupando su fachada toda la citada parte más ancha de la calle, estaba la casa de los abuelos con sus siete amplios ventanales entre balcones y “cierros” del piso principal y su gran portalón, de buena madera claveteada, por el que vamos a entrar al severo zaguán y, tras el oportuno campanillazo, se nos abre la cancela y pasamos al patio, el cual, si hemos elegido acertadamente un día de finales de primavera o de comienzos de otoño, es un bullicioso hervidero de vida con los gritos de los niños, las llamadas al orden de tía Salud, siempre cariñosas y alegres, o las más quedas pero más exigentes de la abuela Severiana.

Para poder revivir aquellos años treinta me es indispensable incluiros un plano de la casa de los abuelos. Os dareis cuenta enseguida de que no nací para delineante. El croquis corresponde al piso principal, del cual me ocuparé en la entrega siguiente, y cuando hago referencia al bajo o al alto me valgo del mismo plano utilizando los términos encima de, debajo de.
A= Dormitorio de los abuelos; B= Dormitorio de los niños (Paco, Enrique y Mingo); C= Dormitorio de tía Salud y tío Isidoro; D= 1.- Salón, 2.- Dormitorio de Maruja y José Ramón; E= Dormitorio de papá y mío; F = Escaleras  de acceso al piso alto; G= Vestidor de abuela; H= Cuarto de estar; I= Cuarto de baño;
J= Comedor de tía Salud; K= Galerías; L= Patio; M= Galería chica; N= Patinillo; 0= Pozo; P= Despensa; Q= Cocina;  R= Pasillo; S= 1.- Comedor, 2.- Salón 3.- ¿Dormitorio de huéspedes?; T= 1.- Cuarto de jugar 2.- Dormitorio de huéspedes; U= 1.- dormitorio de huéspedes, 2.- Cuarto de baño; V= -Escalera al piso bajo y cochera; X= Escalera principal; Averiguarlo= “Cierro”; que sois= Balcón; muy listos= Separación de las futuras casas de San Isidoro 22 y San Isidoro 24.

Me gustaría, querida gente joven, que sacárais al leerme una impresión de la diferencia del vivir casero de antes y del de ahora; se disponía de espacios mucho más amplios, las habitaciones eran bastante mayores que las de hoy; así, la habitación de los niños, B, (Paco, Enrique y Mingo) admitía en su pared lateral tres camas nada estrechas y dos mesas de noche. No había armarios empotrados, que son de invención posterior, sino enormes roperos ligados en su estilo al del resto del mobiliario del dormitorio y, en el caso de los comedores, grandísimos aparadores cuya ubicación, en el lugar correspondiente, parecía imposible sin recurrir al milagro. Todas las casas, a partir de cierto nivel social, tenían que tener al menos una habitación, muy poco usada y de obligado respeto por parte de la chiquillería, que concentraba todo aquello que se quería lucir ante las visitas; ya he hecho alguna referencia anterior a estas diferencias entre el ayer y el hoy. Una más era el espacio francamente reducido dedicado a la limpieza corporal ya que ésta no tenía por qué ser diaria en su totalidad; la ablución completa podía ser semanal o quincenal y cuando ya fuimos muchos en la casa se producían colas para acceder al cuarto de baño, I; esto llevó a mis abuelos a la construcción de un segundo en U no recuerdo en que fecha.

El zaguán de entrada a la casa estaba enmarcado, como he dicho, por el portalón claveteado y la cancela, pero además había una puertecita lateral que llevaba directamente a las oficinas y evitaba que aquellos que tenían que acceder a ellas pasaran por el patio familiar. Las oficinas ocupaban los espacios de debajo de D y de J y en el último radicaba la mesa de despacho que usaba papá, ya que abuelo estaba del todo retirado.

En algún rincón de estas oficinas había un pequeño cubículo que encerraba el teléfono. Pienso que Éste, tanto en las oficinas como en los hogares, era relegado a lugares semiocultos como si fuera conveniente esconderlo; por supuesto, eran aparatos colgados a la pared y su uso había de hacerse en pié; no se introdujo hasta algún año después el aparato de mesa que tanto ha contribuido a las inacabables conversaciones entre señoras contándose chismes y “sucedios”. El teléfono cumplía entonces con su auténtica misión de trasmitir mensajes breves y no había degenerado aún hacía un uso inmoderado como ocurrió al poderlo usar sentado.

El patio era mucho mayor de lo que se deduce del espacio cruzado L pues se extendía a las zonas K y M, que en el piso principal eran galerías. Esta parte más exterior estaba dotada de mobiliario poco usado y creo recordar que de adornos en las paredes, en especial de la correspondiente a M, que no tenía huecos y que marcaba el límite con la casa de dña María, una viuda misteriosa a la que creo que nadie había visto y yo desde luego no.

En el vértice inferior izquierdo del patio se abría o,  mejor dicho, se abrió tres o cuatro veces en los doce o trece años que abarca esta parte de mis memorias, una trampilla que daba acceso a un sótano, que también disponía de un par de estrechos ventanucos enrejados a ras del suelo. Nunca bajaba nadie a este local lóbrego y tenebroso del que alguien decía que a través de misteriosos conductos comunicaba subterráneamente con la Catedral y facilitaba la huida de moriscos perseguidos por cristianos o a la inversa, según la época. Nunca me atreví a solicitar permiso para tratar de confirmar esta leyenda, probablemente por miedo a que me fuese concedido; solo me asomé un par de veces y únicamente vi negrura y quizás la sombra de algún mueble desvencijado y podrido.

Al fondo del patio había dos habitaciones, comunicadas entre sí (que corresponden con J y U+F del croquis) que, al llegar nosotros, estaban destinadas a la consulta de tío Isidoro, ginecólogo, marido de tía Salud. Este uso quedó interrumpido como consecuencia de la enfermedad del tío y algo después ambos cuartos se habilitaron como dormitorios de verano de parte de la familia en los inicios de la Guerra Civil. Seguía, debajo de S, el comedor de verano, que cumplía la correspondiente función si no nos íbamos de veraneo o en algún mes anterior o posterior a éste.

Un pasillo comunicaba con la cocina de verano y en él se abría una puerta a una gran despensa, casi un almacén, donde se guardaban alimentos no perecederos, muebles no usados en la correspondiente estación del año, mi bicicleta (que mi padre compró de segunda mano al campeón andaluz Antonio Montes) y muchos cachivaches en uso o desuso. Este local quedaba debajo de la escalera principal de la casa. La puerta tenía muy próximo al suelo un orificio circular llamado “gatera” que proporcionaba a los muchos gatos de la vecindad la posibilidad de echarse a dormir en un lugar oscuro y fresco. Es bien sabido que el gato es un animal taimado y egoísta que no va más que a lo suyo; antes se comía a los ratones pero desde que estos han desaparecido su papel como animal utilitario es nulo. El gato actúa de preferencia con nocturnidad y de día se quita de en medio. Pues bien, cuando la noche caía tras un caluroso día veraniego y el patio asumía un cierto frescor, entraban en él silenciosamente uno o más gatos que atravesando la gatera buscaban un plácido sueño. Yo aprovechaba aquellas tardías horas para competir por una mecedora, divino mueble hoy casi desaparecido, de las que había menos que personas dispuestas a ocuparlas; había que respetar el derecho preferente de las personas mayores y, en la práctica, también el que se arrogaba mi primo el Pulga, gran aficionado a mecerse horas y horas. El plácido duermevela previo a la cama se veía alterado por el inquietante susurro de los gatos que surgían de no se sabe donde y se encaminaban a la despensa.

Pues un buen día decidí acabar con la molesta compañía nocturna; conté con la jubilosa colaboración de los hermanos. Clavamos por dentro en la gatera un saco provisto en su boca de una cuerda con un lazo que al apretarse cerraba el saco. Azuzábamos al gato que llegaba en una inesperada visita diurna y éste intentaba refugiarse en la despensa; cuando creía que entraba en ésta lo hacía en el saco, tapábamos la gatera con algún cachivache y cerrábamos el saco. El gato brincaba y maullaba convertido en una auténtica fiera y el saco era entregado a Eduardo el chofer para que se lo llevara y soltara al bicho en algún lugar lejano. Nunca le hacíamos ningún daño porque éramos niños buenos pero nos quitamos de encima así a dos o tres ejemplares gatunos hasta que a las personas mayores no les pareció bien que continuáramos con el experimento.

Una última habitación de las que rodeaban al patio era el “despacho de abuelo" (situado debajo de la parte derecha de E + F) cuyo nombre no respondía a la realidad porque abuelo ya no despachaba nada a causa de sus años y de su sordera casi total. Papá lo usaba eventualmente según creo para temas no relacionados con la oficina. Yo pude disfrutarla ya en los años cuarenta para estudiar las materias de mi carrera, en particular cuando lo hacía con un compañero de curso, Carlos Rivero y Sánchez Romate, un jerezano ya fallecido, hermano de Teresa, la presidenta del Rayo Vallecano y mujer del conocido y maltratado por el PSOE empresario José María Ruiz Mateos.

El pasillo (debajo de R) al que daba la mencionada despensa conducía a la cocina de verano casi idéntica a la del piso principal y, en ella, creo curioso destacar la existencia del pozo que estaba ya seco y convertido mediante unos tablones en despensa suplementaria como ocurría también en el piso principal. La cocina se abría a un patinillo (debajo de N) a cielo abierto que continuaba con otro (debajo de H) cubierto, que no era utilizado para nada y fue posiblemente patio de la casa nº 22 antes de que ambas 22 y 24 se unieran y prevaleciera el último número. Una escalera, un tanto costrosa y poco usada, permitía acceder al piso principal y una puerta a la cochera que ocupaba, nada menos, que los espacios de debajo de A, B, C y G; no he exagerado, pues, nada, al referirme al tamaño desmesurado de lo que pasó a ser garage.

Reflexionando sobre aquellos viejos tiempos pienso que, en los meses más cálidos, la vida familiar se volvía hacía dentro, se centraba en el patio común que adquiría un enorme protagonismo respecto de las restantes estancias; en él se recataba dicha vida mediante un biombo que cubría la cancela de entrada. Nuestro patio estaba presidido por una enorme palmera embutida en un gran macetón de barro cocido; cuatro plantas menores estaban colocadas en las esquinas de la parte descubierta y, como ya dije, una variedad de muebles, bancos, sillas, jamugas y un gran perchero se distribuía por la parte más externa; en el centro estaban las deliciosas mecedoras. Los azulejos cubrían la parte baja de las paredes quizás hasta la altura de un metro y medio y daban un cierto carácter arábigo al recito. Un gran toldo de lona cubría a nivel de la azotea, la parte central durante las horas en que el sol calentaba; este toldo se desmontaba en la época invernal.

Recuerdo, en especial, la hermosa escalera (vease F) de dos tramos que subía al piso principal. En su rellano estaba un bonito cuadro de San Rafael ovalado y con un complicado y artístico marco. No se ha perdido; por sucesivas herencias pasó a mi poder y luce en el hall de mi piso; durante mucho tiempo he dudado de la calidad de esta pintura hasta que un experto le asignó un notable alto por lo que Alicia decidió que se limpiara y restaurara el algo deteriorado marco y ha quedado muy bonito.

            Subiremos al piso principal en la entrega siguiente para no recargar más esta.

                        Besos y abrazos de

                                                     Rafael

N.b. En las dos últimas entregas he tenido la satisfacción de “subirles la nota” a nuestros antepasados Don Valentín y Don Domingo gracias a la documentación aportada por Enrique. Esta nota se refiere a la familia paterna de la abuela Severiana y se basa en documentos que llevan a una impresión mucho más vagorosa e intrigante; creo que no cabe llegar a valoraciones concluyentes. Resumo algunos puntos que han despertado mi curiosidad:

a)    hay una “declaración testamentaria” de doña Margarita Janer Varea fechada en 1859, madre de don José González Janer y, por tanto, tatarabuela mía. En ella, después de agradecer a Dios por su buena salud y “juicio y entendimiento natural” y expresar muy pormenorizadamente sus acendradas creencias católicas dice que carece de bienes para poder hacer testamento, pero que lo poco que tiene y lo que pudiera corresponderle en el futuro lo deja, a partes iguales, a sus cuatro hijos, el tercero de los cuales era mi bisabuelo José. Parece pues que el marido, don Francisco de Paula González de la Mata (hijo de don Esteban González y doña Paula de la Mata, apellido este último que permite enlazar con la nota de José Ramón que incluí en una carta anterior) no dejó a esta señora en buenas condiciones económicas.
b)    Certificado de matrimonio de don José González, de 19 años, “estudiante legista” y doña Micaela Severiana Ferreira, de 19 años, celebrado el 10 de enero de 1858. Puesto que mi abuela nació en 1867 es de suponer que tuvo hermanos mayores que ella y, al no saberse nada de ellos, puede que murieran en alguna de las epidemias de aquellos años.
c)     Los documentos más singulares y extraños de este grupo estan datados en Rosario de Santa Fe (República Argentina). Hay un certificado de una parte del testamento de don José que comienza así: “No tengo herederos forzosos” (¿¡). A continuación, manifiesta el deseo de que 'El internado', institución que dice fundo él, continúe, tras su muerte su labor a favor de la enseñanza; siguen disposiciones y recomendaciones sobre las personas que deben realizar los trabajos de la citada fundación. Y termina: “No pudiendo continuar este escrito pido a la jurisdicción civil que lo tenga como última voluntad y testamento firme". La fecha es 7 de abril de 1886.
Este documento está acompañado del certificado de inhumación que tuvo lugar el 26 de noviembre de 1886 en el que se dice que es de nacionalidad española, estado casado y profesión profesor y que tenía 48 años. Se dejan sin cubrir los nombres de sus padres. Siguen sellos y firmas diversas que acreditan la veracidad de los datos.
Estos últimos papeles, que creo no invalidan lo dicho antes sobre mi bisabuelo José, parecen confirmar que su vida fue muy azarosa y quizá digna de una novela.