Querida familia:
Todo sevillano de pro reserva en lo más profundo de su corazón, en el lugar más recóndito, un altarcito íntimo donde dar culto a su Cristo, a su Virgen, a la advocación cristológica o mariana de su Hermandad, de su cofradía de nazarenos en la que fue inscrito cuando todavía no sabía hablar y la que le despedirá de este mundo cuando ya no pueda decir palabra. Por lo tanto, no se puede escribir de Sevilla, de gentes que nacieron, vivieron y murieron en Sevilla sin referencia a la maravillosa Semana Santa de nuestra capital. Por supuesto que no pienso hacer una historia de esta manifestación religiosa, artística y cultural; todos sabéis que hay una amplia bibliografía sobre el tema y mi modesta pluma poco podría aportar. Me limito a contaros cómo viví la Semana Santa, en particular en la azarosa década de los treinta del siglo pasado, que tanto hizo sufrir a los capillitas.
Quiero decir, en primer lugar, que para sacarle a la Semana Santa todo su sabroso jugo hay que tener un sentido religioso de la vida porque, como es obvio, se trata de la forma como los sevillanos proclaman su adscripción al credo cristiano; no deben desorientarnos ciertos pintoresquismos, alguna vez extemporáneos, que han hecho mella a veces en gentes de otras latitudes. Se trata de una manifestación de fe cristiana, eso sí, expresada a la andaluza.
Además, al sentido religioso hay que añadir la sensibilidad artística indispensable también para saborear nuestra fiesta sagrada. Todas las artes mayores y menores, salvo quizá la pintura que es arte de espacios interiores, se ponen de acuerdo para rememorar la Pasión de Cristo Redentor. En primer lugar, la escultura, en especial la del periodo barroco, cuyo ejemplo ha seguido produciendo imágenes que siguen sus patrones hasta la época actual. Pero también la Arquitectura, porque ¿no es una obra de arte sacar a la calle los pasos de la cofradía de San Esteban a través de una bellísima portada ojival por la que, desde luego, no caben? Y, como sabeis, hay muchos ejemplos más.
La Música, el arte más misterioso de todos, ha dado una serie de marchas procesionales de gran belleza que, junto a las adaptaciones de otras procedentes de óperas o sinfonías, acompañan a muchas de nuestras Vírgenes en su recorrido callejero.
La voz humana contribuye también con la saeta, ese enigmático cante sobre cuyo origen vienen devanándose los sesos muchos escritores sin que, al parecer, hayan llegado a una conclusión definitiva. La voz quebrada, rota, parece indispensable para ser cantaor de saetas y las voces educadas, al querer imitarla, han cosechado rotundos fracasos.
La contribución de muchas artes menores es también muy relevante. La orfebrería produce una bella variedad de candelabros, coronas de las Vírgenes, varales de palio, respiraderos, insignias; el bordado de mantos y palios de las Vírgenes sigue produciendo obras de gran belleza.
Y en fin, son manifestaciones artísticas efímeras la disposición de la candelería que ilumina los pasos, el vestir de las Vírgenes y el disponer sus joyas y adornos, la selección y colocación de las flores blancas y rosas de sus pasos o el más severo exorno de los pasos de Crucificado en los que domina el rojo sangre de los claveles.
Para saborear la Semana Santa os voy a exigir una tercera cosa: hay que ensamblar plenamente el sentido religioso y la sensibilidad artística, sentir ambos al unísono como un todo que nos ha sido regalado por Dios.
Mi padre era un entusiasta de la Semana Santa sevillana y me transmitió su amor por ella. En los primeros años de su viudedad debía encontrarse muy sólo y solíamos salir juntos en los atardeceres bonancibles; aprovechaba para contarme anécdotas y datos de la historia sevillana, muchos de los cuales tenían relación con las cofradías. Supe por él quiénes fueron Martínez Montañés, Juan de Mena, Pedro Roldán, Ruiz Gijón, etc; comencé a apreciar la belleza barroca que esos escultores produjeron ligándola siempre con el sentir religioso que tratan de despertar. También llamaba papá mi atención sobre los numerosos vestigios de las civilizaciones romana y árabe dispersos por Sevilla, las bellas portadas ojivales de las viejas iglesias construidas al amor de un minarete convertido en torre cristiana. Estos templos antiguos albergan casi siempre una cofradía y en mis paseos iba aprendiendo cosas de la historia de ellas. Las maldades del rey don Pedro, las desgracias del rey sabio, los triunfos de su santo padre, Fernando III, y muchas cosas más las iba yo conociendo casi antes de su estudio sistemático en la correspondiente asignatura de tercero de Bachillerato. Pero, sobre todo, en aquellos años treinta, en gran parte, nada propicios al esplendor procesional, surgió en mí ese cariño por la Semana Santa que ya no me ha abandonado y que ha surgido con toda intensidad en mi hijo Javier y en Javierito y Pablo, sus hijos, que han resultado unos capillitas de tomo y lomo. Habrá que aceptar que existen misteriosas conexiones genéticas que transmiten gustos y aficiones. Es curioso que mi nuera Cristina es también una entusiasta capillita; quizás se explique esto por sus ancestros andaluces.
Mi padre era hermano de la cofradía del Gran Poder y salía en ella todos los años y en la madrugada del Viernes Santo. Era entonces la cofradía con mayor número de nazarenos y a ella pertenecía una gran parte de la burguesía sevillana; quizás esto siga aún siendo así. Papá era también hermano de El Cachorro, la cofradía trianera de los hermanos Herrera, pero nunca salía en ella salvo como comentaré después en 1936.
A nosotros, como ya he indicado, nos inscribían en esta Hermandad familiar cuando éramos todavía muy pequeños y por eso creo que mi antigüedad cachorrista es ahora de ochenta y siete años y, por ello, figuro como número uno en la lista de la Hermandad aunque, como también os he dicho, mi hermana Maruja me discute ese honor. Yo empecé a salir muy pronto, quizás a los siete años, si bien sólo hacía la primera parte del recorrido; mis hermanos se fueron incorporando año tras año. Vino luego la interrupción de la estación a la Catedral de
los primeros años treinta como comentaré después.
Cuando éramos pequeños, en los últimos años de la monarquía alfonsina, veíamos el desfile procesional desde los cierros de la casa de don Enrique Tello, es decir, justamente enfrente de la puerta de San Miguel por donde entran las cofradías en la Catedral; los pasos hacían su entrada a los acordes de la la marcha real salvo en el caso de las cofradías serias que prescinden de la música, como es sabido. Desde nuestro observatorio se veían muy bien los pasos de Cristo y de misterio; no así las Vírgenes, ya que el palio impedía ver sus rostros y el exorno del conjunto, pero a nuestras edades esto importaba poco.
En un par de ocasiones al menos, observé un hecho curioso que no creo que se repita hoy: a una cofradía se le negaba la entrada en el templo catedralicio y, en suma, se le daba con las puertas en las narices, cerrándolas a cal y canto cuando se aproximaba la cruz de guía correspondiente. La Hermandad, sumisa ante las decisiones de la jerarquía eclesiástica, se abría paso hacía el ensanche que flanquean el Archivo de Indias y el edificio de Correos y se recomponía su itinerario de vuelta a su templo. Esto le ocurría muchas veces a La Lanzada, última cofradía del miércoles y creo que alguna vez a Pasión, última del jueves santo a causa de que, a una hora fija, quizás las diez de la noche, se iniciaba el oficio del Miserere y la última cofradía de los dos días citados se había retrasado en su llegada al templo arzobispal, posiblemente por culpa de las que le precedían en el desfile.
La Semana Santa sevillana no es sólo el desfile procesional de sus cofradías, la Iglesia se vuelca en los cultos solemnes que, a mi modo de ver, tienen en Sevilla un tinte barroco que no ha perdido con el paso de los siglos. Los oficios de jueves y viernes santo en el gran templo catedralicio tienen una majestad solemne que no es fácil de encontrar en otras latitudes. Y entre los cultos tradicionales que tienen lugar en aquél figuraba el canto del Miserere en las noches citadas, es decir el rezo ceremonioso del Salmo 50 del rey David.
Se cantaba la magnífica obra de Hilarión Eslava, compositor romántico del siglo XIX que fue maestro de capilla de la Catedral hispalense, se hizo sacerdote en nuestra ciudad y tuvo una abundante producción musical tanto profana, por ejemplo su ópera Pedro el Cruel, como religiosa: misas, letanías, motetes, etc. Su más famosa obra es el Miserere, que consta de diez o doce versículos en los que David, gran creyente y gran pecador, pide vehementemente piedad y perdón al Creador. En el texto bíblico figuran veinte versículos pero creo que en la obra musical no se llega a tantos o quizás algunos eran recitados por el clero asistente alternando con los entonados por un tenor, un bajo, un contratenor y por el coro.
Era frecuente en aquellos años veinte y también más tarde finalizada la guerra civil contratar al tenor y al bajo de la compañía de opera que actuaba en el teatro de la Exposición a partir del domingo de Resurrección para que se hicieran cargo de las partes correspondientes del Miserere. Esto se hizo en más de una ocasión y así el famoso Lauri Volpi, en fecha que no puedo precisar, cantó los tres versículos de tenor Amplius, Tibi soli peccavi y Benigne cuyos lamentos, Lávame más y más, Contra ti sólo he pecado y Sed benigno, Señor, cantados por una gran voz en el marco único del grandioso templo cuyas naves estaban impregnadas del olor a cera y azahar que las cofradías iban dejando a su paso, no pueden olvidarse y al recordarlos me ponen todavía la carne de gallina.
Que yo recuerde el bajo tiene a su cargo dos versículos iniciados por las palabras Quonian y Libera me. Otro versículo, Redde, exige una voz blanca de tiple o contratenor; pero estos últimos eran escasísimos desde la desaparición de los desdichados castratti y las voces femeninas no estaban permitidas en el culto. Se encargaban entonces del versículo dos seises de timbres vocales todavía infantiles. El resto de los versículos era cantado por el coro.
El Miserere se cantaba como he dicho el miércoles y el jueves santos en una acción litúrgica presidida por el cabildo catedralicio. Pero, además, el martes santo, a horas compatibles con el desfile cofradiero y con el culto, tenía lugar un ensayo general en la misma capilla central del templo con el objeto de evitar posibles desajustes entre cantantes y orquesta. Este ensayo no tenía carácter litúrgico, había que pagar por oírlo y parece que los solistas se esmeraban particularmente en su labor, al saberse oídos por personas cultivadas en conocimientos musicales y muy críticas, porque, es ocioso decirlo, lo mejor de la sociedad sevillana se volcaba en esta audición. Estos oyentes esperaban, con emoción contenida, a que el tenor, al entonar el penúltimo versículo Benigne, se aventurara a dar el do de pecho al llegar a la palabra final Jerusalem; parece que en muy pocas ocasiones se vieron satisfechos pues era muy comprometido atreverse con la nota más aguda de la voz de tenor; este se solía contentar con un “do” más corrientito. Tampoco los simples mortales al cumplir nuestras obligaciones ordinarias ponemos en ello el máximo esfuerzo, o sea, no damos el “do de pecho”, como suele decirse. Una buena actuación de los solistas en el Miserere presagiaba el éxito de ellos en las inmediatas representaciones de ópera; esto es un buen ejemplo de cómo a veces los sagrado ayuda a lo profano con una propaganda gratuita.
El Miserere dejó de cantarse algunos años, pero según mis informes, se ha recuperado su audición en forma de un concierto único el sábado de Pasión. ¿Se ha perdido así el ensamblaje arte-liturgia tan indispensable para mí?
Hay ciertos aspectos curiosos sobre la Hermandad del Santo Entierro que llamaron entonces mi atención y que quizás merezca la pena comentar. Me contaron que dicha Hermandad, cuya procesión había de tener especial solemnidad, solo salía cada siete años, aunque siempre dudé que esta periodicidad se cumpliera con rigor. Llevaba como hoy tres pasos: la Canina con su tétrico esqueleto que nos recuerda a la inexorabilidad de la muerte, la Urna con Cristo muerto y el Despedimiento que reúne, presididos por la Virgen a importantes personajes de la Pasión. En el primer paso van los hermanos de la cofradía, poco numerosos si se compara con los de cualquier otra; el segundo lleva las representaciones de las demás cofradías constituidas por unos diez o doce hermanos de cada una que portan el estandarte correspondiente. El acompañamiento del tercer paso no era de nazarenos, figuraban en él las representaciones de los estamentos civiles, militares y religiosos. La Universidad estaba presente con muchos catedráticos vistiendo sus togas negras y sus mucetas de varios colores según Facultades. La Audiencia territorial con sus miembros vistiendo también togas negras formaba también parte del cortejo. La representación militar, con sus uniformes de gala, iba presidida por el Capitán General de la Segunda Región y, en algún caso, creo que en 1929, por el propio Rey Alfonso XIII. Figuraban asimismo la Diputación provincial con su Presidente y el Ayuntamiento con el Alcalde al frente; diputados y concejales vestían de frac. Las órdenes religiosas estaban abundantemente representadas y tras el paso del Despedimiento marchaba el Cardenal Arzobispo acompañado por los canónigos y beneficiados del Cabildo catedralicio. Un destacamento de Infantería en uniforme de gala portando sus armas en posición invertida cerraba la marcha.
No se como ha quedado esto con esta ola de laicismo beligerante que padecemos y en que grado se ha actuado para evitar que, al participar en la procesión, un Catedrático con su toga o un militar con su uniforme de gala pueda ofender a algún moro con chilaba o alguna mora con burka.
No he podido comprobar personalmente una chistosa anécdota: al pasar las cofradías por el comienzo de la calle Sierpes, los sesudos socios del Círculo de Labradores que las contemplan desde las butacas situadas ante los ventanales se levantan cuando llega un paso como signo obligado de respeto y reverencia. Algunos socios hacían una excepción y, al pasar la Canina, que no lleva ninguna imagen santa, se levantan también pero se vuelven de espaldas en señal de antipatía y rechazo.
A lo largo de la historia de la Semana Santa sevillana, la procesión del Santo Entierro se organizó a veces de forma más complicada. Así ocurrió quizás ya en el siglo XIX, y, con seguridad dos veces durante la monarquía alfonsina y alguna más en los primeros años del franquismo. Se trataba de reproducir la pasión de Cristo mediante el desfile, por orden cronológico de los pasos de “misterio” que evocan las escenas más significativas de ella. Este desfile se intercalaba entre los dos primeros pasos del Santo Entierro. Figuraban así: la “Entrada en Jerusalén” de la cofradía de “La borriquita” del Salvador, la “Sagrada Cena” del templo medieval de Omniun Sanctorum, la “Oración del Huerto” de la capilla de Montesión, el “Prendimiento” de la de San Andrés, “Jesus ante Anás” de la cofradía del Dulce Nombre, la “Sentencia” de la Macarena, la “Columna y azotes de “Las cigarreras”, la “Corona de espinas” y la “Vía dolorosa” del Valle, un Jesús Nazareno de los varios que procesionaban, una “Caída de Jesús bajo el peso de la cruz”, la “Exaltación de de la Santa Cruz” de Santa Catalina, el paso de las “Siete palabras”, un Crucificado que solía ser “El Cachorro” que así cumplía con su estación a la Catedral el día que le correspondía, un “Calvario” completo con los dos ladrones crucificados con Jesús, “La Lanzada” que le infirió Longinos después de morir y el patético “Descendimiento” de la Quinta Angustia. Los pasos iban acompañados de una pequeña representación de nazarenos de la correspondiente Hermandad, pero cuando esta era “del viernes”, caso de “El Cachorro”, de todo el cuerpo de nazarenos de la misma.
Todo esto provocaba disfunciones poco satisfactorias. Al ser el Santo Entierro la única procesión del día, con excepción de la Soledad de San Lorenzo que hacía estación tras él, alguna cofradía del Viernes Santo, que no tenía sitio en el desfile citado como la “Soledad de San Buenaventura” optó por salir otro día. Algún paso de Virgen no salió como ocurrió con nuestra Virgen del Patrocinio. Otros pasos repetían salida al haberla hecho el día correspondiente. La incorporación de cada paso con su pequeña escolta de nazarenos en el momento oportuno a la “carrera oficial” era muy complicada. Estaba claro que esta práctica de indudable inspiración catequetico-docente tenía que ser abandonada. El Santo Entierro se transformó en una cofradía anual, como las otras, aunque con las peculiaridades, en cuanto a representaciones oficiales, que autorice el poder político que, como sabemos, se mete en todo. Por otra parte las modificaciones litúrgicas de mediados de siglo acabaron por resolver el problema al, por así decirlo, habilitar el Sábado Santo para que salieran cofradías; el Santo Entierro, junto a tres o cuatro hermandades más, trasladaron su estación a este día. Entre estas está por supuesto la “Soledad” de San Lorenzo que sigue desfilando en último lugar
En 1931 la Semana Santa transcurrió con normalidad a pesar de la agitación política que culminó, unos días después, con la proclamación de la República. En la primavera tuvo lugar la calamitosa jornada de la “quema de conventos” que afectó, entre otros templos, a la capillita de San José que, como sabeis, es una céntrica y bellísima obra del barroco perteneciente a la orden capuchina. Aunque la capilla ha sido limpiada y restaurada después pude comprobar, en una visita de hace varios años, que aun quedaban porciones ennegrecidas en los entresijos de los altares barrocos. Esto y la legislación antirreligiosa que el gobierno estaba poniendo en marcha a toda prisa indignó a los cofrades y las juntas directivas de las Hermandades acordaron suspender la salida en 1932. Únicamente discrepó la Hermandad trianera de la Virgen de la Estrella que justificó su acuerdo en el deseo, de sus cofrades de adorar como siempre a sus imágenes titulares en la calle.
Nosotros que, como niños, teníamos también la misma ilusión nos trasladamos a la casa de don Enrique Tello y allí presenciamos la llegada de la procesión, cuyos hermanos no vestían túnicas. Para verlo todo mejor, Maruja y yo bajamos a la calle acompañados de alguna persona mayor y nos vimos sorprendidos por un ligero revuelo producido cuando un desalmado arrojó un pequeño petardo al paso de la Virgen cuando este acababa de salir de la Catedral. El conato de incendio que se produjo fue fácilmente sofocado y la procesión continuó su marcha hacia el templo de San Jacinto donde entonces radicaba Como en 1933 las circunstancias políticas no habían cambiado, las Hermandades mantuvieron su decisión de no salir; algunas montaron sus pasos y los adornaron para que los fieles pudieran contemplarlos y rezar ante ellos dentro de las iglesias. La concurrencia fue, desde luego, muy grande.
Pero en los jóvenes de mi familia, y aquí incluyo destacadamente a varios de mis primos por la línea materna, cundía el descontento por esta situación. No se podía aceptar que, por razones políticas, desapareciera la parte más brillante, popular y entrañable de la celebración de la Pasión de Nuestro Señor. A falta de cofradías de los mayores, nosotros fundaríamos una de niños y para niños y la sacaríamos procesionalmente a la calle. La idea parece que se debió a mi primo Perico Alvarez-Ossorio, el hijo mayor de tío Perico, que por entonces tendría dieciséis años. Todos los demás hermanos de la naciente cofradía eran más jóvenes que él y una mayoría estábamos emparentados. Hicimos un pequeño paso que no llegaría al metro de alto y con una imagen de la Virgen llevamos a cabo nuestra estación de penitencia desde el domicilio de tío Perico, sito en la calle Don Remondo, precisamente en el lugar donde muchos años después, fue asesinado por ETA el matrimonio Becerril, hasta San Isidoro 24 de donde regresamos, quizás al día siguiente, por ese dédalo de calles estrechas (Abades, Bamberg, Argote de Molina, Manuel Rojas Marcos) que separan ambos domicilios. Contentos y emocionados con nuestra hazaña, que fue contemplada con asombro y en parte con aplauso, por un discreto número de transeúntes, procedimos en el otoño siguiente a que nos esculpieran una imagen de la Dolorosa que hizo un tal Sr. Bidón (tengo muchas dudas de que éste sea su nombre). Salimos a la calle con ella, con nuestra imagen titular, uno o dos años más y no se que ha sido de esta Virgen pequeña, pero que tiene un sitio pequeño en la historia de la Semana Santa sevillana.
Las elecciones generales de noviembre d 1933 cambiaron bastante el panorama político de la República española. La CEDA (Confederación española de derechas autónomas) fue el partido más votado pero no alcanzó el número de diputados suficiente para formar ella sola gobierno. Le seguía en votos el partido radical comandado por Don Alejandro Lerroux, un viejo político que había iniciado sus actividades como furibundo revolucionario en las primeras décadas del siglo XX en Barcelona. Su partido fue uno de los que se aliaron para traer la República y aunque la mayoría de sus afiliados eran agnósticos y abundaban entre ellos los miembros de la Masonería, había ido evolucionando a posiciones moderadas y adoptó una actitud respetuosa con la religión y sus manifestaciones sobre todo cuando su sector más izquierdoso se separó y bajo la jefatura de Diego Martínez Barrio formó el nuevo partido de Izquierda republicana. El partido de Lerroux sería hoy calificado de centro izquierda y formó gobierno en alianza con la CEDA y alguna fuerza menor.
Una prueba de la tradicional timidez de la derecha española a la hora de plantear sus exigencias en la constitución de gobiernos fue que el que se formó entonces, estaba presidido por Lerroux y solo entraron en él tres miembros de la CEDA. Sin duda no se quiso enfadar a la izquierda que seguía siendo muy fuerte y, como es sabido, se encrespó poco después con el primer levantamiento contra el poder constituido de aquellos tiempos.
Volviendo a nuestro tema, había llegado el momento de que las cofradías volvieran a salir. Sin embargo, en 1934 solo lo hicieron trece de las cuarenta y cuatro que creo que había entonces. En 1935 la Semana Santa recuperó toda su brillantez, todas las cofradías hicieron estación, los palcos estaban llenos y las mantillas lucían innumerables y nosotros, yo en particular con mis trece años, lo pasamos estupendamente porque además las circunstancias, como ahora diré, ayudaron mucho.
Existía entonces una ley, que hoy nos parece antidemocrática y absurda por la cual, a continuación de unas elecciones parlamentarias, el Gobernador civil de la provincia podía sustituir al alcalde y los concejales de cualquier municipio por otras personas para ajustar la composición del organismo consistorial a la del nuevo gobierno. Así se hizo entonces y fue nombrado alcalde don Isacio Contreras, fiel lerrouxista y primer teniente de alcalde papá que era por entonces secretario de la CEDA sevillana, comandada por el conde de Bustillo. Tenía papá a su cargo la policía municipal y los abastecimientos y la minoría que él presidía en el Ayuntamiento era más numerosa incluso que la lerrouxista. Por su cargo disfrutaba su familia durante la Semana Santa de un balconcillo del piso superior de la casa consistorial; desde él se disfrutaba de una amplia visión de la entonces plaza de la República y allí pasamos nosotros las tardes del desfile cofradiero. Los palcos se extendían bulliciosos por debajo de nosotros. Yo pensaba que era mucho más satisfactorio ver los pasos desde abajo pero había que disponer de la correspondiente entrada que costaba algunas pesetas; yo no quería recargar el presupuesto familiar y solicitar ayuda económica y, por eso, me iba a la puerta de los palcos y aprovechaba la entrada de una familia numerosa, mejor aun si era conocida, para entrar sin el ticket correspondiente; al salir exigía que se me diese la contraseña, a la que ya tenía derecho, y así entraba y salía a mi gusto durante las cinco o seis horas del desfile cofradiero. Recuerdo con emoción esta Semana Santa solemnísima y brillante, en la cual hasta el tiempo colaboró.
El panorama político nacional dio un nuevo vuelco en febrero de 1936 debido al resultado de las elecciones de diputados a las Cortes que dieron un abrumador triunfo a la izquierda; este fue particularmente acusado en la circunscripción de Sevilla capital. En seguida se intensificó la agitación social, muchas disposiciones antirreligiosas que, sin haber sido derogadas, no eran exigidas en los dos últimos años, volvieron a hacerlo con rigor. Parece que las Juntas directivas de las cofradías se plantearon la decisión de no hacer estación a la Catedral como en 1933. Pero la actitud gubernamental había cambiado; se apreciaba la influencia de las procesiones en el turismo, sobre todo en el internacional y el Gobierno no estaba dispuesto a renunciar a los beneficios económicos correspondientes. Hubo algo así como una orden tajante al Gobernador civil que me parece que era una persona moderada y dialogante, de que las cofradías tenían que salir por encima de todo. Debió haber alguna reunión del Gobernador con la Junta de Cofradías, en la que aquel se comprometió en lo que respecta al orden público y a las subvenciones y las Hermandades optaron por salir con excepción de la de Santa Cruz que adujo la situación de bancarrota en que se hallaba para no hacerlo.
Y, por fin, las cofradías fueron saliendo aunque con supresión de las representaciones oficiales; se notó cierta tendencia de la gente a preferir el callejeo en los barrios a la carrera oficial que quedó algo deslucida.
Llegó el Viernes Santo y nosotros vestimos nuestras túnicas y nos encaminamos a la capilla del Patrocinio. Éramos cinco niños, el mayor yo de catorce años y el menor el Pulga de ocho. También venía papá, que había renunciado a salir en el “Gran Poder” para estar con nosotros en “El Cachorro”. La tarde se presentaba bochornosa y amenazaba tormenta. La delegación del Partido comunista, sita en la calle Castilla, como sabeis la primera del recorrido de nuestra Hermandad, hervía de gente que gritaba y cantaba para demostrar su absoluto desprecio por la festividad del día que demandaba cierto grado de recogimiento y serenidad. Alguien dijo que tenían el propósito de arrojar al Cristo al rio a su paso por el puente de Isabel II; creo que se trataba de un bulo lanzado para atemorizar a la gente, pero el miedo se mascaba.
Se acercaba la hora de la salida y el cielo se ponía cada vez más negro; Daniel Herrera llamó varias veces al observatorio meteorológico de Tablada que le confirmó la posibilidad de tormenta. Pero esta no estallaba y ya pasaban veinte minutos de la hora oficial de salida. No hubo otro remedio que abrir la capilla en cuyo umbral apareció la cruz de guía; se inició lentamente la salida y papá y yo, que éramos de las primeras parejas de nazarenos, empezamos a andar calle Castilla adelante. Tras un par de paradas empezaron a caer grandes goterones y sonó algún lejano trueno. No recibíamos órdenes de seguir y tras una parada más larga de lo habitual empezamos a desandar lo andado y ya bastante mojados retrocedimos ordenadamente a la capilla. Lo ocurrido fue como sigue; los hermanos del Cristo habían salido todos y el paso lo estaba haciendo; cuando el Cristo estaba enmarcado por la puerta de la capilla las gotas se intensificaron y hubo que volver atrás. La tormenta obligaba a suspender la estación para satisfacción de Daniel, el hermano mayor, que había rezado insistentemente para que así ocurriera.
Me recuerda Enrique la siguiente anécdota de una de las veces (quizás no la de 1936) en que hubo que suspender la salida de la cofradía a causa de la lluvia. La decisión de suspensión tenía que comunicarla el Hermano mayor y Daniel así lo hizo y terminó sus palabras de este modo “y ahora vamos a rezar un padrenuestro por nuestros hermanos difuntos que se nos han muerto”. Y después de esta indispensable aclaración sobre los que ya se había ido de este mundo, nos fuimos yendo todos, nosotros cinco rodeando a papá que respiraba con la sensación de haberse quitado un peso de encima. Recuerdo que allá por la calle Reyes Católicos, alguien nos detuvo y nos dijo algo así: “vuelvan ustedes que como ha escampado ya el Cristo va a salir”. Papá con la sorna que le caracterizaba le contestó: “si, si va usted para allá dígales que nos esperen que enseguida vamos” y continuamos nuestro camino hacía San Isidoro.
La Semana Santa de los años de guerra, 1937 y 1938, tuvo un matiz muy peculiar, cabría considerar ambas como especialmente piadosas, impregnadas de peticiones de misericordia al Señor: súplicas por aquellos que habían muerto en los luctuosos acontecimientos de los primeros meses de la guerra civil, ruegos, casi exigentes, por aquellos que luchaban en los frentes de batalla y por los familiares y amigos que estaban en la otra zona y de los cuales no se tenían noticias. Todo ello tenía su reflejo en las saetas; más que saetas “preparadas” desde los balcones próximos a las puertas de los templos en las salidas y entradas de los pasos, saetas en las esquinas y estrechuras de las calles viejas que surgían espontáneamente de la gente. Y eran saetas dolientes, quejumbrosas, de súplica que superponían a los padecimientos del Salvador las penas propias del “cantaor” y eran acompañadas por las lágrimas silentes de la concurrencia. Por supuesto no había, no podía haber turismo internacional ni del país y los aspectos más relumbrantes de la festividad religiosa habían sido suprimidos o atenuados sobre todo en la carrera oficial. En suma Semanas Santas más intimas y dolientes de lo habitual.
La guerra civil terminó el uno de abril de 1939 y el día siguiente era Domingo de Ramos. La Semana Santa recuperaba todo su esplendor y el clima de distensión que supuso el final de la contienda tuvo su reflejo en los desfiles cofradieros. Nosotros seguimos saliendo año tras año en “El Cachorro”; murió Daniel Herrera y su sobrino Fernando Campos fue Hermano mayor muchos años; después este cargo recayó en Mingo, mi hermano que lo desempeñó con eficacia y cariño. En fin nuestra vinculación familiar a la Hermandad del Santísimo Cristo de la Expiración y Nuestra Señora del Patrocinio se sigue manteniendo y yo tengo la inmensa satisfacción de que, aunque ya no puedo celebrar en Sevilla el Viernes Santo y el desfile de mi cofradía, me representan muy bien mis nietos Javier y Pablo y hasta la pequeñita Beatriz, que, gracias a las nuevas normas, también viste la túnica cachorrista en ese día santo.
La guerra civil terminó el uno de abril de 1939 y el día siguiente era Domingo de Ramos. La Semana Santa recuperaba todo su esplendor y el clima de distensión que supuso el final de la contienda tuvo su reflejo en los desfiles cofradieros. Nosotros seguimos saliendo año tras año en “El Cachorro”; murió Daniel Herrera y su sobrino Fernando Campos fue Hermano mayor muchos años; después este cargo recayó en Mingo, mi hermano que lo desempeñó con eficacia y cariño. En fin nuestra vinculación familiar a la Hermandad del Santísimo Cristo de la Expiración y Nuestra Señora del Patrocinio se sigue manteniendo y yo tengo la inmensa satisfacción de que, aunque ya no puedo celebrar en Sevilla el Viernes Santo y el desfile de mi cofradía, me representan muy bien mis nietos Javier y Pablo y hasta la pequeñita Beatriz, que, gracias a las nuevas normas, también viste la túnica cachorrista en ese día santo.
Besos y Abrazos
Rafael
N.B. Os incluyo mi árbol genealógico, confeccionado por mi hermano Paco al que agradezco su envío. Alguna nieta me lo había ya reclamado.
[TENGO QUE INCLUIR EL ÁRBOL, PERO NO LO ENCUENTRO]