viernes, 27 de mayo de 2011

Carta XVI


Querida familia:

Todo sevillano de pro reserva en lo más profundo de su corazón, en el lugar más recóndito, un altarcito íntimo donde dar culto a su Cristo, a su Virgen, a la advocación cristológica o mariana de su Hermandad,  de su cofradía de nazarenos en la que fue inscrito cuando todavía no sabía hablar y la que le despedirá de este mundo cuando ya no pueda decir palabra. Por lo tanto, no se puede escribir de Sevilla, de gentes que nacieron, vivieron y murieron en Sevilla sin referencia a la maravillosa Semana Santa de nuestra capital. Por supuesto que no pienso hacer una historia de esta manifestación religiosa, artística y cultural; todos sabéis que hay una amplia bibliografía sobre el tema y mi modesta pluma poco podría aportar. Me limito a contaros cómo viví la Semana Santa, en particular en la azarosa década de los treinta del siglo pasado, que tanto hizo sufrir a los capillitas.

Quiero decir, en primer lugar, que para sacarle a la Semana Santa todo su sabroso jugo hay que tener un sentido religioso de la vida porque, como es obvio, se trata de la forma como los sevillanos proclaman su adscripción al credo cristiano; no deben desorientarnos ciertos pintoresquismos, alguna vez extemporáneos, que han hecho mella a veces en gentes de otras latitudes. Se trata de una manifestación de fe cristiana, eso sí, expresada a la andaluza.
           
Además, al sentido religioso hay que añadir la sensibilidad artística indispensable también para saborear nuestra fiesta sagrada. Todas las artes mayores y menores, salvo quizá la pintura que es arte de espacios interiores, se ponen de acuerdo para rememorar la Pasión de Cristo Redentor. En primer lugar, la escultura, en especial la del periodo barroco, cuyo ejemplo ha seguido produciendo imágenes que siguen sus patrones hasta la época actual. Pero también la Arquitectura, porque ¿no es una obra de arte sacar a la calle los pasos de la cofradía de San Esteban a través de una bellísima portada ojival por la que, desde luego, no caben? Y, como sabeis, hay muchos ejemplos más.

La Música, el arte más misterioso de todos, ha dado una serie de marchas procesionales de gran belleza que, junto a las adaptaciones de otras procedentes de óperas o sinfonías, acompañan a muchas de nuestras Vírgenes en su recorrido callejero.

La voz humana contribuye  también con la saeta, ese enigmático cante sobre cuyo origen vienen devanándose los sesos muchos escritores sin que, al parecer, hayan llegado a una conclusión definitiva. La voz quebrada, rota, parece indispensable para ser cantaor de saetas y las voces educadas, al querer imitarla, han cosechado rotundos fracasos.

La contribución de muchas artes menores es también muy relevante. La orfebrería produce una bella variedad de candelabros, coronas de las Vírgenes, varales de palio, respiraderos, insignias; el bordado de mantos y palios de las Vírgenes sigue produciendo obras de gran belleza.

Y en fin, son manifestaciones artísticas efímeras la disposición de la candelería que ilumina los pasos, el vestir de las Vírgenes y el disponer sus joyas y adornos, la selección y colocación de las flores blancas y rosas de sus pasos o el más severo exorno de los pasos de Crucificado en los que domina el rojo sangre de los claveles.

Para saborear la Semana Santa os voy a exigir una tercera cosa: hay que ensamblar plenamente el sentido religioso y la sensibilidad artística, sentir ambos al unísono como un todo que nos ha sido regalado por Dios.

Mi padre era un entusiasta de la Semana Santa sevillana y me transmitió su amor por ella. En los primeros años de su viudedad debía encontrarse muy sólo y solíamos salir juntos en los atardeceres bonancibles; aprovechaba para contarme anécdotas y datos de la historia sevillana, muchos de los cuales tenían relación con las cofradías. Supe por él quiénes fueron Martínez Montañés, Juan de Mena, Pedro Roldán, Ruiz Gijón, etc; comencé a apreciar la belleza barroca que esos escultores produjeron ligándola siempre con el sentir religioso que tratan de despertar.  También llamaba papá mi atención sobre los numerosos vestigios de las civilizaciones romana y árabe dispersos por Sevilla, las bellas portadas ojivales de las viejas iglesias construidas al amor de un minarete convertido en torre cristiana. Estos templos antiguos albergan casi siempre una cofradía y en mis paseos iba aprendiendo cosas de la historia de ellas. Las maldades del rey don Pedro, las desgracias del rey sabio, los triunfos de su santo padre, Fernando III, y muchas cosas más las iba yo conociendo casi antes de su estudio sistemático en la correspondiente asignatura de tercero de Bachillerato. Pero, sobre todo, en aquellos años treinta, en gran parte, nada propicios al esplendor procesional, surgió en mí ese cariño por la Semana Santa que ya no me ha abandonado y que ha surgido con toda intensidad en mi hijo Javier y en Javierito y Pablo, sus hijos, que han resultado unos capillitas de tomo y lomo. Habrá que aceptar que existen misteriosas conexiones genéticas que transmiten gustos y aficiones. Es curioso que mi nuera Cristina es también una entusiasta capillita; quizás se explique esto por sus ancestros andaluces.
           
Mi padre era hermano de la cofradía del Gran Poder y salía en ella todos los años y en la madrugada del Viernes Santo. Era entonces la cofradía con mayor número de nazarenos y a ella pertenecía una gran parte de la burguesía sevillana; quizás esto siga aún siendo así. Papá era también hermano de El Cachorro, la cofradía trianera de los hermanos Herrera, pero nunca salía en ella salvo como comentaré después en 1936.

A nosotros, como ya he indicado, nos inscribían en esta Hermandad familiar cuando éramos todavía muy pequeños y por eso creo que mi antigüedad cachorrista es ahora de ochenta y siete años y, por ello, figuro como número uno en la lista de la Hermandad aunque, como también os he dicho, mi hermana Maruja me discute ese honor. Yo empecé a salir muy pronto, quizás a los siete años, si bien sólo hacía la primera parte del recorrido; mis hermanos se fueron incorporando año tras año. Vino luego la interrupción de la estación a la Catedral de 
los primeros años treinta como comentaré después.

Cuando éramos pequeños, en los últimos años de la monarquía alfonsina, veíamos el desfile procesional desde los cierros de la casa de don Enrique Tello, es decir, justamente enfrente de la puerta de San Miguel por donde entran las cofradías en la Catedral; los pasos hacían su entrada a los acordes de la  la marcha real salvo en el caso de las cofradías serias que prescinden de la música, como es sabido. Desde nuestro observatorio se veían muy bien los pasos de Cristo y de misterio; no así las Vírgenes, ya que el palio impedía ver sus rostros y el exorno del conjunto, pero a nuestras edades esto importaba poco.
           
En un par  de ocasiones al menos, observé un hecho curioso que no creo que se repita hoy: a una cofradía se le negaba la entrada en el templo catedralicio y, en suma, se le daba con las puertas en las narices, cerrándolas a cal y canto cuando se aproximaba la cruz de guía correspondiente. La Hermandad, sumisa ante las decisiones de la jerarquía eclesiástica, se abría paso hacía el ensanche que flanquean el Archivo de Indias y el edificio de Correos y se recomponía su itinerario de vuelta a su templo. Esto le ocurría muchas veces a La Lanzada, última cofradía del miércoles y creo que alguna vez a Pasión, última del  jueves santo a causa de que, a una hora fija, quizás las diez de la noche, se iniciaba el oficio del Miserere y la última cofradía de los dos días citados se había retrasado en su llegada al templo arzobispal, posiblemente por culpa de las que le precedían en el desfile.

La Semana Santa sevillana no es sólo el desfile procesional de sus cofradías, la Iglesia se vuelca en los cultos solemnes que, a mi modo de ver, tienen en Sevilla un tinte barroco que no ha perdido con el paso de los siglos. Los oficios de jueves y viernes santo en el gran templo catedralicio tienen una majestad solemne que no es fácil de encontrar en otras latitudes. Y entre los cultos tradicionales que tienen lugar en aquél figuraba el canto del Miserere en las noches citadas, es decir el rezo ceremonioso del Salmo 50 del rey David.

Se cantaba la magnífica obra de Hilarión Eslava, compositor romántico del siglo XIX que fue maestro de capilla de la Catedral hispalense, se hizo sacerdote en nuestra ciudad y tuvo una abundante producción musical tanto profana, por ejemplo su ópera Pedro el Cruel, como religiosa: misas, letanías, motetes, etc. Su más famosa obra es el Miserere, que consta de diez o doce versículos en los que David, gran creyente y gran pecador, pide vehementemente piedad y perdón al Creador. En el texto bíblico figuran veinte versículos pero creo que en la obra musical no se llega a tantos o quizás algunos eran recitados por el clero asistente alternando con los entonados por un tenor, un bajo, un contratenor y por el coro.
           
Era frecuente en aquellos años veinte y también más tarde finalizada la guerra civil contratar al tenor y al bajo de la compañía de opera que actuaba en el teatro de la Exposición a partir del domingo de Resurrección para que se hicieran cargo de las partes correspondientes del Miserere. Esto se hizo en más de una ocasión y así el famoso Lauri  Volpi, en fecha que no puedo precisar, cantó los tres versículos de tenor Amplius, Tibi soli peccavi y Benigne cuyos lamentos, Lávame más y más, Contra ti sólo he pecado y Sed benigno, Señor, cantados por una gran voz en el marco único del grandioso templo cuyas naves estaban impregnadas del olor a cera y azahar que las cofradías iban dejando a su paso, no pueden olvidarse y al recordarlos me ponen todavía la carne de gallina.
         
Que yo recuerde el bajo tiene a su cargo dos versículos iniciados por las palabras Quonian y Libera me. Otro versículo, Redde, exige una voz blanca de tiple o contratenor; pero estos últimos eran escasísimos desde la desaparición de los desdichados castratti y las voces femeninas no estaban permitidas en el culto. Se encargaban entonces del versículo dos seises de timbres vocales todavía infantiles. El resto de los versículos era cantado por el coro.
           
El Miserere se cantaba como he dicho el miércoles y el jueves santos en una acción litúrgica presidida por el cabildo catedralicio. Pero, además, el martes santo, a horas compatibles con el desfile cofradiero y con el culto, tenía lugar un ensayo general en la misma capilla central del templo con el objeto de evitar posibles desajustes entre cantantes y orquesta. Este ensayo no tenía carácter litúrgico, había que pagar por oírlo y parece que los solistas se esmeraban particularmente en su labor, al saberse oídos por personas cultivadas en conocimientos musicales y muy críticas, porque, es ocioso decirlo, lo mejor de la sociedad sevillana se volcaba en esta audición. Estos oyentes esperaban, con emoción contenida, a que el tenor, al entonar el penúltimo versículo Benigne, se aventurara a dar el do de pecho al llegar a la palabra final Jerusalem; parece que en muy pocas ocasiones se vieron satisfechos pues era muy comprometido atreverse con la nota más aguda de la voz de tenor; este se solía contentar con un “do” más corrientito. Tampoco los simples mortales al cumplir nuestras obligaciones ordinarias ponemos en ello el máximo esfuerzo, o sea, no damos el “do de pecho”, como suele decirse. Una buena actuación de los solistas en el Miserere presagiaba el éxito de ellos en las inmediatas representaciones de ópera; esto es un buen ejemplo de cómo a veces los sagrado ayuda a lo profano con una propaganda gratuita.
           
El Miserere dejó de cantarse algunos años, pero según mis informes, se ha recuperado su audición en forma de un concierto único el sábado de Pasión. ¿Se ha perdido así el ensamblaje arte-liturgia tan indispensable para mí?
           
Hay ciertos aspectos curiosos sobre la Hermandad del Santo Entierro que llamaron entonces mi atención y que quizás merezca la pena comentar. Me contaron que dicha Hermandad, cuya procesión había de tener especial solemnidad, solo salía cada siete años, aunque siempre dudé que esta periodicidad se cumpliera con rigor. Llevaba como hoy tres pasos: la Canina con su tétrico esqueleto que nos recuerda a la inexorabilidad de la muerte, la Urna con Cristo muerto y el Despedimiento que reúne, presididos por la Virgen a importantes personajes de la Pasión. En el primer paso van los hermanos de la cofradía, poco numerosos si se compara con los de cualquier otra; el segundo lleva las representaciones de las demás cofradías constituidas por unos diez o doce hermanos de cada una que portan el estandarte correspondiente. El acompañamiento del tercer paso no era de nazarenos, figuraban en él las representaciones de los estamentos civiles, militares y religiosos. La Universidad estaba presente con muchos catedráticos vistiendo sus togas negras y sus mucetas de varios colores según Facultades. La Audiencia territorial con sus miembros vistiendo también togas negras formaba también parte del cortejo. La representación militar, con sus uniformes de gala, iba presidida por el Capitán General de la Segunda Región y, en algún caso, creo que en 1929, por el propio Rey Alfonso XIII. Figuraban asimismo la Diputación provincial con su Presidente y el Ayuntamiento con el Alcalde al frente; diputados y concejales vestían de frac. Las órdenes religiosas estaban abundantemente representadas y tras el paso del Despedimiento marchaba el Cardenal Arzobispo acompañado por los canónigos y beneficiados del Cabildo catedralicio. Un destacamento de Infantería en uniforme de gala portando sus armas en posición invertida cerraba la marcha.
           
No se como ha quedado esto con esta ola de laicismo beligerante que padecemos y en que grado se ha actuado para evitar que, al participar en la procesión, un Catedrático con su toga o un militar con su uniforme de gala pueda ofender a algún moro con chilaba o alguna mora con burka.
           
No he podido comprobar personalmente una chistosa anécdota: al pasar las cofradías por el comienzo de la calle Sierpes, los sesudos socios del Círculo de Labradores que las contemplan desde las butacas situadas ante los ventanales se levantan cuando llega un paso como signo obligado de respeto y reverencia. Algunos socios hacían una excepción y, al pasar la Canina, que no lleva ninguna imagen santa, se levantan también pero se vuelven de espaldas en señal de antipatía y rechazo.

A lo largo de la historia de la Semana Santa sevillana, la procesión del Santo Entierro se organizó a veces de forma más complicada. Así ocurrió quizás ya en el siglo XIX, y, con seguridad dos veces durante la monarquía alfonsina y alguna más en los primeros años del franquismo. Se trataba de reproducir la pasión de Cristo mediante el desfile, por orden cronológico de los pasos de “misterio” que evocan las escenas más significativas de ella. Este desfile se intercalaba entre los dos primeros pasos del Santo Entierro. Figuraban así: la “Entrada en Jerusalén” de la cofradía de “La borriquita” del Salvador, la “Sagrada Cena” del templo medieval de Omniun Sanctorum, la “Oración del Huerto” de la capilla de Montesión, el “Prendimiento” de la de San Andrés, “Jesus ante Anás” de la cofradía del Dulce Nombre, la “Sentencia” de la Macarena, la “Columna y azotes de “Las cigarreras”, la “Corona de espinas” y la “Vía dolorosa” del Valle, un Jesús Nazareno de los varios que procesionaban, una “Caída de Jesús bajo el peso de la cruz”, la “Exaltación de de la Santa Cruz” de Santa Catalina, el paso de las “Siete palabras”, un Crucificado que solía ser “El Cachorro” que así cumplía con su estación a la Catedral el día que le correspondía, un “Calvario” completo con los dos ladrones crucificados con Jesús, “La Lanzada” que le infirió Longinos después de morir y el patético “Descendimiento” de la Quinta Angustia. Los pasos iban acompañados de una pequeña representación de nazarenos de la correspondiente Hermandad, pero cuando esta era “del viernes”, caso de “El Cachorro”, de todo el cuerpo de nazarenos de la misma.
           
Todo esto provocaba disfunciones poco satisfactorias. Al ser el Santo Entierro la única procesión del día, con excepción de la Soledad de San Lorenzo que hacía estación tras él, alguna cofradía del Viernes Santo, que no tenía sitio en el desfile citado como la “Soledad de San Buenaventura” optó por salir otro día. Algún paso de Virgen no salió como ocurrió con nuestra Virgen del Patrocinio. Otros pasos repetían salida al haberla hecho el día correspondiente. La incorporación de cada paso con su pequeña escolta de nazarenos en el momento oportuno a la “carrera oficial” era muy complicada. Estaba claro que esta práctica de indudable inspiración catequetico-docente tenía que ser abandonada. El Santo Entierro se transformó en una cofradía anual, como las otras, aunque con las peculiaridades, en cuanto a representaciones oficiales, que autorice el poder político que, como sabemos, se mete en todo. Por otra parte las modificaciones litúrgicas de mediados de siglo acabaron por resolver el problema al, por así decirlo, habilitar el Sábado Santo para que salieran cofradías; el Santo Entierro, junto a tres o cuatro hermandades más, trasladaron su estación a este día. Entre estas está por supuesto la “Soledad” de San Lorenzo que sigue desfilando en último lugar
          
En 1931 la Semana Santa transcurrió con normalidad a pesar de la agitación política que culminó, unos días después, con la proclamación de la República. En la primavera tuvo lugar la calamitosa jornada de la “quema de conventos” que afectó, entre otros templos, a la capillita de San José que, como sabeis, es una céntrica y bellísima obra del barroco perteneciente a la orden capuchina. Aunque la capilla ha sido limpiada y restaurada después pude comprobar, en una visita de hace varios años, que aun quedaban porciones ennegrecidas en los entresijos de los altares barrocos. Esto y la legislación antirreligiosa que el gobierno estaba poniendo en marcha a toda prisa indignó a los cofrades y las juntas directivas de las Hermandades acordaron suspender la salida en 1932. Únicamente discrepó la Hermandad trianera de la Virgen de la Estrella que justificó su acuerdo en el deseo, de sus cofrades de adorar como siempre a sus imágenes titulares en la calle.

Nosotros que, como niños, teníamos también la misma ilusión nos trasladamos a la casa de don Enrique Tello y allí presenciamos la llegada de la procesión, cuyos hermanos no vestían túnicas. Para verlo todo mejor, Maruja y yo bajamos a la calle acompañados de alguna persona mayor y nos vimos sorprendidos por un ligero revuelo producido cuando un desalmado arrojó un pequeño petardo al paso de la Virgen cuando este acababa de salir de la Catedral. El conato de incendio que se produjo fue fácilmente sofocado y la procesión continuó su marcha hacia el templo de San Jacinto donde entonces radicaba Como en 1933 las circunstancias políticas no habían cambiado, las Hermandades mantuvieron su decisión de no salir; algunas montaron sus pasos y los adornaron para que los fieles pudieran contemplarlos y rezar ante ellos dentro de las iglesias. La concurrencia fue, desde luego, muy grande. 

Pero en los jóvenes de mi familia, y aquí incluyo destacadamente a varios de mis primos por la línea materna, cundía el descontento por esta situación. No se podía aceptar que, por razones políticas, desapareciera la parte más brillante, popular y entrañable de la celebración de la Pasión de Nuestro Señor. A falta de cofradías de los mayores, nosotros fundaríamos una de niños y para niños y la sacaríamos procesionalmente a la calle. La idea parece que se debió a mi primo Perico Alvarez-Ossorio, el hijo mayor de tío Perico, que por entonces tendría dieciséis años. Todos los demás hermanos de la naciente cofradía eran más jóvenes que él y una mayoría estábamos emparentados. Hicimos un pequeño paso que no llegaría al metro de alto y con una imagen de la Virgen llevamos a cabo nuestra estación de penitencia desde el domicilio de tío Perico, sito en la calle Don Remondo, precisamente en el lugar donde muchos años después, fue asesinado por ETA el matrimonio Becerril, hasta San Isidoro 24 de donde regresamos, quizás al día siguiente, por ese dédalo de calles estrechas (Abades, Bamberg, Argote de Molina, Manuel Rojas Marcos) que separan ambos domicilios. Contentos y emocionados con nuestra hazaña, que fue contemplada con asombro y en parte con aplauso, por un discreto número de transeúntes, procedimos en el otoño siguiente a que nos esculpieran una imagen de la Dolorosa que hizo un tal Sr. Bidón (tengo muchas dudas de que éste sea su nombre). Salimos a la calle con ella, con nuestra imagen titular, uno o dos años más y no se que ha sido de esta Virgen pequeña, pero que tiene un sitio pequeño en la historia de la Semana Santa sevillana.

Las elecciones generales de noviembre d 1933 cambiaron bastante el panorama político de la República española. La CEDA (Confederación española de derechas autónomas) fue el partido más votado pero no alcanzó el número de diputados suficiente para formar ella sola gobierno. Le seguía en votos el partido radical comandado por Don Alejandro Lerroux, un viejo político que había iniciado sus actividades como furibundo revolucionario en las primeras décadas del siglo XX en Barcelona. Su partido fue uno de los que se aliaron para traer la República y aunque la mayoría de sus afiliados eran agnósticos y abundaban entre ellos los miembros de la Masonería, había ido evolucionando a posiciones moderadas y adoptó una actitud respetuosa con la religión y sus manifestaciones sobre todo cuando su sector más izquierdoso se separó y bajo la jefatura de Diego Martínez Barrio formó el nuevo partido de Izquierda republicana. El partido de Lerroux sería hoy calificado de centro izquierda y formó gobierno en alianza con la CEDA y alguna fuerza menor.
          
 Una prueba de la tradicional timidez de la derecha española a la hora de plantear sus exigencias en la constitución de gobiernos fue que el que se formó entonces, estaba presidido por Lerroux y solo entraron en él tres miembros de la CEDA. Sin duda no se quiso enfadar a la izquierda que seguía siendo muy fuerte y, como es sabido, se encrespó poco después con el primer levantamiento contra el poder constituido de aquellos tiempos.

Volviendo a nuestro tema, había llegado el momento de que las cofradías volvieran a salir. Sin embargo, en 1934 solo lo hicieron trece de las cuarenta y cuatro que creo que había entonces. En 1935 la Semana Santa recuperó toda su brillantez, todas las cofradías hicieron estación, los palcos estaban llenos y las mantillas lucían innumerables y nosotros, yo en particular con mis trece años, lo pasamos estupendamente porque además las circunstancias, como ahora diré, ayudaron mucho.

Existía entonces una ley, que hoy nos parece antidemocrática y absurda por la cual, a continuación de unas elecciones parlamentarias, el Gobernador civil de la provincia podía sustituir al alcalde y los concejales de cualquier municipio por otras personas para ajustar la composición del organismo consistorial a la del nuevo gobierno. Así se hizo entonces y fue nombrado alcalde don Isacio Contreras, fiel lerrouxista y primer teniente de alcalde papá que era por entonces secretario de la CEDA sevillana, comandada por el conde  de Bustillo. Tenía papá a su cargo la policía municipal y los abastecimientos y la minoría que él presidía en el Ayuntamiento era más numerosa incluso que la lerrouxista. Por su cargo disfrutaba su familia durante la Semana Santa de un balconcillo del piso superior de la casa consistorial; desde él se disfrutaba de una amplia visión de la entonces plaza de la República y allí pasamos nosotros las tardes del desfile cofradiero. Los palcos se extendían bulliciosos por debajo de nosotros. Yo pensaba que era mucho más satisfactorio ver los pasos desde abajo pero había que disponer de la correspondiente entrada que costaba algunas pesetas; yo no quería recargar el presupuesto familiar y solicitar ayuda económica y, por eso, me iba a la puerta de los palcos y aprovechaba la entrada de una familia numerosa, mejor aun si era conocida, para entrar sin el ticket correspondiente; al salir exigía que se me diese la contraseña, a la que ya tenía derecho, y así entraba y salía a mi gusto durante las cinco o seis horas del desfile cofradiero. Recuerdo con emoción esta Semana Santa solemnísima y brillante, en la cual hasta el tiempo colaboró.

El panorama político nacional dio un nuevo vuelco en febrero de 1936 debido al resultado de las elecciones de diputados a las Cortes que dieron un abrumador triunfo a la izquierda; este fue particularmente acusado en la circunscripción de Sevilla capital. En seguida se intensificó la agitación social, muchas disposiciones antirreligiosas que, sin haber sido derogadas, no eran exigidas en los dos últimos años, volvieron a hacerlo con rigor. Parece que las Juntas directivas de las cofradías se plantearon la decisión de no hacer estación a la Catedral como en 1933. Pero la actitud gubernamental había cambiado; se apreciaba la influencia de las procesiones en el turismo, sobre todo en el internacional y el Gobierno no estaba dispuesto a renunciar a los beneficios económicos correspondientes. Hubo algo así como una orden tajante al Gobernador civil que me parece que era una persona moderada y dialogante, de que las cofradías tenían que salir por encima de todo. Debió haber alguna reunión del Gobernador con la Junta de Cofradías, en la que aquel se comprometió en lo que respecta al orden público y a las subvenciones y las Hermandades optaron por salir con excepción de la  de Santa Cruz que adujo la situación de bancarrota en que se hallaba para no hacerlo.
          
 Y, por fin, las cofradías fueron saliendo aunque con supresión de las representaciones oficiales; se notó cierta tendencia de la gente a preferir el callejeo en los barrios a la carrera oficial que quedó algo deslucida.
           
Llegó el Viernes Santo y nosotros vestimos nuestras túnicas y nos encaminamos a la capilla del Patrocinio. Éramos cinco niños, el mayor yo de catorce años y el menor el Pulga de ocho. También venía papá, que había renunciado a salir en el “Gran Poder” para estar con nosotros en “El Cachorro”. La tarde se presentaba bochornosa y amenazaba tormenta. La delegación del Partido comunista, sita en la calle Castilla, como sabeis la primera del recorrido de nuestra Hermandad, hervía de gente que gritaba y cantaba para demostrar su absoluto desprecio por la festividad del día que demandaba cierto grado de recogimiento y serenidad. Alguien dijo que tenían el propósito de arrojar al Cristo al rio a su paso por el puente de Isabel II; creo que se trataba de un bulo lanzado para atemorizar a la gente, pero el miedo se mascaba.
           
Se acercaba la hora de la salida y el cielo se ponía cada vez más negro; Daniel Herrera llamó varias veces al observatorio meteorológico de Tablada que le confirmó la posibilidad de tormenta. Pero esta no estallaba y ya pasaban veinte minutos de la hora oficial de salida. No hubo otro remedio que abrir la capilla en cuyo umbral apareció la cruz de guía; se inició lentamente la salida y papá y yo, que éramos de las primeras parejas de nazarenos, empezamos a andar calle Castilla adelante. Tras un par de paradas empezaron a caer grandes goterones y sonó algún lejano trueno. No recibíamos órdenes de seguir y tras una parada más larga de lo habitual empezamos a desandar lo andado y ya bastante mojados retrocedimos ordenadamente a la capilla. Lo ocurrido fue como sigue; los hermanos del Cristo habían salido todos y el paso lo estaba haciendo; cuando el Cristo estaba enmarcado por la puerta de la capilla las gotas se intensificaron y hubo que volver atrás. La tormenta obligaba a suspender la estación para satisfacción de Daniel, el hermano mayor, que había rezado insistentemente para que así ocurriera.
           
Me recuerda Enrique la siguiente anécdota de una de las veces (quizás no la de 1936) en que hubo que suspender la salida de la cofradía a causa de la lluvia. La decisión de suspensión tenía que comunicarla el Hermano mayor y Daniel así lo hizo y terminó sus palabras de este modo “y ahora vamos a rezar un padrenuestro por nuestros hermanos difuntos que se nos han muerto”. Y después de esta indispensable aclaración sobre los que ya se había ido de este mundo, nos fuimos yendo todos, nosotros cinco rodeando a papá que respiraba con la sensación de haberse quitado un peso de encima. Recuerdo que allá por la calle Reyes Católicos, alguien nos detuvo y nos dijo algo así: “vuelvan ustedes que como ha escampado ya el Cristo va a salir”. Papá con la sorna que le caracterizaba le contestó: “si, si va usted para allá dígales que nos esperen que enseguida vamos” y continuamos nuestro camino hacía San Isidoro.
          
 La Semana Santa de los años de guerra, 1937 y 1938, tuvo un matiz muy peculiar, cabría considerar ambas como especialmente piadosas, impregnadas de peticiones de misericordia al Señor: súplicas por aquellos que habían muerto en los luctuosos acontecimientos de los primeros meses de la guerra civil, ruegos, casi exigentes, por aquellos que luchaban en los frentes de batalla y por los familiares y amigos que estaban en la otra zona y de los cuales no se tenían noticias. Todo ello tenía su reflejo en las saetas; más que saetas “preparadas” desde los balcones próximos a las puertas de los templos en las salidas y entradas de los pasos, saetas en las esquinas y estrechuras de las calles viejas que surgían espontáneamente de la gente. Y eran saetas dolientes, quejumbrosas, de súplica que superponían a los padecimientos del Salvador las penas propias del “cantaor” y eran acompañadas por las lágrimas silentes de la concurrencia. Por supuesto no había, no podía haber turismo internacional ni del país y los aspectos más relumbrantes de la festividad religiosa habían sido suprimidos o atenuados sobre todo en la carrera oficial. En suma Semanas Santas más intimas y dolientes de lo habitual.

La guerra civil terminó el uno de abril de 1939 y el día siguiente era Domingo de Ramos. La Semana Santa recuperaba todo su esplendor y el clima de distensión que supuso el final de la contienda tuvo su reflejo en los desfiles cofradieros. Nosotros seguimos saliendo año tras año en “El Cachorro”; murió Daniel Herrera y su sobrino Fernando Campos fue Hermano mayor muchos años; después este cargo recayó en Mingo, mi hermano que lo desempeñó con eficacia y cariño. En fin nuestra vinculación familiar a la Hermandad del Santísimo Cristo de la Expiración y Nuestra Señora del Patrocinio se sigue manteniendo y yo tengo la inmensa satisfacción de que, aunque ya no puedo celebrar en Sevilla el Viernes Santo y el desfile de mi cofradía, me representan muy bien mis nietos Javier y Pablo y hasta la pequeñita Beatriz, que, gracias a las nuevas normas, también viste la túnica cachorrista en ese día santo.
                   
 Besos y Abrazos

                   Rafael

N.B. Os incluyo mi árbol genealógico, confeccionado por mi hermano Paco al que agradezco su envío. Alguna nieta me lo había ya reclamado.

[TENGO QUE INCLUIR EL ÁRBOL, PERO NO LO ENCUENTRO]

martes, 10 de mayo de 2011

Carta XV


Querida familia 

Cumplo hoy mi promesa de dedicar una carta al veraneo, institución no demasiado antigua que hoy nos parece indispensable para el desarrollo de la vida humana. Según el diccionario veraneo es la acción de veranear y este verbo significa pasar el verano en lugar distinto del en que habitualmente se reside. Pero, me pregunto: ¿Cuándo se inventó el veraneo? ¿Quiénes iniciaron su práctica? ¿Cómo se desarrolló su extensión a las distintas capas del tejido social? ¿En que fecha la Real Academia española concedió a las palabras veraneo, veranear, veraneante el honor de figurar entre sus definiciones dogmáticas? Porque, que yo sepa, no existe ninguna Historia del veraneo a pesar de lo atractivo del tema para aquellos que se dedican a narrar los usos y costumbres del humano rebaño a lo largo de los siglos.

Quizás pueda atribuirse el invento a la realeza, no porque sus miembros fueran más sensibles al calor y necesitaran más que el resto de los mortales un cambio de aires, sino porque tenían más facilidades para estos lujos. Los reyes antiguos hasta Carlos V tenían la buena costumbre de atender sus guerras personalmente y como estas eran frecuentes y muy propias del tiempo estival no establecían relación entre este y el descanso. A partir de Felipe II, inventor del sedentarismo real, los reyes se asomaban mucho menos a los campos de batalla. Había cambios residenciales de la realeza pero no tenían aún carácter estrictamente lúdico; además afectaban solo a las personas indispensables para atender a las labores de gobierno. Un par de siglos más tarde, Carlos IV y Fernando VII se movieron mucho pero únicamente entre los sitios a los que Napoleón les mandaba que fuesen y, en fin, llego a la conclusión de que a Isabel II, mujer aficionada a pasarlo bien, le puedo atribuir sin cometer flagrante falsedad, la invención del veraneo en su concepto actual.

Pero, además, este está indisolublemente ligado a las playas cuya colaboración al bienestar estival no fue descubierta hasta bien avanzado el siglo XIX. En las costas existían, claro está, los puertos cumpliendo su misión de servir al comercio marítimo, pero entre puerto y puerto, apenas había algún pueblín pesquero y las olas se estrellaban en rudos acantilados o se desparramaban mansamente en las arenas playeras sin que hubiese cuerpos que refrescar porque la costumbre de bañarse en el mar estaba por nacer.

Los españoles hemos tenido durante mucho tiempo mala fama en lo que respecta al uso del agua como agente de limpieza. No hay viajero francés del siglo XIX de los muchos que vinieron a curiosear nuestras bellezas naturales y monumentales que no nos tache de guarros y cuando el capítulo de sus memorias se refiere a Madrid no dejan de citar el famoso ¡agua va¡ con que a veces eran recibidos. Señalan además que Madrid era la mas sucia de las ciudades españolas lo cual quizás siga siendo cierto en los momentos actuales aunque se haya atenuado algo el grado de guarrería absoluta y relativa de nuestra capital.

Los intentos de Carlos III de fomentar la limpieza personal y habitacional de Madrid no siempre tuvieron éxito. No es fácil, pues, que los vecinos de la villa y corte se viesen atraídos por el agua de las playas que, además, estaban muy lejos.

Para despertar el interés por el traslado veraniego era indispensable rehacer por completo nuestro sistema de comunicaciones tanto en el plano estático como en el dinámico. Nuestros caminos polvorientos llenos de baches y  de curvas innecesarias tenían que convertirse en carreteras asfaltadas con trazados preferentemente rectilíneos y desniveles bien calculados. Las vías del ferrocarril, que comenzaba entonces su andadura, habían de ser cuidadas en su trazado y conservación. En el plano dinámico, el veraneo se iba acompasando a las mejoras de los trenes y de los automóviles que no empezaron a ser significativas hasta comienzos del siglo XX. La dictadura de Primo de Ribera dio pasos de gigante en todo este tema y ello se reflejó también en el veraneo.

San Sebastián y, algo después, Santander fueron las dos primeras sedes de las vacaciones estivales de la Casa real y a ellas se trasladaban sus miembros, una parte del Gobierno y muchos chupópteros y turiferarios de la Corte que esperaban lucir mejor su proximidad a la misma en el ambiente distendido de estas ciudades veraniegas que en el más rígido de Madrid. Pero como los kilómetros de entonces eran mucho más largos que los actuales las provincias no aportaban apenas veraneantes a la costa cantábrica. Los provincianos veraneaban en sus provincias si estas eran costeras y, en otro caso en las contiguas; los de Sevilla provincia que por chiripa no se asoma al mar, empezaron a veranear en la provincia de Cádiz y en los años veinte del pasado siglo el propio Cádiz junto a Sanlucar de Barrameda, Chipiona y Rota eran ya estaciones veraniegas muy visitadas, más tarde se fueron sumando Conil, Chiclana, Zahara de los Atunes, etc. Las playas onubenses eran también elegidas por muchos sevillanos.

Antes de meterme en faena y hablaros de nuestros veraneos infantiles voy a referirme a las estancias en balnearios que no creo que tuviesen que coincidir con el tiempo estival y que, por ello y por su carácter presuntamente terapéutico no pueden considerarse estrictamente como vacaciones de verano. Mis primeros recuerdos de vivir unos días en un lugar distinto de mi residencia habitual se concretan en el balneario de Marmolejo.

Aunque el diccionario dice que balneario es un edificio con baños medicinales yo creo que, en aquella época, no eran muchas las personas que se bañaban en dichos edificios; quizás los hombres no lo hacían por mor de la estética y las mujeres por mor de la decencia entonces mucho más de moda que ahora. Más bien se iba al balneario a “tomar las aguas” que por su naturaleza ferruginosa, calcárea o carbónica eran capaces de erradicar ciertos males hepáticos, estomacales, de la circulación sanguínea, etc. O bien de prevenir los ataques de la gripe y otros males respiratorios en el siguiente invierno. Ingerir aquellas repugnantes bebidas, amargas a mas no poder, era el objetivo de las estancias balneáricas y los niños éramos particularmente reacios a este suplicio.

No creo que la “toma de aguas” tuviera que hacerse en verano; más bien la sitúo a finales de primavera o comienzos de otoño. En Marmolejo nos alojábamos en el hotel “Los Leones” que puede que exista aún y puede que fuera parte del balneario. Este tenía una larga galería abierta en uno de sus costados que daba a un barranco por el que circulaba un torrente; la  galería conducía a un manantial “Fuente Amarga” que suministraba el poco apetitoso bebistrajo. Cuando rebuscaba ansiosamente en mi cerebro para poder describiros mis recuerdos de Marmolejo posiblemente los más antiguos de mi vida, me di cuenta de que aquello de lo que me estaba difícilmente acordando era una curiosa fotografía que debía estar en algún sitio. Con pocas esperanzas de encontrarla recurrí al “cajón de las nostalgias” donde toda familia que se estime reúne, junto a muchas fotos y en adecuado desorden cartas significativas de sus miembros, estampitas de primera comunión, invitaciones a bodas familiares o de amigos, informes más o menos satisfactorios del curso de los estudios de los críos, los primeros dibujos de éstos, estampas religiosas y, en algún caso, el detalle un tanto cursi de una flor machita. Tuve la suerte de que, a los pocos minutos, de rebuscar cayó en mis manos la foto susodicha que reproduzco a continuación:



Como veis se trata de la cola que conducía al manantial; todos los que la forman llevan un recipiente de paja con tapadera que se ve bien en la primera señora que aparece, dentro de él iba el vaso de vidrio (no se habían inventado los plásticos) para el agua medicamentosa. El señor alto con mascota y pitillo es tío Paco Herrera y delante de él hay dos niños de cinco y tres años (la foto está fechada por detrás en 1924); Maruja con un hermoso lazo blanco y yo. Creo que el caballero con amplio mostacho blanco tocado con el clásico “sombrero de paja” es mi abuelo, pero no acierto a ver a ningún miembro femenino de la familia que indudablemente formarían parte de la cola. Como veis, Maruja y yo también llevábamos nuestros vasitos y no nos librábamos del amargor de la “Fuente amarga”.

Como bien sabeis los balnearios decayeron mucho en los años que siguieron a nuestra guerra civil y algunos incluso cerraron. Por fortuna hace ya años que renacieron con nuevos bríos; muchos han modernizado sus instalaciones (y sus precios) y se ha recuperado el significado etimológico del término que los define pues ofrecen como servicio fundamental los baños en aguas termales y medicinales para aliviar los males y achaques. Alicia y yo somos unos modestos entusiastas de estos establecimientos y, en los últimos años pasamos unos breves días estivales en alguno de ellos.

Pasamos ya a considerar los veraneos que podían ser de dos clases: de playa y de sierra; una clase adicional de carácter modesto era la estancia en el pueblo de donde era originaria la familia. Claro está que nosotros los niños preferíamos la playa, mucho más divertida, pero no siempre prevalecían nuestros deseos pues era creencia de aquellos años, incluso entre los médicos, que era necesaria la alternancia playa-sierra para conseguir una buena salud; no se exigía una alternancia rigurosa, pero si intercalar un veraneo serrano tras dos o tres de tipo playero; además la sierra proporcionaba un ambiente ideal para las embarazadas y recién paridas y, en general, para todas las mujeres que tenían que “coger fuerzas”.

 Mi más antiguo recuerdo de un veraneo serrano se localiza en Aracena, la bella población del norte de la provincia de Huelva: una casa amplia, un patio fresco y umbrío y varias cómodas mecedoras, eso es todo. Años más tarde, basándonos en la creencia de que los aires serranos beneficiaban la salud algo precaria de mamá, pasamos el verano de 1931, último de su vida, en Jabugo, pueblo como sabeis próximo a Aracena y más cercano que ésta de la frontera portuguesa. La casa que alquiló papá pertenecía a la empresa Sánchez Romero y Carvajal productora de los mejores jamones de Andalucía, de España y del mundo, que subsiste hoy aunque solo con los dos primeros apellidos indicados. Creo que la citada empresa era la propietaria del del noventa y muchos por ciento de las casas de la población jamonera y, por tanto, había que recurrir a ella si se quería pasar el verano en la localidad. La casa disponía de una amplia terraza orientada hacia la Sierra Morena que iba ya declinando en altura al acercarse a Portugal; me acuerdo de ella con una triste melancolía porque en mi mente se mezcla esta remembranza con la de la muerte de mamá.

En la década de los treinta, cuando ya vivíamos con los abuelos, pasamos otros dos veranos en la serranía onubense, ambos en Higuera de la Sierra, pueblo anterior a Aracena, cuando se viene de Sevilla; ambos veranos estuvimos en la misma hermosa casa de doña María (¿) la señora más ricachona de la localidad. Fueron veraneos del clan en su conjunto por supuesto con los abuelos, tía Salud y los primos y, en el primero de ellos también tía María y tío Paco pasaron con nosotros varios días. Lo fecho, en este caso con toda seguridad, en 1932 en cuyo mes de agosto tuvo lugar la sublevación del General Sanjurjo contra el Gobierno de la República; los cuatro o cinco días que duró el levantamiento estuvimos incomunicados con papá que, por problemas de trabajo, se había quedado en Sevilla y las líneas telefónicas estaban cortadas. Esto llevaba a cierto nerviosismo de las personas mayores que desapareció pronto ante la brevedad de la independencia sevillana.

La casona de doña Maria estaba solitaria a pie de carretera a la izquierda viniendo de Sevilla, en tanto que el pueblo se encaramaba a la derecho cubriendo parte del cerro que culminaba en una ermita en ruinas dedicada a Santa Bárbara. Desde el primer momento me propuse la hazaña de ascender a esta cima y, por fin, lo conseguí acompañado por un valiente pequeño o por alguna persona mayor que se responsabilizó de la aventura. La casa era muy grande, tenía dos pisos y un torreón que aportaba una habitación adicional. Aprovechando el relieve del terreno había aún un piso semisótano independiente que tenía entrada por la parte opuesta a la carretera y que constituía la vivienda de los guardeses. Estos tenían tres hijos: Silvestre, Manolo y Pepe, más o menos de la edad de mis hermanos; de ellos recuerdo una curiosa anécdota: hacía el diez de septiembre, cuando aún nos quedaban algunos día de estancia estival, estos críos eran sometidos al baño ¡anual¡, su madre calentaba cantidades grandes de agua que vertía en una bañera de hojalata y los sometía a un inmisericorde fregado que debería ser extraordinariamente enérgico ya que tenía un año de caducidad ¡que tiempos¡. Poco más recuerdo de aquel verano y de un segundo transcurrido en la misma casa, quizás en 1935, en el que tuvo lugar el tijeretazo de Paco que ya os conté.

Dos apuntes taurinos: en un festejo novilleril celebrado en ese pueblo o en algún otro próximo hacía sus primeras armas en el difícil arte de la lidia de reses bravas Juanito Belmonte, hijo del gran Juan, que llegó a ser un estimable diestro aunque muy alejado de la singular maestría de su padre; estábamos en unas localidades preferentes y a ellas se acercó Juanito y nos brindó la muerte de un novillo; no recuerdo si acertó o no con el estoque. El otro apunte se refiere al traslado de toros en manada por la carretera a la que daba la casa; no podían ser reses bravas pero si de media casta y pasaban galopando por delante de nuestra terraza custodiados por garrochistas que recurrían a la velocidad para evitar que algún bicho se desmandara. Me impresionaba tanto el espectáculo que lo reproduje muchas veces en sueños en forma de pesadilla terminada por un brusco despertar:

Los veraneos de entonces serranos o playeros, se diferenciaban de los actuales en su duración; lo más frecuente hoy es que esta no pase de un mes; entonces se prolongaban hasta tres meses y la vuelta a casa tenía lugar muy pocos días antes del comienzo de la actividad colegial fijada en los primeros días de octubre. Claro es que esto afectaba sólo a las mujeres y a los niños; los hombres iban y venían según fueran las exigencias de su trabajo profesional.

Pero la mayor diferencia entre una y otra época radica en el equipamiento de las casas y chalets que se alquilaban a los veraneantes. Este era mínimo; se limitaba a las camas, a veces simples somieres soportados en tacos de madera, las sillas indispensables para sentarse a comer y la mesa correspondiente, algunas butacas y un mínimo surtido de cacharros de cocina y las piezas indispensables de una vajilla y de una cubertería. El veraneante tenía que aportar los colchones y almohadas, así como toda la ropa de casa. Es decir, el viaje al lugar de veraneo era más bien una mudanza y mi abuelo, cuando nos íbamos el clan al completo, alquilaba un autobús cuyos últimos asientos eran ocupados por colchones, mantas y almohadas y cuya baca, ese “artefacto en forma de parrilla en el techo de los automóviles para llevar bultos” (copio del diccionario), iba repleto de baúles y maletas. Nada parecido a las actuales escapatorias semanales o quincenales casi con lo puesto y el bañador que, además, cada vez es mas escueto, cada vez ocupa menos, Debo decir, sin embargo, que la situación descrita fue mejorando rápidamente a lo largo de los años treinta.

Nuestros veraneos playeros de los años veinte y treinta del pasado siglo fueron, con una excepción a La Jara una urbanización de Sanlucar de Barrameda, por tanto, muy cercana a la desembocadura del Guadalquivir en el Océano. Los chalets eran muy grandes y estaban separados unos de otros, disponían de una amplísima parcela poco cultivada, muchas veces de jardín que solía estar lamentablemente descuidado, algunas de huerto y de casita de los guardeses. Había también bosquecillos de eucaliptos y otros árboles, posiblemente de propiedad comunal o municipal que aumentaban la independencia mutua de los habitantes veraniegos. No exagero: La última casa donde veraneamos “Villa Horacia”, disponía de tanto terreno que, en la actualidad, hay en su lugar una urbanización con más de una docena de viviendas, según me informa José Ramón.

El primer veraneo playero de La Jara del que tengo algún recuerdo lo vivimos en “San Eduardo”, una de las casas de la urbanización más alejadas de Sanlucar que estaba desprovista de todo tipo de comodidades y aportaba al arrendatario un escuetísimo mínimo de los enseres necesarios para vivir. Creo que estuvimos en esta casa un segundo año, y en ambos casos, el clan completo presidido por abuelo y abuela. La casa estaba un poco en alto y ello proporcionaba una bonita perspectiva del océano desde la amplia terraza cubierta que tenía; en el extremo derecho del paisaje se vislumbraba la desembocadura del Guadalquivir con sus dos guardianes Sanlucar y Bonanza sumidos en la bruma. Algún barquito cruzaba de tarde en tarde el horizonte. Del montículo descendían un par de senderos que cruzaban después la carretera, más bien camino rural, que moría a poco. Alguna parcela sembrada y 
algún bosquecillo nos separaba aún de la playa en la que desembocaban varias veredas. 

La playa era amplísima y dado el escaso número de chalets y su diseminación puede decirse que, aún en pleno agosto, a cada veraneante le correspondían varias decenas de metros cuadrados. A diferencia de todas las otras playas que he visto a lo largo de mi vida, ésta tenía “corrales”, es decir, espacios delimitados, aproximadamente cuadrados, tres de cuyos lados quizás de unos treinta o cuarenta metros de longitud eran muretes de piedra y conchas de unos setenta centímetros de altura y el cuarto lado era la línea de la playa. El mar cubre y descubre estos espacios dos veces al día por el juego de las mareas. El objetivo de estas construcciones, cuya localización era preciso que el bañista conociera para evitar tropiezos dolorosos e incluso peligrosos, estaba claro: durante la marea alta los peces pasaban por encima de los muretes y deambulaban en libertad a profundidades distintas: Pero, al retirarse las aguas, muchos quedaban atrapados por los muretes y los pescadores se apoderaban de ellos con simples redes. Posiblemente este proceder es poco delicado respecto de los seres marinos, un auténtico “pescadicidio” y de seguirlo en la época en que nos hallamos habría algún gobernante o gobernanta que lo prohibiría radicalmente.

Nuestra indumentaria de baño difería de la actual. Los varones llevábamos bañador completo con el pecho cubierto y el pantalón prologando hasta cerca de las rodillas. Las chicas llevaban sobre el bañador un faldellín que salía de la cintura y cubría los muslos. No se usaban entonces cremas protectoras y otros mejunjes que nos defendieran de los ataques de un sol particularmente inclemente en esas latitudes; el resultado era que cambiábamos de piel todos los veranos.

Existían entonces varios dichos supersticiosos que todos nos creíamos a pie juntillas. El más curioso establecía que el carácter benéfico de los baños de mar estaba ligado a que estos se tomarán un número impar de días; si el número era par, no sólo no había beneficio terapéutico sino que la salud quedaba seriamente comprometida el siguiente invierno.

Las mareas más bravas tenían lugar a final de julio; recibían el nombre de “mareas de Santiago”. Yo creía, sin permitirme la menor duda, que tenía que coincidir la marea más fuerte con el día del Santo Patrón de España y, en ningún caso, con el 24 o 26 de julio, debido a una disposición de la Providencia para homenajear al apostol por su ayuda en la lucha contra el moro. No recuerdo cuando se debilitó en mi mente la citada creencia.

Pasábamos toda la mañana en la playa acompañados por mamá o tía Salud que no se bañaban y permanecían junto al “sombrajo”, especie de caseta de paja que permitía cambiarse de indumentaria sin ofensa del pudor. No creo que volviésemos por la tarde.

Algún año después veraneamos en “La Caridad”, un chalet mejor acondicionado que el anterior; era el más alejado de Sanlucar y estaba en la línea de playa. Fue uno de los últimos veraneos de mamá, no sé si de 1929 o 1930; de él nos queda una preciosa fotografía en la que ella luce su serena belleza. La foto ovalada y con el fondo algo difuminado tiene esa coloración marrón-gris tan propicia a la evocación amorosa y melancólica.

De “La Caridad” tengo un par de curiosos recuerdos; de la explanada que precedía al porche emparrado, partía un camino arbolado de quizás unos cuarenta metros, resto descuidado de un jardín largamente abandonado. El entrecruzamiento de las ramas de los árboles de ambos lados y la maleza que crecía en abundancia en el suelo confería al camino un cierto aire decadente que a mi me parecía algo tenebroso. ¿quereis creer que yo no me atrevía a meterme en el caminito ni a pedir a alguno de los mayores que me ayudase a vencer mi miedo a andar por él? Pues es cierto y hasta hoy, en esta carta, no lo he confesado.

Me deleita evocar las noches serenas del agoto andalusí en el amplio porche de “La Caridad”; la “pálida luz de la luna” era un elemento importante pues la urbanización, en aquellos años veinte carecía de luz eléctrica; por supuesto la aportación de nuestro satélite no era suficiente y se disponía de lámparas de carburo, en las que el acetiluro o carburo cálcico, al mezclarse con agua, da acetileno que al arder produce una llama muy luminosa; pero ésta era horriblemente pestífera no porque el acetileno huela mal sino porque su sal cálcica va acompañada de compuestos de azufre responsables del muy desagradable hedor.

En aquellas sobremesas nocturnas se nos permitía a Maruja y a mí participar un ratito porque ya éramos algo mayorcitos. A mi lo que se me ha quedado más grabado de estas veladas son las aventuras de las salamanquesas, pequeños saurios insectívoros, de aspecto y costumbres repugnantes que se colocaban en absoluta quietud en las paredes iluminadas por el carburo. A ellas, atraídas por la luz, llegaban moscas, mosquitos, arañas e incluso avispas y, cuando estaban a tiro, la salamanquesa daba una breve carrerita y, sacando una nauseabunda lengua se engullía el insecto. Una especie de atracción, impregnada de asco me llevaba a contemplar noche tras noche los banquetes del desagradable bichito.

En aquellos finales de los años veinte y a pesar de los avances de su sordera abuelo tenía mucha vitalidad. A diferencia de lo que ocurría en invierno, en verano intervenía en la selección de los alimentos y solía comprar el pescado al que tenía mucha afición. En Sanlucar, al declinar el día iban atracando lentamente las barcas de los pescadores que habían salido a realizar su faena al amanecer; las barcas quedaban varadas en Bajoguría, una zona del litoral poco apta para el baño, donde se montaba la subasta de los lotes de pescado que habían capturado los hombres de mar; la puja tenía sus normas y era un espectáculo curioso, del que disfrutaba mucho mi abuelo; además él y otros veraneantes compraban directamente piezas selectas a buen precio. Comíamos por ello exquisitas corbinas, corbinatas cazónes, urtas, doradas así como las más conocidas acedías, pescadillas y sardinas. De algunos de estos exquisitos pescados no he vuelto a saber nada y me temo que sólo se comen in situ. Otra compra de alimento que el abuelo no delegaba era la del melón, que como creo que dije ya, era su fruta predilecta.

En la segunda década de mi vida (1931-1941) veraneamos algún año más en La Jara. No lo hicimos en 1932 y ¿1935?; en los que la familia optó por la sierra, según ya he dicho, ni en 1934, año en que mis hermanos y yo pasamos varias semanas en Chipiona acompañados por la prima Consuelo Laraña. En 1936 se tomó la acertada decisión de no salir de veraneo con lo cual el comienzo de la guerra nos cogió en casa. En 1938 estuvimos en Arahal, en casa de tía Leocadia; fue entonces y no en la fecha que os cité en una de mis primeras cartas, cuando me ví sacudido por primera vez por el amor. Esta rectificación se la debo a mi hermano Paco, cuyas palabras suscribo a continuación:

“En dicho año, 1938, tu tenías 17 años y no once; y por tanto una edad similar a la de la jovencita de la que platónicamente estabas enamorado. Es muy plausible y explica la barrera que ella, recelosa, levantara ante su admiración”.

          Reconozco humildemente que no fui tan precoz. Gracias Paco por hacérmelo ver.

Se que hubo un veraneo en “Villa María” y otro en “Santa Ana”, aunque puede que en alguno no participase yo, ocupado en mis obligaciones militares. Las incomodidades de las casas se iban atenuando; en algún momento apareció la luz eléctrica a la que quizás deberíamos apellidar intermitente pues los cortes de suministro eran frecuentes y de duración imprevisible. Los juegos infantiles fueron poco a poco sustituidos por largos paseos de jovenzuelos de ambos sexos con alguna manifestación de preferencia de alguno por alguna; la iniciativa era siempre del que llevaba los pantalones (ellas no sospechaban aún lo bien que están cuando se los pusieron en ambos sentidos) pues lo contrario era muy mal visto.

Para mi el último veraneo del clan completo fue en la citada “Villa Horacia”, creo que en 1940; abuela había muerto el año anterior. La casa era muy grande y tenía una enorme habitación-biblioteca con una colección muy estimable de libros, con aquellas entrañables encuadernaciones en piel que aumentaban el atractivo para su lectura: una serie de ellos, biografiaba los asesinos más célebres de los últimos siglos, detallando sus juicios, sus declaraciones pretendiendo atenuar su culpabilidad o incluso justificar su proceder, las alegaciones de sus acusadores y todo el proceso, la condena final y su ejecución. Leí con fruición varios  de estos tomos. Esta biblioteca podía transformarse en capilla; abriendo unas grandes puertas de uno de sus extremos quedaba a la vista un altar donde se decía misa todos los domingos y fiestas del verano, con asistencia de todo el clan, la servidumbre y numerosos veraneantes de otros chalets. En el rato que precedía a la llegada del padre capuchino que venía de Sanlucar a decir la misa, a los niños y yo, que ya no lo era, nos dedicábamos a ordenar en la biblioteca-capilla todos los asientos posibles para la numerosa concurrencia: unos bancos que adornaban el hall de entrada, todas las sillas del comedor, de la cocina y de los dormitorios del piso alto, butacas, banquetas y algún trasto de playa. Algunos de nosotros reservábamos asiento para alguna persona mayor que nos era particularmente simpática; la gente joven se quedaba en pié y los más pequeños oían la misa sentados en el suelo, al estilo morisco apoyados en las rodillas de padres y abuelos. Acabado el Santo Sacrificio, el cura era invitado a desayunar y la concurrencia se dispersaba tras una profusa y exuberante despedida.

Recuerdo con añoranza este veraneo en “Villa Horacia” porque fue para mi el último con el clan al completo; este había sufrido la pérdida irreparable de abuela en el invierno anterior. La extremada generosidad y capacidad de acogida de abuelo, tema que merece una glosa independiente que haré en una carta futura, se puso de manifiesto, una vez mas en el gran número de miembros de la familia que veraneamos juntos en “Villa Horacia” aquel año. Para colmo, pasaron con nosotros algunos días varios amigos de los niños: Martín y Manolo Arévalo, su primo Manolo Clavero que andando el tiempo fue Ministro de Administraciones Públicas, en el primer Gobierno de la transición democrática y Elías, el inseparable amigo de Paco.

Yo, que ya era estudiante universitario, había dejado los juegos por los incipientes coqueteos y pronto tuve que abandonar unos y otros para dedicar los veranos a la Patria, es decir, que los veranos de 1942, 1943, 1944 y 1945 los pasé en “la mili marcando el caqui”.
         
          Seguiré todavía contandoos algunas cosas más.

          Besos y abrazo de

                                              Rafael