domingo, 13 de noviembre de 2011

Carta XXIV

Querida familia:
Este verano he cumplido noventa años. Hora es ya de renunciar a este cansino oficio de escribidor. Cansino mentalmente por la difícil búsqueda de recuerdos antiguos que se resisten a abandonar los más recónditos escondrijos del cerebro; cansino físicamente cuando ya la letra se deforma y los renglones se niegan a nacer rectilíneos para los que como yo, al poner letra a las ideas, sólo aceptan hasta el bolígrafo los adelantos de la modernidad.
A estas cartas he dedicado muchas de las horas de mis días de estos últimos años y también en su confección, en la búsqueda de las palabras que os dijeran lo que quería deciros, algunas horas de las noches de insomnio y desvelo que a estas edades se suelen intercalar a veces entre las más reposadas y tranquilas.
Cuando acosado por la indelicada propuesta de mi hija Macarena, que además decía representar el parecer de otras parientas de la misma camada, me decidí a escribiros, no calculaba yo la longitud que alcanzaría esta correspondencia ni mucho menos su grado de aceptación, en especial, por las generaciones que siguen a la mía. Pero, ya entonces decidí que el final de mis escritos coincidiría con la muerte de abuelo. Porque esta muerte suponía el acabamiento de lo que quería contaros y que se ha reflejado en casi trescientas hojas mecanografiadas. He procurado reflejar en ellas los antecedentes y el discurrir de la vida de nuestro clan hasta que el correr de esta vida impone su disolución: papá y tía Salud van a establecerse en viviendas distintas que, por cierto, no podían soportar la comparación con aquel inolvidable San Isidoro 24. La malhadada decisión de arrasar su patio, cuyo latido vital he tratado de transmitiros, puede simbolizar el fin de una etapa que lo es asimismo de esta correspondencia.
Me dicen algunos de mis lectores que con mis escritos he conseguido un mayor conocimiento mutuo entre los miembros de la segunda generación y que he contribuido al fortalecimiento y, en algún caso, al despertar del sentir familiar. Si así fuera, no puedo menos que alegrarme. Este supuesto mérito tengo que compartirlo con mi hija Mercedes que ha tenido a su cargo la puesta en limpio de estas memorias y su difusión a través de esos complicados sistemas modernos cuyo manejo no se me alcanza. Quiero agradecer aquí a mi niña las horas, los desvelos, que me ha dedicado en estos años.
Un doloroso recuerdo para los miembros de la familia desaparecidos en este periodo: Enrique Tello Barbadillo nos dejó en edad temprana y ello hace especialmente dolorosa su muerte. Mingo, el entrañable Mingo al que, como decía papá, tanto le gustaba “pasarlo bien" en la vida, pero que disfrutaba igualmente con que los demás lo pasaran bien con él, se fue también cuando la luz de los cirios iluminaba las noches sevillanas y las marchas procesionales sonaban por las calles de su barrio y Maruja se dio prisa en seguirle y me traspasó el relevo de jefe del clan por edad.
Al repasar las muchas páginas escritas me doy cuenta de la gran cantidad de buenas personas, de excelentes ejemplares humanos que han incidido en mi vida. He tenido mucha suerte. En primer lugar, mi familia, nuestra familia: de mi madre los recuerdos son algo vagos pues poco pude disfrutar de ella. La personalidad de papá creo que queda definida a lo largo de todas las cartas; ha influido en mí en todas las épocas de mi existencia. A causa de su viudedad prematura, compartimos muchísima vida en mis años jóvenes en los que se deciden los caminos del existir. Mis abuelos paternos no fueron quizás suficientemente valorados por mí hasta bastante tarde; lo que fueron se puede resumir en una palabra: generosidad. De todo el resto de la parentela tengo buenos recuerdos pero he de destacar, porque sería injusto no hacerlo, a tía Salud, cuya vitalidad y alegría alivió nuestros momentos tristes y nos hizo disfrutar de un cariño maternal que tan pronto nos había faltado.
Y añado mis recuerdos afectuosos a mis profesores y compañeros de colegio y de la Universidad, a las muchachas del servicio, a los amigos de papá, a los oficinistas de abuelo. Me iré de este mundo sin ningún mal recuerdo de las personas con las que conviví en mis años formativos y doy gracias a Dios por ello.
En fin, como las despedidas tienen siempre un matiz de tristeza, todo tiene su final y me queda únicamente el desearos a todos paz y felicidad y que, usando una vez más un dicho favorito de papá, “Dios nos dé salud y vida”.
         Muchos besos y abrazos de


                                            Rafael

En Madrid y en Sevilla en el recuerdo en Noviembre  de 2011

[Me resisto, como todos, a pensar que no habrá más cartas pero mi abuelo es terco como una mula y se hace el sordo con una habilidad pasmosa cada vez que alguien le insiste en que continúe con esta bonita, instructiva y entretenida tarea (al menos lo es para sus lectores). Así que estamos en campaña para intentar que siga escribiéndonos, de cuando en cuando, una carta. Deseadnos suerte]

jueves, 3 de noviembre de 2011

Carta XXIII

Querida familia:

No eran halagüeñas las perspectivas que se presentaban a los españoles a comienzos de los años cuarenta. Claro está que el final de nuestra guerra civil había sido recibido con enorme alegría por los vencedores; también una gran parte del bando perdedor se sentía aliviada al cesar el goteo de malas noticias procedente de los frentes de batalla. Muchos rojos, temerosos de las presumibles represalias, huyeron de España a través de la frontera pirenaica y también por vía marítima. Como sin duda sabéis, se ha escrito mucho sobre la vida y trabajos de los exiliados republicanos en los países de habla española y en otras naciones.

En España había empezado ya en la primavera de 1939 la penosa reconstrucción de lo destruido, pero aún más difícil que la puramente arquitectónica, fue la que afectaba a la producción agrícola e industrial; ambas acusaban un grave debilitamiento y, como ya he comentado en otras cartas, en los primeros años cuarenta se dieron carestías alimenticias y de otros artículos de primera necesidad.

Pero lo peor fue que el clima de paz duró poco; justamente cinco meses después de acabada nuestra guerra civil estalló, como es sabido, la Segunda Guerra Mundial, la mayor contienda bélica de todos los tiempos. Las salpicaduras de ella tenían, por fuerza, que llegar a España. Y así fue.

La España de Franco estaba en deuda con los países del Eje; Alemania había suministrado armamento, material y grupos de especialistas que, salvo en el caso de la Aviación, no tomaron parte directamente en acciones guerreras; Italia había enviado fuerzas de choque en número considerable que intervinieron, entre otros casos, en el frente de Guadalajara y en la campaña de Málaga. Parece que ambas naciones consideraron al principio que España llegaría a ser un aliado más.

Y, ciertamente, en los primeros Gobiernos de nuestra posguerra había siempre un sector proclive a la intervención en la contienda mundial alineado con las naciones del Eje. Dícese que Ramón Serrano Suñer, cuñado del Generalísimo y Ministro de Asuntos Exteriores, encabezaba este sector que creía, a pie juntillas, en el triunfo de las potencias centroeuropeas que parecía anunciarse por los tempranos éxitos de la famosa Wehrmacht, la fuerza armada alemana en la campaña bélica inicial de 1939-40. Nuestra intervención se rentabilizaría con ganancias coloniales a costa quizás de Francia. Nadie pensaba entonces que una de las consecuencias del conflicto iba a ser el fin de colonialismo, esa forma decimonónica y, en gran medida, injusta e inhumana de abordar la gobernabilidad de los pueblos.

Otro sector de nuestro Gobierno pensaba, por el contrario, que la participación plena de España en la guerra era del todo insensata. España no estaba preparada; sus hombres estaban cansados y hartos tras nuestra guerra civil. Era el momento de concentrar todas las energías del pueblo en las tareas reconstructoras y no de embarcarse en una nueva lucha.

Para la mayoría no era popular, pues, el apoyo directo a las potencias del Eje; se pensaba que los débitos a las naciones que formaban éste podían abonarse mediante una actitud benevolente con ellas y con ayudas indirectas, acciones humanitarias…. todo lo más. Además, muchos no estaban convencidos del triunfo final del Eje. ¿Cuál sería la postura definitiva de los todavía neutrales Estados Unidos? La confusa actitud inicial de Rusia, ¿se mantendría una vez consumada la anexión de una parte de Polonia? Japón y China también eran incógnitas no resueltas.

Se ha escrito mucho sobre el tema y creo que podemos sumarnos a los que opinan que la taimada prudencia de Franco permitió a España mantener una situación de “no beligerancia” que fue derivando hacía una auténtica neutralidad; para lograr esto, Franco procedió a varios cambios en la composición del Gobierno que afectaron sobre todo al Ministerio de Asuntos Exteriores.

Esta cambiante posición española, no exenta de ambigüedad, permitió que, pasado un tiempo, cuando las alianzas y enemistades entre las naciones habían variado pero España mantenía el anticomunismo como algo inamovible en su proceder, pudiéramos volver a ocupar un sitio en Europa durante los años del conflicto latente en ella, la guerra fría que, por fortuna, no pasó del estado de amenaza e intranquilidad.

El tema bélico era el preferido en las conversaciones de los casinos, en las charlas de los cafés y hasta en las discusiones familiares. En nuestro clan no nos libramos de ello; recuerdo que Paco, que por entonces estaba acabando el bachillerato, se proclamaba progermánico y yo, por el contrario, manifestaba simpatía por el mundo anglosajón; papá mantenía una neutralidad razonada. No olvidemos que la prensa y la radio de entonces nos daban una información sesgada resaltando las brillantes victorias iniciales de la Wehrmacht y ocultando los puntos negros de la política hitleriana que tanto nos horrorizaron al conocerlos años más tarde. El ataque coordinado de alemanes y rusos a Polonia nos desconcertaba a todos. Polonia, país católico y con una historia desgraciada a causa de las ambiciones de las potencias vecinas, despertaba todas nuestras simpatías.

Como ya os dije, mis estudios de la Licenciatura en Ciencias Químicas en la Universidad hispalense comenzaron en Octubre de 1939 y terminaron en junio de 1943. Vinieron a coincidir con unos años especialmente cruentos de la Segunda Guerra Mundial. Los españoles vivíamos en un clima de inquietud ante la presencia del poderoso ejército alemán en la frontera pirenaica y de fuerzas armadas británicas en Gibraltar; la larga frontera portuguesa podría también suponer riesgos según se desarrollaran los acontecimientos bélicos, pero esto preocupaba menos pues españoles y portugueses, que suelen ignorarse mutuamente, hacía siglos que no tenían la menor intención de llegar a las manos y no había reivindicaciones mutuas que solventar. Alguna vez se organizaban pequeñas manifestaciones en pro de la anexión de Gibraltar y recuerdo una encabezada por una gran pancarta que decía: Que nos den Gibraltar; pensé entonces que podía haberse añadido algo así: “Que nos lo den porque es nuestro, pero no vamos a hacer nada por reconquistarlo, no merece la pena”. Indiscutiblemente, la juventud universitaria no estaba por la labor de participar en el conflicto mundial.

Muchos años más tarde, en 1968, varios compañeros de curso decidieron celebrar las bodas de plata de la promoción y me invitaron a dar la conferencia del acto académico correspondiente. No me resisto a transcribir aquí un par de sus párrafos iniciales que nos ayudarán a situarnos en el ambiente de entonces:

“Vamos a trasladarnos mentalmente al año 1941, ¡quién lo volviera a vivir!, a pesar de las dificultades de la existencia en aquellos años de la posguerra. En aquel viejo caserón de la calle Laraña convivíamos estudiantes de Química, Derecho y Filosofía y Letras. Por supuesto, esta mezcla de estudiantes de diversas vocaciones e intereses tenía una autenticidad universitaria que desdichadamente se ha ido perdiendo de forma inevitable ante el aumento desbordante del alumnado y las exigencias crecientes de la especialización que han llevado a una pluralidad de locales, cada uno con sus instalaciones específicas, y en los que sólo conviven grupos de personas dedicadas al mismo quehacer. Se trata, claro, de una consecuencia del progreso, que tiene también aspectos negativos que van estrechando nuestras miras y limitando nuestros horizontes”. 

Suscribo lo que decía hace cuarenta y tantos años.

La Universidad de entonces no había empezado a experimentar su transformación de Universidad urbana en Campus universitario. Ocupaba en las ciudades una situación central, como la del Ayuntamiento y la Catedral; compartían preeminencia, y los tres poderes, el político, el religioso y el cultural, y los que ostentaban cargos en estos sectores o, simplemente, pertenecían a ellos pululaban por las zonas más céntricas de las ciudades y les conferían un ambiente característico. Las ciudades que tenían Universidad respiraban un aire especial que, en los casos mas notorios -Salamanca y Santiago de Compostela- ha sido glosado por novelistas, poetas e historiadores, pero del que participaban también Sevilla, Granada, Valladolid y así hasta doce capitales pues éste era el número de las que tenían Universidad en aquellos años.

El nacimiento de la Universidad-Campus en España se produce a finales de los años veinte en Madrid, donde ya entonces se hacía notar la insuficiencia del edificio de la calle San Bernardo, sustraído, ¡cómo no!, a los jesuitas por uno de nuestros gobiernos aficionados a estas depredaciones. Parece que a la idea de construir la Ciudad Universitaria madrileña contribuyó, en gran medida, el Rey Alfonso XIII, que cedió terrenos del Patrimonio Real para que se realizara el proyecto y siguió con entusiasmo las fases iniciales de las obras. Sevilla, como también Barcelona, Valencia, Santiago y todas las Universidades viejas y nuevas, se han ido desplazando a la periferia de nuestras ciudades y desperdigando en los campus sus edificios, cada uno para una especialidad.

Los tiempos han llevado inexorablemente a esta situación pero yo no me resisto a recordar aquella mezcla de estudiantes de varias Facultades, de profesores de muy distintos saberes que se encontraban con frecuencia y departían unos minutos entre clase y clase y aquella Universidad implantada en el centro de las ciudades todavía pequeñas. El Catedrático, investido en su toga negra y portando el birrete del color de su Facultad, se encuentra en la plaza apacible, aún no contaminada por el tráfico rodado, con el Dean de la Catedral, que vistiendo larga sotana con algún detalle que lo diferencie de los curas de misa y olla, corre a su misa diaria; ambos cambian impresiones un momento y critican al Excmo. Sr. Alcalde al que ven surgir por la esquina de la calle principal.

Pero esto es más bien un cuadro costumbrista de hace más de un siglo y nada tiene que ver con la realidad actual.

Aun cuando durante los cuatro años que duraron mis estudios de licenciatura coseché magníficas calificaciones, he de insistir en las deficiencias de la formación académica de los que estudiamos en aquellos años. La escasez de profesores de carrera llevó a improvisaciones en la selección de sustitutos que, en muchos casos, no dieron resultado. Sin embargo, hay que reconocer el mérito, rayano a veces en la heroicidad, de muchos jóvenes licenciados que acudieron con generosidad a paliar la gravedad de la situación. El perfil de ellos puede resumirse así: un estudiante brillante de excelentes calificaciones se incorpora al grupo de trabajo de un Catedrático insigne con objeto de realizar su tesis doctoral e iniciar su carrera docente; su proyecto queda interrumpido al ser movilizado en una u otra zona y pasa tres años en las trincheras; tiene suerte y y regresa vivo de ellas, sin males mayores. Se reincorpora a la Universidad donde la actividad investigadora está prácticamente paralizada; no olvidemos que la incorporación de la mujer a los estudios superiores apenas se había iniciado, lo que hubiese podido suplir la falta de mano de obra. El profesor, bajo cuya dirección pretendía formarse, ha desaparecido por jubilación o separación por motivos políticos. Pero alguien tiene que dar las clases, organizar los trabajos prácticos, etc. y se decide recurrir a ese chico listo que tanto prometía. Su labor docente, emprendida así de forma prematura y sin un referente veterano al que recurrir con dudas y apuros, consume todo su tiempo; tiene además que luchar con la Administración en demanda de medios, pero ésta es cada vez más reacia ante la crítica situación económica. Su trabajo personal, el que había de convertirle en auténtico maestro, se resiente, y lo urgente, las clases, la corrección de exámenes, la juntas y reuniones, las obligaciones administrativas, se sobrepone a lo necesario, la profundización en el estudio, el trabajo de su tesis. En muchos casos, su ansiada meta se hace inalcanzable y alguien de las generaciones más jóvenes, a las que el paso del tiempo (el paso alegre de la paz, decía el himno) les ha permitido volver al ritmo pausado de la preparación académica, se le adelanta y él se queda frustrado en un lugar modesto.

Uno de estos salvadores de la Universidad, que ayudaron a sacarla a flote en momentos difíciles, fue Jaime Gracián Tous, que nos impartió la Química Analítica de 1º y 2º haciéndolo con absoluta dignidad y ejemplar dedicación. No entiendo por qué no llegó a Catedrático porque creo que tenía cualidades y preparación para ello. Era un profesor excelente y exigente; recuerdo las muchas horas que pasamos Carlos Rivero Sánchez Romate y yo repasando la marcha analítica (os hago gracia de las explicaciones de este término químico) en el caluroso junio de 1941, en el patio de San Isidoro 24. Carlos, hermano de la que ha sido Presidenta del Rayo Vallecano y es la mujer del conocido empresario Ruiz Mateos, era un jerezano de familia de vinateros de una simpatía desbordante. Jaime Gracián no llegó a ser Catedrático pero pudo satisfacer su vocación química y su capacidad de trabajo como investigador incorporándose al Instituto de la Grasa, centro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas que tantos servicios ha prestado a las empresas agrícolas e industriales de Andalucía.

La Universidad española rememoraba aún algunos de los pintoresquismos descritos en la novela La casa de la Troya y en algunas otras que en algún caso fueron llevados a la pantalla. El prototipo del estudiante vestido de negro jubón, portando guitarra o mandolina o también pandereta, alegrando su atuendo con cintas de colores y mucho más dispuesto a dar una serenata nocturna a una bella santiaguesa o salmantina que a quemarse las pestañas hasta altas horas de la noche sumergido en un grueso volumen que describía los misterios de la Patología médica, el Derecho Civil, la Química Orgánica o la Historia medieval, era ya un recuerdo y, además, nunca había tenido realidad en la Universidad hispalense ni en muchas otras.

Pero persistían ciertos usos que querían hacer ver que la vida no es sólo trabajo y estudio; uno de ellos era el adelantamiento de las vacaciones navideñas al día 9 de diciembre considerando que la fiesta de la Purísima era un buen momento para finalizar el primer trimestre del curso. Don Manuel Lora no pensaba así y quería dar las clases hasta la fecha oficial 21 ó 22 del mes. Otros profesores no seguían este criterio; aceptaban la comunicación de los alumnos del cese de las clases y se despedían hasta después de Reyes.

A Paco Tallada y a mí nos parecía que era una insensatez perder quince días hábiles en materia tan dura y extensa como la Química Orgánica y el día 9 nos presentamos en clase dispuestos a seguir las explicaciones magistrales de D. Manuel; con nosotros entraron en el aula tres o cuatro de las pocas chicas del curso, un religioso marista y alguien más. Fuera, unos treinta o cuarenta compañeros nos abuchearon e insultaron, aunque sin faltar nunca el respeto al profesor. Paco, el más decidido, expresó el deseo de aquella pequeña minoría de cumplir con nuestro deber así como la imposibilidad de hacerlo en aquel clima; protestó de que la institución universitaria no tuviese fuerza coercitiva para obligarnos a seguir el calendario oficial. Don Manuel reconoció la incapacidad de las autoridades docentes para hacernos cumplir nuestro deber.

Suspendida la clase, D. Manuel abandonó el aula en medio de un silencio respetuoso que se quebró para celebrar con burlas y bromas la salida de Paco y yo; ambos decidimos marchar muy despacio par la calle Cuna en dirección a mi casa queriendo demostrar nuestro desprecio por la actitud de los compañeros.

Un grupo de ellos nos siguió a unos metros de distancia profiriendo algunos insultos menores y arrojándonos piedrecillas que nos producían algunas molestias. Nosotros persistíamos en la lentitud de nuestros pasos y decidimos prologar el paseo hasta casa de Paco, que estaba mucho más lejos que la mía; conseguimos aburrir a nuestros seguidores que se dispersaron al fin. Una vez fracasado el intento de regeneración del comportamiento de los estudiantes universitarios hispalenses, volvimos el 8 de enero a ocupar los duros bancos del aula, todos tan amigos como si nada hubiese pasado. Nos encontramos con la sorpresa de que D. Manuel en sus explicaciones se saltó el contenido de las cinco clases perdidas en diciembre y tuvimos que recurrir a los libros para aprender lo que eran los alcoholes y los éteres que constituían la materia de las clases no dadas.

La Universidad ocupaba la mayor parte de nuestro tiempo pero disponíamos de bastante para reunirnos la pandilla que se formó con algunos compañeros de bachillerato como Candau y Rojas y otros que también cursaban carreras universitarias como Manolo Tallada, hermano de Paco, brillante alumno de Derecho; recuerdo también a los hermanos Planas, José Ramón y Domingo, y a Diego de la Concha. Claro que había en la pandilla un número parecido de agraciadas féminas: las hermanas Escribano, Maruja y Paquita, Sacramento Monzón, Mariaema Martínez Suárez, Mercedes Rojas y alguna más. De Mariaema fui novio algo así como un año y medio hasta que dimos por terminadas las relaciones el verano de 1942. Ninguna de las chicas cursaba estudios universitarios ni creo que de ningún otro tipo y me parece que alguna de ellas no había seguido los de bachillerato (recordad que mi hermana Maruja sí los hizo). Los usos de la época diferenciaban el nivel cultural exigible a los hombres y las mujeres de la clase media.

Solíamos pasear por el parque de María Luisa en número próximo a la docena y recalar en los bares que hay al extremo de la plaza de América. Las relaciones del grupo se intensificaban, como es lógico, en Semana Santa y Feria, festividades que vivíamos con entusiasmo. En verano llegaba a producirse la dispersión, pues ellas estaban obligadas a pasarlo con sus padres y ellos en muchos casos también, aunque a veces conseguían una ligera subvención que les permitía ver a sus amadas algunos días. Tal fue mi caso en 1941 año en el que veraneé algunas semanas en Cádiz, acompañado por Eusebio Rojas y debido a que Mariaema pasaba allí el mes de agosto. Como comentaré ahora, nuestros deberes militares cambiaron por completo nuestra vida veraniega.

En aquellos tiempos, la vida de los muchachos jóvenes estaba muy condicionada por la prestación del servicio militar, entonces obligatorio. Tengo que confesar (y sé que algún lector me va a retirar el saludo por ello) que soy partidario de que así fuese, en desacuerdo con mi jefe político José María Aznar. Desgraciadamente, la patria, de vez en cuando, se ve implicada en un conflicto bélico y los hombres en edad de defenderla tienen que tener un mínimo de preparación para ello; los hombres y también hoy, ¿por qué no?, las mujeres -dada la dichosa igualdad que hoy consume tanto papel y tanta palabra oficial incluyendo no pocas bobadas inútiles-. Pero, además, el servicio militar llevaba implícito un acercamiento temporal de jóvenes muy diferentes: cultos unos, analfabetos otros, con medios de fortuna unos y viviendo al nivel de subsistencia otros, con un ambiente familiar feliz unos y de familias deshechas otros; en fin, ponía en contacto el mundo rural con el urbano, aumentando el aprecio y respeto mutuos. El servicio militar obligatorio ha prestado grandes beneficios a las clases más necesitadas del campo y la ciudad, contribuyendo a la erradicación del analfabetismo y descubriendo en muchos jóvenes capacidades para varios oficios y trabajos.

Claro está que las cosas han cambiado y el Ejército se ha tecnificado en un grado que exige una dedicación permanente de pocos, más bien que una preparación superficial de la mayoría. Pero debe haber soluciones intermedias de modo que todos sintamos que la patria puede necesitarnos en algún momento y tenemos que estar preparados. Y perdón por esta perorata patriotera que puede parecer impropia del siglo XXI.

Por mi parte, me siento orgulloso de haber hecho el servicio militar y de mi estrella de alférez de complemento, si bien pienso que mi prestación fue demasiado larga y un acortamiento me hubiese venido de perlas para mi preparación profesional.

Lo escrito me sirve de prólogo para deciros algo de una invención del régimen franquista, a mi juicio acertada, que tuvo una vigencia corta: la Milicia universitaria, de la que formé parte.

No hay que olvidar que vivíamos en un clima militar ya que hacía muy poco tiempo que había acabado nuestra guerra civil y que el Jefe del Estado y varios miembros del Gobierno eran militares. Pero además, sobre nuestras fronteras pirenaicas, portuguesas y marroquíes, así como sobre nuestras islas, planeaba la amenaza de la guerra europea. Teníamos que estar preparados para una numerosa llamada a filas; si esto ocurriese, no había suficientes oficiales de carrera y era preciso disponer de los llamados de complemento para atender ese crecimiento brusco de las fuerzas armadas. Era lógico reclutar esta oficialidad en el mundo universitario.

Pero como tampoco convenía que los estudiantes consumieran mucho tiempo haciendo el servicio militar, se dispuso que éste, en la Milicia universitaria, durase un año, cuya primera mitad se dedicaba a la preparación teórico-práctica en dos trimestres de verano al terminar el segundo y el tercer curso de las carreras universitarias; al acabar estos trimestres, éramos nombrados respectivamente sargento y alférez de complemento. Una vez terminada la carrera, había que realizar un semestre de prácticas en un regimiento. De esta forma el tiempo sustraído a la preparación profesional de las carreras civiles era mínimo, aunque se sacrificaban dos veranos de vacaciones sustituyéndolas por la dura vida campamental; creo que este baño de disciplina militar no le venía mal a la clase privilegiada de universitarios.

El primer cursillo trimestral de la Milicia universitaria lo hice en La Granja de San Ildefonso de la provincia de Segovia; a los alumnos que habían terminado el segundo curso de la carrera nos incorporamos los de cuarto no movilizados con anterioridad; en mi curso esto nos afectaba a tres o cuatro. El segundo cursillo lo realizamos en la playa de las Chapas de Marbella. Este pueblo no había sufrido aún su transformación en ciudad de veraneo y la citada playa era aún virgen, los bosques de pinos y eucaliptos llegaban hasta la misma arena, no había chalets ni hoteles y en los ratos de asueto la disfrutábamos en exclusividad.

Esta segunda etapa campamentaria fue la primera para mi hermano Paco, que había terminado el segundo curso de Derecho. Nos veíamos en la playa y él nadaba hasta alcanzar una zona en la que el terreno subía de nuevo y volvía a “hacerse pié” después de haberlo perdido algunas decenas de metros. Yo nunca me atreví a ello pues siempre he sido algo miedoso ante las procelosas aguas del océano.

Un día de mediados de agosto fuimos avisados de que teníamos una llamada telefónica urgente. Acudimos a la centralita de campaña y papá nos comunicó que acababa de morir el abuelo; nos instó a que pidiéramos permiso para asistir al entierro y al funeral. Nos fue concedido el permiso y nos fuimos a Sevilla por un par de días.

No recuerdo si comentamos durante el viaje la nueva situación del clan.

         Besos y abrazos de



                                                     Rafael

sábado, 29 de octubre de 2011

Carta XXII

Querida familia:

Como os he recordado con anterioridad, Franco sentía una profunda antipatía por el régimen de partidos al que atribuía la causa de todos los desastres que había sufrido España en los últimos tiempos. Por eso no podía soportar la dicotomía de tradicionalistas y falangistas, las dos fuerzas más activas de las gentes que los apoyaban; porque estas fuerzas, además de ser las más entusiastas en proporcionar voluntarios para los frentes de batalla, eran también las que más se movían en la retaguardia con proyectos de futuro acomodados en cada caso a los correspondientes ideales entre los cuales había substanciales discrepancias. Todo ello podía dañar el esfuerzo bélico, lo único verdaderamente urgente en aquellos momentos. Tomó Franco entonces una curiosa resolución: unificar las dos citadas fuerzas por un decreto creando la Falange española tradicionalista y de las JONS, que habría de constituir el soporte político del nuevo Estado español. Parece que contaba con el beneplácito de pequeños grupos de  tradicionalistas y de falangistas, que pensaban más en la salvación de la patria que en la imposición de sus ideas políticas, y con el apoyo de la gran masa de personas de la derecha y del centro que confiaban en el Ejército y en su Jefe supremo.

Desde luego que la solución ideada para la resolución del problema político era artificial y los más cualificados pensadores de uno y otro grupo seguían elaborando sus proyectos para, tras la llegada de la paz, llegar con su desarrollo a una mejor España nueva. Pero, por el momento, el reciente soporte legal les obligaba a actuar al unísono.

Una consecuencia menor del decreto de unificación fue la uniformización del uniforme: en el nuevo atuendo se incluían las dos prendas que caracterizaban a uno y otro grupo político: la boina roja de los requetés y la camisa azul de la Falange. No recuerdo hasta qué fecha se toleraron las vestimentas específicas previas pero sí estoy seguro de no haber adornado nunca mi cabeza con la consabida boina colorada, de la cual no existía ningún ejemplar en San Isidoro 24 para desconsuelo de mis primos Álvarez-Ossorio y Fernández-Palacios, acérrimos defensores de que los descendientes de Don Carlos vinieran a regir los destinos de España.

Franco promulgó el citado decreto muy pronto, cuando la guerra no había completado aún su primer año; en el decreto se incluía la disolución de los restantes partidos y quizás por ello papá abandonó toda actividad política. Creo que yo también me desligué pronto de mi actuación como flecha. Mis recuerdos del difícil año 1938 son muy imprecisos; la guerra vivía sus fases más decisivas y sangrientas en las remotas tierras bañadas por el Ebro, y Sevilla seguía estando lejos de los campos de batalla más activos. Vivimos con alegría la llegada de las fuerzas nacionales al Mediterráneo por la localidad levantina de Vinaroz en la primavera. Este hecho y la conquista de Lérida y Castellón anunciaban el triunfo final de los nacionales que, sin embargo, tardó aún un año en producirse.

Yo perdía el tiempo sin que me acuciara todavía la preparación de mi futuro universitario en aquel comienzo del curso 1938-39, mientras mis hermanos seguían con regularidad sus estudios del bachillerato en el colegio, que volvía a ser de los jesuitas. Les fueron devueltas a la Compañía de Jesús sus antiguas posesiones y, en una fecha que no recuerdo, recuperó ésta su antiguo edificio de Villacís en la Campana. Creo que me veía con frecuencia con algunos compañeros de clase: Eusebio Rojas, José María Candau, Modesto Cañal, pero aún no se había formado la pandilla, agrupación indispensable para la vida juvenil entonces y ahora; tampoco creo que había llegado el momento de la aproximación al otro sexo; ellas iban todavía por su cuenta y nosotros por la nuestra.

Los rojos esperaban que se produjese la conflagración europea, latente desde hacía tiempo, y que esto les favorecería; esta expectativa aumentó bastante su capacidad de resistencia pero la victoriosa campaña de Franco en Cataluña en enero de 1939, con la caída sucesiva de Tarragona, Barcelona y Gerona, presagiaba el inmediato final de la contienda. Éste, como es sabido, lleva la fecha del 1 de abril de 1939, en la que se emitió el último parte de guerra, único firmado por el propio Generalísimo, que terminaba con la esperada frase: “La guerra ha terminado”.

Ya que estaba previsto que la Universidad abriera sus puertas en el otoño siguiente, empezó a preocuparnos la preparación del examen de ingreso en ella; su aprobación era requisito indispensable para emprender estudios superiores. Nos reunimos un pequeño grupo de antiguos compañeros; creo que fuimos tres: José María Candau, Fernando Solís y yo. Decidimos solicitar a don Germán, que había sido nuestro inspector en los cursos tercero y cuarto de Bachillerato, que nos guiara en la preparación de la citada prueba y tras su aceptación iniciamos las clases a comienzos de la primavera. Recuerdo que algunas las dimos en casa, quizás en el llamado despacho de abuelo, pero la mayoría tuvieron lugar en la casa palacio de los Solís, al final de la calle Cuna e inmediato al edificio entonces ocupado por la Universidad en la calle Laraña, hoy dedicado a otros fines. Creo que nuestra vuelta a los libros de texto fue acogida con entusiasmo compartido por el excelente don Germán, que nos exigía mucho ante la incertidumbre sobre los criterios del tribunal examinador. Pero mis recuerdos más vividos de estas renovadas jornadas estudiantiles se refieren a lo que hacíamos cuando don Germán finalizaba su tarea y se marchaba; se unían a nosotros los tres hermanos menores de Fernando: Rafael, Manolo e Ignacio, y organizábamos un juego algo salvaje y cruento; con alfileres pequeñitos y hojillas de papel de fumar, que aplicábamos a aquéllos formando un cono, fabricábamos unas flechitas que arrojábamos a los brazos de los contrarios, una vez distribuidos en dos grupos enemigos; pequeñas gotas de sangre eran el fruto de esta liviana salvajada que hubimos de suprimir porque las manchitas rojas que aparecían en las camisas condujeron a la reprobación del jueguecito por parte de las personas mayores.

En julio sufrimos el examen de ingreso en la Universidad con pleno éxito de los tres. Se trataba de una prueba oral, ya que el número no muy elevado de aspirantes al ingreso así lo permitía.  Muchas veces, en mi vida profesional, he pensado que la ausencia de pruebas orales es un fallo lamentable para la formación de los universitarios. Del tribunal que me examinó recuerdo a dos de sus miembros; el Dr. Bozal, que pertenecía a la Facultad de Filosofía y Letras y enseñaba Geografía, y don Manuel Lora Tamayo, que, andando el tiempo, llegó a ser mi maestro y casi mi segundo padre, pues a su enseñanza y a su afecto debo todo lo que he sido en la Universidad española. Creo recordar que don Manuel me preguntó algo sobre la naturaleza química de los azúcares y que contesté correctamente.

Aquella primavera de la que no sé por qué tengo recuerdos muy borrosos, debió ser esplendorosa. La Semana Santa, que empezaba al día siguiente del último de la guerra, fue magnífica y lo mismo debió ocurrir con la Feria unos días después. Yo, a mis diecisiete años, me permitía ya alguna copa de más y debí pasarlo en grande.

Tío Rafael y su familia regresaron a Madrid y parece que encontraron en buen estado su piso en la Castellana, esquina a Fernando el Santo. Siguió el tío con sus viajes Sevilla-Madrid para atender a su empresa de Riegos Asfálticos y en uno de los primeros le acompañé con objeto de conocer la deteriorada capital de España. El viaje fue en un automóvil que había quedado malherido en la guerra; decir que andaba era una manifiesta exageración. Venían con nosotros dos empleados del tío que eran hermanos. El más joven, de nombre Otto, era el chofer; a poco de salir, el coche dio muestras de una notable insuficiencia; la gasolina no pasaba del depósito al carburador y el conche se paró. La cosa se solucionó con un tubo de goma, uno de cuyos extremos se introducía en el tanque y se chupaba por el otro que se metía rápidamente en el carburador procurando no tragar gasolina. Pero una vez consumida la porción trasvasada, el coche volvía a sus andadas, es decir, a negarse a andar. Por fin se decidió que el hermano de Otto siguiera el viaje montado en la aleta del vehículo y chupando a ratos la gasolina para suplir el fallo en su trasvase. No había peligro para él, aunque quizás lo hubo de intoxicación, pero no recuerdo que ésta se produjera. La velocidad que debía ser de unos treinta kilómetros por hora no daba ocasión a coger un simple resfriado, el tráfico era casi nulo y por este sistema de tracción en parte mecánica y en parte humana logramos llegar a Madrid en unas trece o catorce horas por una carretera cuyo trazado no ha variado mucho, que manifestaba con claridad la necesidad de que Riegos Asfálticos S.A. volcara en ella su producción completa.

Los españoles que cursaban estudios universitarios habían perdido tres años a causa de la guerra y los que pretendían iniciarlos de uno a tres, dos en mi caso. La escasez de profesionales que, por ello, se iba a originar debía ser evitada, al menos en parte, en beneficio de la reconstrucción de la patria. Además, muchos de los que apenas habían iniciado sus carreras habían sido promovidos a oficiales provisionales del ejercito tras unos cursillos breves que trataban de cubrir las exigencias de oficialidad; muchas bajas se produjeron entre estos, pero a los que sobrevivieron se les presentaba la oportunidad de transformarse en oficiales de carrera con unos estudios no muy largos; por tanto, se les ofrecía un porvenir seguro que contrastaba con la readaptación a la vida universitaria, la revisión de lo poco o mucho ya estudiado, varios años hasta licenciarse y un cúmulo de incertidumbres hasta lograr un puesto digno en la vida civil. Muchos abandonaron las carreras interrumpidas y optaron por la milicia.

Las medidas que se adoptaron fueron más bien perjudiciales para la formación de buenos universitarios. Se realizaron en aquel verano de 1939 exámenes extraordinarios para aquellos que tenían asignaturas pendientes cuando se inició la guerra; alguien, con malévola intención, los calificó de exámenes patrióticos, significando con ello la levedad de las exigencias de los tribunales o profesores, sobre todo si el examinando lucía una o dos estrellas en las mangas de su uniforme, que vestía a posta en ocasión tan poco adecuada para ello. Creo que estas críticas eran exageradas pero algo hubo, sobre todo con aquéllos a los que faltaban una o dos asignaturas para acabar la carrera.

Para los que empezábamos, se ideó algo tanto o más discutible que lo anterior; los llamados cursos intensivos: se modificó el año académico para que en él se dieran dos cursos en vez de uno. Para ello, se habilitaron como días lectivos los últimos de mayo, todo el mes de junio y algunos días de julio, demorándose los exámenes de lo que sería el segundo curso a la segunda quincena de julio. Creo que también fueron lectivas las últimas semanas de septiembre y quizás algunos días rebañados a las vacaciones navideñas y primaverales. Los exámenes del primer curso fueron programados para febrero. Los profesores tenían que reducir sus programas a unos dos tercios de su contenido habitual, eliminando los temas menos fundamentales o abreviando su tratamiento. La opción a seguir estos cursos se daba sólo a los que habían perdido alguno a causa de la guerra y se podía renunciar a ellos inscribiéndose en el curso normal más completo y más dotado de vacaciones.

La Universidad había sufrido una sensible pérdida de profesorado ya que una parte de éste había sido sancionado con la separación del cargo por motivos políticos, si bien, esta medida fue más tarde en parte abolida y muchos de los castigados pudieron reincorporarse. Por otra parte, las cátedras vacantes por jubilaciones o fallecimientos no habían sido cubiertas durante los años del conflicto bélico. El plan de las nuevas dotaciones previsto para atender a las modificaciones de los planes de estudio fue paralizado. Por todo ello, en nuestra Facultad sólo había tres Catedráticos; don Patricio Peñalver, de Matemáticas, don Francisco Yoldi, de Química Inorgánica, y don Manuel Lora Tamayo, de Química Orgánica, trasladado hacía poco de la Facultad de Medicina de Cádiz. Se habían jubilado en los años de cierre mi tío Luis Abaurrea, de Física, y don Mariano Mota Salado, de Química general, el cual, sin embargo, tuvo que aceptar el cargo de Rector ante la escasez de candidatos. Don Pedro Castro, de Biología y Geología, había sido separado por pertenecer al bando rojo; años más tarde fue repuesto en su cátedra. Estaban vacantes las cátedras de Física, Química Analítica y Química Técnica y en fase de dotación la de Química Física.

D. Patricio Peñalver, excelente profesor y extraordinaria persona, hizo ímprobos esfuerzos para contraer en un tercio los cursos de Matemáticas I y II, que nos impartió en los dos cursos intensivos de 1939-40. D. José Arias de Olavarrieta, que había sido vicepresidente de la junta rectora de nuestro colegio y que tenía poca experiencia en la enseñanza superior, nos dio unos comprimidos de Geología y Biología. Peor nos fue en Física; creo que la búsqueda de un encargado de curso no tuvo éxito hasta fechas en las que ya debían haber empezado las clases. La Química general y la Química Inorgánica I nos fueron impartidas por el profesor Yoldi. Yo saqué Matricula de Honor en todas las asignaturas. Lo mismo ocurrió con dos compañeros: Carlos Gómez Herrera, hijo de tía Amparo, hermana de tío Paco, al que ya me he referido en una carta anterior, y Paco Tallada Cuellar, con el que me unió desde entonces una entrañable amistad continuada luego en Madrid durante nuestros estudios de doctorado. Los tres solíamos “repartirnos” las máximas calificaciones en casi todas las asignaturas de la carrera. En fin, mi debut en la Universidad puede considerarse un éxito pero las lagunas de nuestra formación académica fueron ciertamente importantes.

Estos buenos inicios del año 39: la paz, la reapertura de la Universidad, mi exitoso ingreso en ella, la brillantez de las fiestas primaverales, un verano sin la acuciante preocupación por la existencia de los frentes de batalla... nos colmaban de esperanza y alegría. Pero en esta estación estival cambiaron las tornas en Europa y en España y también en el discurrir de la existencia del clan Pérez González.

Las relaciones entre las naciones europeas se ensombrecían con rapidez; Hitler incorporaba a su patria alemana regiones de otras naciones e incluso naciones enteras; Mussolini, con mayor o menor entusiasmo, respaldaba el proceder de su aliado; Stalin, cual ave rapaz, observaba la descomposición de la Europa occidental con intención de lanzarse en el momento oportuno sobre la presa más débil y asequible. Las potencias occidentales daban muestras de debilidad. Y España podía ser zarandeada por unos u otros dada su situación de país arrasado por su recién acabada guerra civil. Recuerdo que uno de aquellos días calurosos de aquel estío paseábamos José María Candau y yo hablando de la situación mundial; él estaba muy nervioso y me recriminaba mi actitud tranquila: “Pero, ¿no te das cuenta de que mañana o pasado podemos estar inmersos en una guerra mundial?”. Recuerdo que le contesté, deletreando despaciosamente la respuesta, algo así como: “Yo no me pongo nervioso ante lo que no depende de mi decisión. Si estuviera en mis manos algo que yo pudiera evitar sí estaría como un manojo de nervios”. Por alguna razón que no he logrado explicarme nunca, no he olvidado esta conversación. La guerra empezó el uno de septiembre; Hitler y Stalin llegaron a un acuerdo increíble para invadir y esclavizar Polonia y comenzó la devastación de Europa, la más horrible de su existencia ensangrentada.

No fueron bien las cosas en el clan de San Isidoro 24. En aquel otoño, en fechas que no recuerdo, enfermó y murió la abuela Severiana, creo que de una afección hepática; tenía setenta y uno o setenta y dos años. Mis recuerdos de los aconteceres de aquellos días son muy imprecisos, quizás esta muerte me parecía algo natural pues su edad era considerada avanzada en aquellos años. El abuelo Rafael acentuó desde entonces su condición de sombra silente; tía Salud y papá, que habían estado tan unidos a su madre, se daban cuenta, además, de que aquella muerte anunciaba la disolución del clan.

En los últimos meses del año 39 se le presentaron a papá los primeros síntomas de una grave enfermedad, que lo tuvo a las puertas de la muerte y que no hizo crisis hasta bien entrado 1940; todo el invierno estuvo mal y empezó a salir en Semana Santa con breves escapadas para ver algún que otro paso en las proximidades de casa. Ya os he contado algo de esto y os he comentado las visitas, casi diarias, de Manolo Giménez durante la convalecencia de papá, que tanto contribuyeron a interesarme por los temas políticos. Yo no recuerdo haber rezado nunca con más fervor y, con perdón, con más exigencia a Dios; yo no podía soportar la pérdida de mi padre tras haber sufrido la de mi madre, tan pequeño. Gracias a Dios papá se recuperó totalmente y vivió veintiséis años más.

En estas fechas en las que empezaba para España el difícil camino de la posguerra, en las que yo iniciaba mi vida universitaria y la familia se reponía de los males que la vida concentra a veces en pocos meses, pongo punto final a esta carta con los besos y abrazos de siempre.



                          Rafael

jueves, 27 de octubre de 2011

Mingo

Querida Familia:

Durante cierta época de mi vida he dedicado muchas horas vacacionales a la confección de puzzles. Es entretenido y saludable ir viendo aparecer barcos, catedrales, castillos, cuadros, etc., mediante el ensamblaje de pequeñas piezas coloreadas de cartón. Al final, una bella lámina y una sonrisa de triunfo al haber logrado ordenar quinientos, mil, tres mil y hasta cinco mil trocitos de cartón. Pero, a veces, sin saber porqué, uno de ellos desaparece, su búsqueda no tiene éxito y el cuadro queda afeado por el hueco vacío. El deslucimiento del resultado es muy superior al que podría deducirse matemáticamente de la pérdida de una pieza entre miles.

Me parece que una familia extensa, un clan, como me he acostumbrado a escribir en esta correspondencia, si está constituida sobre bases firmes, es como un puzzle en el que cada pieza conecta e influye en las contiguas y, siguiendo este proceso, se llega a construir un cuadro armónico y bello pero, si una pieza se pierde, su hueco repercute en todo el conjunto deslavazándolo y empobreciéndolo.



Algo así me ha sugerido estos días pasados la muerte de Mingo que, acaso por la distancia, yo no creía que estuviese tan próxima hasta que la información de José Ramón de su última visita a nuestro hermano y la confirmación de su gravedad extrema que me dio su hija Mercedes me hizo llegar a la convicción de que el mal era ya irreversible.



Dice un amigo mío que la muerte de un hermano produce un desgarro especial que no es que sea mayor que el que se da cuando se muere alguien de las generaciones anterior o posterior a la nuestra (este último caso se ha dado hace poco, por desgracia, en la familia). Te arrancan, en el caso del hermano, alguien que está muy pegado a tus recuerdos, que ha vivido experiencias como las tuyas, en ambientes parecidos, que ha ido avanzando en la vida a un paso similar al tuyo. La pieza del puzzle familiar ha desaparecido y el cuadro representado en él queda irreversiblemente incompleto. Tiene razón mi amigo: la muerte de un hermano nos marca de una forma especial, única.



Mingo disfrutó durante unos poquitos años de las prerrogativas de ser el pequeñín de la casa en los tiempos de Progreso 1, porque los sucesivos embarazos de mamá no llegaban a buen fin. Su belleza, que conservó a lo largo de toda su vida con las adaptaciones que impone la edad, contribuía incluso a que se le permitieran caprichitos inocentes. Su carácter contrastaba con la austeridad que siempre acreditaba a Paco y, buscando una característica que definiera a cada uno, quizás la mía fuera ser la cabeza mandante y responsable de la pequeña troupé. Cuando las trágicas circunstancias nos llevaron a San Isidoro 24, aumentó en dos (los Tello) el número de componentes de aquella; José Ramón aún no contaba.



Pero por encima de los caprichillos, mostró Mingo desde pequeño una desbordante bondad que expandía con naturalidad a su alrededor. Su gusto por la vida, por la alegría y el contento era siempre participativo; como decía papá, le gustaba “pasarlo bien” en cada etapa de la vida, en cada momento de su existencia pero también que lo  mismo sucediera a los que le rodeaban. La maledicencia, la ironía hiriente, los dichos irritantes, las críticas malévolas, nunca tuvieron cabida en él. Todo ello sumado a su guapura, su impecable presentación, que él cuidaba al máximo, le hizo ser muy bien recibido en todos los ambientes que frecuentó.



Como ya os conté, Mingo, al igual que Paco, Enrique y yo, entró en el colegio de Pajaritos en 1932; allí cursó los preparatorios y los primeros años del Bachillerato que terminó en el colegio de Villacís cuando éste le fue devuelto a la Compañía de Jesús por uno de los primeros gobiernos de Franco; sus estudios secundarios fueron muy brillantes, aunque no los continuó después con los superiores y se dedicó a los negocios de construcción que empezó a desarrollar tío Rafael tras la compra a la familia Fernández-Palacios de la finca Santa Teresa y la subsiguiente urbanización de sus terrenos.



Allá a mediados de los años cuarenta, coincidiendo con los últimos coletazos de la segunda guerra mundial y con las crisis políticas y económicas que se sucedieron, nos planteábamos los hermanos los problemas de siempre: caminos profesionales a seguir y elección de compañera con la que recorrer a gusto y con seguridad este difícil camino de la vida. En la resolución de este segundo problema distingo dos tipos humanos masculinos: el vacilante, que intenta una aproximación, que no cuaja, la sustituye por otra u otras, cosecha algún que otro fracaso hasta llegar a la solución final; y el que desde el principio concentra su atención en una determinada persona, única que la merece, y tras cortos o largos años de noviazgo llega a la anhelada unión. A este tipo pertenecía Mingo, que desde que conoció a Amparo supo que era ella y no podía ser otra la compañera que le tocaba en suerte. Y esta última frase hay que tomarla en su sentido estricto pues Amparo unía a su belleza grandes cualidades de bondad, simpatía, buen hacer doméstico, cariño a los suyos, etc. que ha desplegado con amplitud durante más de cincuenta años de vida matrimonial.



Quizás se le pueda achacar a Mingo como defecto lo que acaso no merezca esta calificación: se negaba a dar fin a una situación placentera o simplemente divertida, la alargaba al máximo posible hasta la rendición por cansancio de los demás. Y esto podía ocurrir con una partida de dominó con los amigos, ante una copa de vino con un grupo de estos o en el seguimiento de un paso de Virgen que se retiraba a su templo al filo de la madrugada, pero sobre todo en las noches de Feria cuando el cante y el baile se hacen más jondos. Eso sí, en este último caso, nunca perdía la compostura y sabía, como ocurre con los buenos sevillanos, mantenerse a cubierto de excesos reprobables.



Recuerdo un par de anécdotas: uno de los últimos días de Feria habíamos prolongado más de la cuenta la estancia en la caseta donde el cante y el baile estaban alcanzando niveles de excelencia. Yo y desde luego Mingo estábamos aún en edad de recibir reprimendas paternas en caso de propasarnos en nuestro proceder.



Por fin decidimos marcharnos y emprendimos el regreso a pié, calle San Fernando, la Avenida, plazas de San Francisco y del Salvador ya iluminadas por la amanecida. Al avistar nuestra casa vimos en un balcón a papá en pijama, con los pelos enhiestos y hecho un auténtico basilisco; recibí la única bronca dura que recuerdo de nuestro mansísimo padre mientras Mingo se semiocultaba a mis espaldas descargando en mí la responsabilidad por el prolongado retraso.



En otra ocasión, también ferial, seguía Mingo empeñado en continuar la juerga flamenca y Amparo, ya con algún año de noviazgo a sus espaldas, estaba vencida por el cansancio. Al observarlo, me ofrecí a acompañarla a su casa arrastrando con nosotros a algún miembro jovenzuelo de la familia; recuerdo que Mingo cogió un enfado infantil al comprobar la poca resistencia de su futura ante las exigencias del flamenquismo.



Si he calificado antes de defecto este afán de alargar los momentos felices, rectifico: disfrutar sanamente es bueno y hacer disfrutar a los demás es aún mejor, y esto lo supo hacer Mingo muy bien.



Mi despegue de la vida familiar se produjo en el verano de 1943 coincidiendo con el final de mis estudios de Licenciatura en Ciencias Químicas. En estas fechas ocurrió también la muerte de abuelo, acontecimiento que me he propuesto dé fin de esta correspondencia como veremos en otra carta. Mi servicio militar como alférez de complemento debería haber durado seis meses pero las graves circunstancias mundiales, con Europa inmersa en la peor guerra de su historia, hizo que se prolongara hasta dos años; yo los pasé, en su mayor parte, destinado fuera de Sevilla. Al fin, a principios de 1946 pude trasladarme a Madrid a realizar mi tesis doctoral; comienza, con ella una época en la que la convivencia con mis hermanos se limitó a los días vacacionales.



Los años en los que Mingo se insertó más firmemente en la vida social sevillana me cogieron lejos; dejé de ir a la Feria aunque casi nunca falté a la Semana Santa. No puedo, por tanto, analizar su gestión como Secretario del Círculo de Labradores y Propietarios, entidad tan esencial en la vida de la sociedad hispalense. Ni tampoco el desempeño del cargo de Hermano mayor de nuestra Hermandad del Santísimo Cristo de la Expiración, que sirvió durante varios años y que tanto ha significado en su vida. El Cachorro guardará las cenizas de Mingo en la cercanía del altar donde le rinden culto los trianeros y los sevillanos. Recuerdo ahora con emoción los tres o cuatro años anteriores a los que acabo de comentar, en los que los cuatro hermanos abríamos el desfile procesional escoltando a la cruz de guía portando cuatro hermosos faroles repujados.



Cuando ya el noviazgo de Mingo y Amparo estaba consolidado se inició el mío también en tierras de Andalucía. Fue en las playas onubenses de Punta Umbría durante el veraneo. Cuando Amparo se enteró, tuvo la gran idea de invitar a Alicia en la primavera siguiente a su casa a pasar la Semana Santa. Desde aquellas fechas, ellas han estado muy unidas por el cariño y la amistad hasta el punto de que yo, y quizás también Mingo, pensé en llamarles la atención y hacerles ver que los hermanos éramos nosotros y no ellas. Mi recuerdo emocionado se dirige ahora a las muchas veces que Amparo y Mingo nos han acogido en su casa en cortas visitas a Sevilla para participar de acontecimientos familiares. No faltaron, en estas breves estancias, los paseos de Alicia y yo, acompañados siempre por Amparo, por las viejas calles sevillanas para empaparnos de nuevo en sus aromas y sus sentires que exhalan todavía los patios que van quedando.



A Mingo, últimamente, resultaba difícil arrancarlo de su casa aunque al final lo conseguíamos y nos acompañaba a degustar unas tortillitas de camarones, algo de pescadito frito y un buen tinto, que Mingo sabía elegir como pocos. Me llegan a la memoria con dolor, los bares en que nos sentábamos los cuatro, que se desparraman por la calle Reyes Católicos y, cruzado el puente, por la entrada de Triana.



Me lo imagino presentándose ante Dios Padre, vestido de nazareno de El Cachorro, al brazo el capirote para dejar ver su rostro, portando en su mano la vara de Hermano Mayor solicitando su Divina Misericordia, aportando su vida recta y pidiendo que sus pecadillos sean compensados con los servicios que prestó a su Hijo en la que fue su Hermandad.



Y con el recuerdo emocionado de Mingo os envío besos y abrazos, en particular para Amparo, Mercedes, Mingo y Amparito y a sus hijos de,



                            



                                                Rafael





N.b. Cuando iba a entregar este escrito a mi hija Mercedes para que lo pusiera en letras de molde y lo difundiera entre vosotros, me comunica José Ramón la muerte de Maruja. Sabía que el deterioro de su salud era muy acusado pero no esperaba un proceso tan rápido que le llevara, como así ha sido, a una muerte tan inmediata a la de su hermano. He preferido, sin embargo, no alterar el texto que antecede, que quiero que quede como cariñoso recuerdo de Mingo. Y si Dios me da salud y vida (frase muy repetida por papá) algo más escribiré sobre la otra pieza perdida del puzzle familiar: Maruja.