lunes, 14 de marzo de 2011

Carta VI

Querida familia:

Antes de continuar una advertencia preliminar: no sé cómo llamar a este conjunto de hojas escritas. Quizás algo así como: Recuerdos y reflexiones sobre la vida y la familia de Rafael Pérez Alvarez-Ossorio reunidos cuando el autor ha penetrado profundamente en el camino irreversible de la vejez. He huido premeditadamente de una exposición cronológica rigurosa que hubiera sido un rollo para los lectores más jóvenes; he preferido reunir en una sola carta lo que sé y lo que pienso sobre un determinado familiar sea tío Miguel, o don Domingo Ferreira o tía Leocadia; mucho de lo que digo sobre ellos es reflexión a posteriori y, por tanto, sometida  toda clase de imprecisiones.

En consecuencia, toda rectificación o ampliación de mis escritos que me remitáis será bienvenida e incorporada en el momento oportuno o inoportuno, con mención agradecida de su procedencia. José Ramón me envió unos curiosos apuntes sobre tía Amparo González, que ya van unidos a la carta anterior.

Dicho esto, me encuentro hoy ante un tremendo vacío sobre una parte muy importante para la formación del clan familiar. ¿Cuándo se encontraron por primera vez Severiana y Rafael? Calculo que en el año mil ochocientos ochenta y… pero no puedo precisar más. ¿Dónde? Ni idea. ¿En qué circunstancias personales? Ni idea. ¿Cómo surgió en ellos el amor? Ni idea. ¿Cómo fue recibido éste por las correspondientes familias? No lo sé. Mi abuelo era un hombre que pasaba de la treintena, le habían ido bien los negocios y tenía dinero. Mi abuela, dieciséis años más joven que él, era casi una chiquilla, casi seguro muy bonita a juzgar por la belleza de su rostro que conservaba en su senectud. No sé en qué situación económica se encontraba su familia, que puede que se resistiera al enlace a causa de la diferencia de edad. ¿En qué iglesia se casaron? No lo sé. ¿Dónde vivieron sus primeros años de matrimonio? Ni idea.

Ante el citado vacío, paso directamente a la descendencia engendrada por Severiana con la colaboración indispensable de Rafael. Fueron cuatro hijos: María, Domingo, Rafael y Salud. No tengo noticia de ningún otro que se hubiera malogrado en la infancia. Tía María era casi dos años mayor que papá; de éste a su hermano había seis o siete años y otros dos separaban a los más pequeños.

De la infancia de todos ellos sé bien poco. Papá me contó en más de una ocasión el gran dolor que sintió cuando a los ocho años supo que España había perdido Cuba y Filipinas y había dejado de ser una gran potencia colonial. Debió de ser para él una impresión imborrable ya que, en sus conversaciones conmigo, aludía con frecuencia al luctuoso acontecimiento.

La educación de mi padre comenzaría, como es lógico, por su asistencia a la escuela; luego pasó al Instituto San Isidoro de enseñanza media, único que existía entonces y durante muchos años después en Sevilla. A él iban los pocos niños sevillanos que cursaban este nivel de estudios; no conozco estadísticas pero sí que eran muchísimos los niños que no pasaban de la enseñanza primaria; un cierto número la ampliaba en la Escuela de Comercio y otros con lo que hoy se llama formación profesional. Al término de los estudios secundarios, mi padre decidió contundentemente iniciar los universitarios y matricularse en la Facultad de Derecho. No sé si esta decisión fue del agrado del abuelo que, como creo haber dicho, parece que veía en el comercio la mejor profesión, a la vez digna y práctica. Papá hizo una buena carrera universitaria con sobresalientes y matrículas de honor pero luego…. Lo que sigue corresponde a otra carta posterior.

Siempre me ha llamado la atención el contraste entre el proceso educativo de papá y el que siguió su hermano Rafael seis o siete años después. Éste cursó la segunda enseñanza en el colegio de los Jesuitas, es decir, en un centro de pago donde se formaban los niños de la clase alta y media de Sevilla. Parece que fue un alumno listo aunque bastante inquieto y revoltoso. Al terminar sus estudios medios, fue mi abuelo el que se empeñó en que hiciera una carrera universitaria y, en efecto, cursó la de Derecho sin entusiasmo. Tío Rafael se dedicó pronto a los negocios donde le fue muy bien.

Poco hay que decir sobre los estudios de los dos hermanas María y Salud. A principios del siglo XX existía el criterio de que la mujer no tenía por qué participar en los bienes de la cultura. Le bastaba con saber leer y escribir y las cuatro reglas, en especial la de sumar para hacer bien las cuentas de la plaza. Difícil era encontrar una mujer que supiese dividir sin cometer errores de bulto. En la formación femenina entraba el aprender a llevar la casa y el saber coser; una operación que llevaba mucho tiempo a las mujeres era coser los calcetines que se rompían con facilidad por los talones y también por la acción del dedo gordo. Pienso que esta labor, que casi consideraríamos hoy como denigrante, se llevaba la vista de nuestras antepasadas que no se vieron libradas de ella hasta la aparición del nilon.

Claro es que existía también la costurera para la más importante labor de arreglar vestimentas viejas tratando de alargar su vida útil o bien de acomodar la que vestía algún chico, que había crecido demasiado, a un hermanito más pequeño. Si la economía familiar no lo permitía o simplemente como saludable medida de ahorro, estos hermanitos no estrenaban nunca salvo en la solemnidad del Domingo de Ramos en la cual el que no estrena no tiene mano, según el dicho popular hoy casi olvidado. La costurera era una especie de servicio externo, una asistenta si utilizamos la terminología más actual, pero nunca aceptaría ser considerada como parte del servicio y menos como criada porque su status era superior. De acuerdo con ello, si comía en casa no lo hacía con el servicio sino que éste le llevaba el condumio al lugar donde trabajaba.

Pero entonces, ¿en qué ocupaban las jovencitas las largas horas de la espera, breve o dilatada, del matrimonio? Porque éste era la única carrera abierta a la mujer, salvo los casos de vocación monjil, si pertenecía a las clases alta o media. En muchas familias se consideraba indispensable que las chicas, nunca los chicos, aprendieran a tocar el piano; no se tomaba en cuenta la disposición y aptitud requerida para este dificilísimo menester. En gran número de casos, nuestros antepasados tuvieron que sufrir el aporreamiento de las teclas procedente de sus congéneres femeninos, aunque en algunos las chicas lograban cierta pericia y con ello aumentaban sus atractivos con vistas a su destino: el matrimonio. Claro es que el piano es un instrumento muy caro y que ocupa mucho espacio, razones éstas que disuadían de su adquisición a las familias que estaban obligadas a cuidar de la peseta. En casa de mis abuelos nunca hubo piano ni afición a tocarlo. En cambio, había una especie de artilugio o sucedáneo que, con toda seguridad, es desconocido por mis lectores jóvenes: la pianola. Este artefacto tenía forma de piano, aunque sin cola, y suministraba música enlatada en forma de unos rollos de papel apergaminado horadados adecuadamente para reproducir las notas musicales. Ahorraba el aprendizaje del tecleo y el trabajo de proceder a éste, y suministraba sin duda mejor música que la que salía de las manos de las jovencitas inexpertas. Era en suma el precursor de los fonógrafos, gramófonos, tocadiscos, cadenas musicales y demás inventos que han ido surgiendo para que podamos disfrutar de la música, buena o mala según gustos.

Por favor, no creáis jóvenes lectores, que lo que acabo de escribir significa menosprecio de mi tía María, a la que yo quería mucho, y de mi tía Salud, a la que yo idolatraba. La misma falta de cultura se daba en mi madre y sus hermanas y en casi todas las señoritas de comienzos del siglo XX, y no digamos de las mujeres que no podían utilizar este título por los hábitos clasistas de la época. Las mujeres no cursaban entonces la segunda enseñanza y el supuesto de que pusieran pie en la Universidad era poco menos que una herejía. Comparad, queridas hijas y sobrinas, nietas y sobrinas nietas, esta situación con la actual invasión desmesurada de las féminas en todos los sectores de la enseñanza.

Voy a referirme ahora a tía María que, como no dejó descendencia, es quizás el familiar más desconocido de su generación por parte de los lectores jóvenes.

Recuerdo a tía María como una mujer mona, ni alta ni baja, muy cuidada en el vestir y en su apariencia personal y, detalle que me ha quedado muy grabado, cierto enrojecimiento en los pómulos que no provenía de afeites sino que era congénito en ella. Esto, que probablemente denunciaba un cierto desajuste en el sistema circulatorio, quizás explique su prematura muerte de un ataque al corazón cuando solo tenía 46 años.

Tía María se casó con tío Paco Herrera, hombre alto y bigotudo, bonachón y generoso, a quien teníamos también mucho cariño Maruja y yo. La familia Herrera ocupaba un lugar notorio en la capital hispalense, en gran parte debido a su estrecha vinculación con dos aspectos fundamentales en la vida sevillana: la Semana Santa y los toros. Procedía del barrio de Triana, que en aquel entonces se diferenciaba más de Sevilla que ahora en lo referente al estatus social medio de sus habitantes, calidad media de sus viviendas, pavimentación y alumbrado de sus calles, etc. Era un barrio muy modesto de casas de una a dos plantas con abundantes tabernas de pequeño tamaño, muchas tienduchas o cacharrerías donde se vendía casi todo. De sus edificios sólo destacaba la Iglesia de Santa Ana, quizás la más antigua de Sevilla. Las otras, San Jacinto y la O, no son modelos de belleza arquitectónica. El barrio producía azulejos en gran cantidad desde la época árabe en pequeñas factorías que lucían en sus fachadas bellos ejemplares de sus productos; eran frecuentes los que representaban a las Vírgenes dolorosas del barrio. En un caso que recuerdo, el azulejo ofrecía al paseante una poesía que transcribo por su belleza fresca y profunda:

Oficio noble y bizarro
Entre todos el primero
Pues en la industria del barro
Dios fue el primer alfarero
Y el hombre el primer cacharro

Creo que esta pequeña lección de teología es una muestra de cómo en Sevilla el sentir y el saber religioso late bajo cualquier actividad y de que esta religiosidad sevillana va siempre empapada en arte.

Yo no sé cómo era el patriarca de la familia Herrera, el padre de tío Paco. Pero papá que, como sabemos sus hijos y sus hijas políticas, era muy socarrón, me contó una anécdota que se ha quedado grabada en mi mente y quizás defina al Sr. Herrera. Le preguntaban su opinión sobre un conocido ya desaparecido; el contestó: era arto (alto), güen mozo y tenía un güen caballo. Es decir, que la calificación de excelente concedida a su difunto amigo se basaba en su considerable estatura, su buen aspecto y la posesión de una fuerte cabalgadura sobre la que pasear entre los olivos, lucir el tipo en la Feria o caracolear provisto de una defensiva garrocha entre los toros bravos que se criaban en la dehesa.

El señor Herrera tenía una considerable fortuna, en parte urbana y en parte rural, y una considerable descendencia formada por tres hijas, Matilde, Tula y Amparo, y cuatro hijos, Daniel, Paco, Enrique y Armando. Los conocí a todos, pero mis recuerdos, aparte de en el tío Paco, se concentran en tres: tía Amparo (nosotros extendíamos el parentesco a todos ellos), dos de cuyos hijos estudiaron Ciencias Químicas. Carlos, el mayor, compañero mío en la Universidad, ha hecho una espléndida carrera como investigador, y Fernando, el más joven, fue mi primer doctorando en Madrid, allá por los años cincuenta. Mis recuerdos conciernen además a tío Daniel y tío Armando, que en ellos aparecen siempre uno al lado del otro pero el primero, serio y mandón, era el jefe del clan, y el segundo, dicharachero y burlón, ocupaba un segundo plano.

La vinculación a la Semana Santa de la familia Herrera se centra en la Hermandad del Santísimo Cristo de la Expiración y María Santísima del Patrocinio, es decir en la cofradía de El Cachorro. Aunque a mis lectores sevillanos les resulte redundante leer el nombre de la hermandad en extenso, lo escribo así a posta como un acto de reverencia a Aquel que ha sido un nexo de unión entre nuestros seis hermanos (incluyo a Enrique).

Daniel Herrera era el Hermano mayor del Cachorro; no sé cómo en aquella época se elegía este cargo, pero en muchas cofradías de entonces llegaba a ser vitalicio y nadie lo discutía siempre que no fallara la dedicación de tiempo y dinero a la Hermandad. Daniel sentía un fervor intenso por el Cachorro, se ocupaba de que su culto tuviera la máxima solemnidad, de que en el quinquenio anual hablara el mejor predicador y, sobre todo, de que la procesión, la estación anual a la Santa Iglesia Catedral, tuviera la mayor brillantez, con excelentes bandas de música que acompañaran a nuestras imágenes, con las mejores flores y la mejor cera que envolvieran a nuestra Virgen, etc. En los últimos años de su vida, cuando ya no podía presidir el desfile procesional, esperaba a éste sentado en un sillón en la puerta de su casa de la calle Pópulo y los pasos eran vueltos para que el viejo hermano rezara y llorara ante ellos.

Toda la familia Herrera era hermana de El Cachorro y tío Paco fue haciéndonos hermanos a nosotros sus sobrinos políticos cuando éramos aún muy pequeños. La consecuencia de esto es que en la relación actual de hermanos, que supera los 2.500, figuramos entre los diez primeros Maruja, yo, Paco, Enrique y Mingo: En el recibo mensual figuro como número uno de la Hermandad. Sé que este puesto me es disputado por Maruja, según apareció publicado en un periódico hace algún año. Esta intromisión reporteril se basa en que Maruja es mayor que yo y en que ambos fuimos inscritos el mismo día, sin embargo, yo puedo aducir que, dadas las costumbres acentuadamente machistas de la época, yo fui el primero que subió al altar al ser nombrado por el Mayordomo de turno. No nos vamos a pelear por eso y podemos, como en los deportes, ocupar ex equo la discutida y distinguida posición en el escalafón cachorrista.

El segundo punto sobre la situación de la familia Herrera en la sociedad hispalense se refiere a su estrecha relación con la fiesta de los toros y su gente. Daniel, posiblemente con la participación de alguno de sus hermanos, poseía un magnífico cortijo, La Capitana, en las proximidades de Utrera, dedicado a la cría de reses bravas. Como era de rigor, la finca tenía una pequeña plaza de toros indispensable para el herrado, que marca con hierro candente en los lomos de las reses el distintivo de la ganadería, para la tienta o prueba de la bravura de los toros y para otras faenas a que son sometidos estos. Parece que en esta placita un grupo de chiquillos, trianeros quizás, ensayaban sus aptitudes para el toreo en las noches de luna clara con vaquillas que posiblemente estaban estabuladas en algún anexo de la plaza; entre estos jovenzuelos destacaba Juan Belmonte. Esto llegó a conocimiento de Daniel, que se convirtió en su mentor e hizo posible su lanzamiento como novillero. Después vinieron los éxitos, la alternativa, la pugna amistosa con Gallito y, por fin, Juan hizo las Américas y regresó de ellas rico y casado con Julia, una hermosa peruana.

Posiblemente el recuerdo sentimental de sus primeros pasos hizo que Juan comprase La Capitana para llevar a cabo en un futuro su transformación de torero en ganadero. Juan y Julia tuvieron dos hijas, Yola y Blanca, de edades parecidas a las de Maruja y mía, y tío Paco nos llevó algunas veces al cortijo a jugar con ellas sin alejarnos de la casa por precaución ante el posible acercamiento de alguna res, aunque parece que éstas guardan su fiereza para el coso taurino, para morir con dignidad como animal de noble estirpe. En las profundidades de mis recuerdos figura un toro que levanta la testa y nos mira fijo desde la lejanía desigual de los olivos. Es probable que esto sea un falso recuerdo, más bien una especie de transferencia del famoso toro de Osborne que tanto adorna nuestras carreteras.

Juan Belmonte escogió La Capitana para morir y años más tarde se suicidó de un tiro en la boca en una de sus salas.

Tía María y Tío Paco vivían en una de las casas más bonitas de Sevilla, situada en la calle Canalejas frente a la que viven Amparo y Mingo. La fachada conserva hoy plenamente su belleza original y supongo que lo mismo ocurrirá con su interior, ya que sus sucesivos propietarios han sido personas de gusto y amantes de las esencias sevillanas. Maruja y yo éramos invitados con frecuencia a pasar el día con tía María. Muchas cosas me impresionaban de la casa de mi tía. En el zaguán y en el patio, ostentaba su protagonismo el azulejo sevillano y, más al fondo, tras las habitaciones del piso bajo en las que se hacía la vida cuando apretaba el calor, había un patinillo más recoleto en cuyas paredes se derramaban los geranios acompañados de plantas enredaderas y que olía con intensidad a jazmín en la época correspondiente. En el piso principal había (y habrá) una pequeña capilla presidida por una imagen de la Virgen de Lourdes y un espléndido comedor que tomaba su luz a un lado y otro del patio y del patinillo. Las tres habitaciones con vistas a la calle eran el dormitorio, el salón y el gabinete al que hoy llamaríamos cuarto de estar. El salón, reservado como ya podéis colegir a las visitas, estaba espléndidamente decorado con cuadros, espejos y cornucopias y lucía un magnífico mobiliario, entre cuyas piezas recuerdo en especial una que creo totalmente desaparecida en las casas de hoy; se trata de un tu y yo un sofá de dos plazas retorcido en forma de ese tendida; al ocuparlo dos personas, éstas estaban orientadas en sentidos opuestos pero mediante un ligero escorzo quedaban agradablemente enfrentadas para poder mantener una discreta conversación, un discreto pelar la pava si se trataba de novios o un discreto coqueteo si estaban en camino de serlo. Claro es que el mueble tenía que estar más o menos en el centro del salón pues en caso contrario uno de sus ocupantes quedaba castigado de cara a la pared; de esta forma, la citada pareja quedaba sometida a la discreta observación del resto de la concurrencia; quizás por esto el tu y yo ha sido relegado hoy a pieza de museo.

En el gabinete, también muy cuidado en mobiliario y adornos pero más cálido e íntimo, destacaba un gramófono en forma de templo grecorromano con una cúpula plateada que se levantaba para poder situar en el plato los grandes discos de entonces, casi todos de la marca La voz de su amo. Todo ello iba montado sobre unas columnitas plateadas; el conjunto era un aparato grande y pomposo. No recuerdo haber oído salir de él nada de música clásica y buena. Creo que la colección de discos de mis tíos se centraba en las innumerables clases de flamenco entonadas por los mejores cantaores de la época acompañados por estupendos tocaores de guitarra; en el conjunto discográfico de mis tíos figuraban también las bellísimas marchas procesionales de las cofradías y los inevitables tangos argentinos entonces muy de moda; entre estos mis preferidos eran La cumparsita y Caminito…¡Qué originalidad!.

Termino esta quizás demasiado larga misiva esperando que en ella habréis encontrado aspectos poco conocidos de la familia y de la Sevilla ya ida.

          Besos y abrazos a todos de

                                      Rafael

viernes, 11 de marzo de 2011

Adenda (remitida por mi hermano José Ramón)

Estas notas se refieren a la familia de nuestra abuela Severiana quien, por su madre, descendía de una familia de origen portugués muy conocida en Sevilla. Nuestro tatarabuelo don Domingo Ferreira, del que procede el nombre familiar de Domingo, fue un médico de renombre en la ciudad, cuyo retrato al óleo presidía el salón de nuestra casa de la calle San Isidoro.

Pero me quiero referir sobre todo a la familia paterna de la abuela y más concretamente a la ascendencia de D. Esteban González de la Mata, que debió ser el abuelo o bisabuelo de la abuela Severiana y cuya historia nos llega a través de un curioso personaje, la tía Amparo González, prima (no sé en qué grado) de la abuela, que nos visitaba con frecuencia y a la que recuerdo siempre con una cinta alrededor del cuello (lo que entonces se llamaba un siguemepollo), que le ayudaba a sujetar una abundante papada.

La tía Amparo poseía unos documentos que, según ella, (aquejada de una cierta manía de grandeza) contenían la historia de la familia. Recuerdo esos documentos, escritos a mano, y que debían ser muy antiguos por lo deteriorados que estaban, que nos leía o nos daba a leer con frecuencia. Según ellos, la historia de la familia se remontaba a un matrimonio de santos de la época mozárabe, San Azcar y Santa Delfina. Un descendiente suyo debió pulular por la corte de Don Pelayo, cuyo yerno y sucesor (a la muerte de Favila), Alfonso I, debió ofenderlo de algún modo, según se desprendía del romance:

Rey Alfonso, rey Alfonso
Me despreciáis porque sí;
Pues sabe que contra el oso
A Favila defendí.

Andando el tiempo, aparece el personaje principal de la historia, D. Pero de Mata, noble de la corte de Alfonso XI, al que acompañó en la batalla del Salado, en la cual debieron darlo por muerto y casi enterrarlo, según canta el romance, puesto en boca del rey:

Maese Pero, maese Pero,
Vos que a herexe muerte hedíés;
Si al Salado fuisteis vivo,
¿por qué amorataxado os veis?

A este D. Pero otorgó el rey el escudo de armas de la familia, en el que reza:

Aquestas armas ganó
El noble Pero de Mata
El rey se las dio y partió
Y puso en campo de plata.

Por fin, el documento llegaba a la edad contemporánea y a la figura de D. Esteban González de la Mata (que debió ser abuelo o bisabuelo de nuestra abuela Severiana) y de su descendiente D. José González Janer. Uno de ellos debió ser el que siendo funcionario del gobierno colonial, no sé si en Cuba o Filipinas, desapareció y nunca se volvió a saber de él.

Hasta aquí mis recuerdos de los documentos de la tía Amparo.

 José Ramón

N.b. Creo que en esta curiosísima y enriquecedora adenda hay un error de léxico: siguemepollo no es la cinta usada para sujetar la papada o sotabarba sino el rizo engominado que lucían en el centro de la frente algunas muchachas de la época, especialmente las cupletistas como Estrellita Castro, que la popularizó. Ninguna señorita se atrevía a lucir este adorno en su peinado.

Carta V


Querida Familia:

El espacio epistolar que voy a dedicar a la familia de mi abuela Severiana  va a ser más corto que el que he empleado para la familia del abuelo Rafael. Ello por dos razones: la primera, porque aquella familia era muy reducida, yo apenas conocí a un par de sus miembros, y oí hablar de cinco o seis más. La segunda es porque mi abuela apenas hablaba de sus ascendientes. En compensación, mi primera referencia a estos se remontará a un personaje, de una generación anterior a la de Valentín y mama Pilar. Personaje que habría empezado a vivir en los años en que Napoleón azotaba a Europa.

Se trata de don Domingo Ferreira, abuelo de mi abuela y, por tanto, mi tatarabuelo. Si alguno de los lectores más jóvenes sabe cómo se denomina su relación de parentesco con este señor, que lo diga y aumentaremos así la riqueza de nuestro vocabulario; yo en esto no puedo ayudar. Este antepasado nuestro presenta la particularidad de ser el único entre todos los que se mencionan en estas cartas en haber cometido un crimen, un intento de asesinato.

Me explicaré para que no cunda entre los lectores la vergüenza y el sonrojo. El crimen presentaba una circunstancia atenuante y otra eximente. La primera es que sólo lo fue en grado de tentativa, sólo produjo a la víctima, no ya lesiones leves, sino arañazos insignificantes. La circunstancia eximente fue que el citado crimen fue perpretado después de muerto su autor.

La realidad es como sigue: en el salón de casa de mis abuelos existía un valioso cuadro que representaba a don Domingo y que creo debe estar en casa de Enrique, que lo heredó de su madre tía Salud (esta parte de mi historia es fácilmente comprobable). Viste el buen señor una casaca azulina que enmarca una lustrosa pechera blanca con algún aditamento de su indumentaria de colores más vivos y, quizás, la indispensable leontina de oro de la que colgaba el reloj de bolsillo de uso generalizado entonces entre los caballeros. El retrato, como muchos de aquel tiempo, era de tres cuartos, es decir, de rodillas para arriba. De la pintura se saca la impresión de un señor bondadoso y serio, buen padre y abuelo, amigo de las tertulias y del buen comer, de andar pausado y decisiones lentas y meditadas.

Pero el cuadro tenía (y tendrá) un macizo marco de madera dorada muy pesado; colgaba de una alcayata que, aunque fuera fuerte en su juventud, debería estar ya decrépita y herrumbrosa. Entró mi tía Salud, la víctima, acompañada de dos o tres muchachas del servicio provistas todas ellas de sendos plumeros y poseídas por ese ansia, entre febril y angustiosa, de limpiar, quitar el polvo que, a decir verdad no sé por donde entraba en una habitación permanentemente cerrada. La alcayata pensó quizás que ya no aguantaba más el peso y el cuadro se desplomó con estrépito; como ya he dicho, tía Salud salió del evento prácticamente indemne. No así un gran jarrón chino, apreciadísimo por mi abuela, que quedó materialmente hecho añicos. Algunos de los presentes recogieron estos con paciencia y Maruja y yo, convocados por el estruendo, colaboramos con entusiasmo. Y alguien fue pegando, con parsimonia, los muchísimos fragmentos que resultaron del desastre y el jarrón, el tibor como se decía entonces, recuperó su entidad y en algún sitio debe seguir cumpliendo su misión ornamental.

Una vez absuelto de su crimen Don Domingo Ferreira, vamos a tomárnoslo un poco en serio. Había nacido en algún lugar de Extremadura, era médico y se radicó en Sevilla. Desconozco por completo los avatares de su vida profesional, si ésta le dio lo suficiente para vivir o sólo para vegetar, así como el nombre y demás circunstancias de su cónyuge. Sólo puedo atestiguar su buen porte de caballero, a juzgar por su retrato en el ya comentado cuadro. Entre sus hijas, que no sé si tuvieron hermanos varones, estaba Severiana, madre de mi abuela de igual nombre. Estaba muy extendida entonces la costumbre de bautizar a los hijos con el nombre del santo del día en que nacieron y mi bisabuela tuvo la desgracia de no nacer el día de la Virgen del Carmen o del Pilar, con lo que habría llevado un  nombre muy popular y español, muy extendido por nuestras tierras. Los santos más conspicuos del santoral del día eran tres hermanos mártires: San Severo, San Severino y San Severiano. Ponerle Severa a un bebe pequeñito e indefenso era algo muy cruel; Severina era más aceptable y, por fin, Severiana era el nombre más festivo para celebrar la entrada de una niñita en la grey cristiana. Y como otra costumbre que alternaba con aquella, y que aún prevalece, es que las niñas lleven el nombre de sus madres, Severiana fue también mi abuela, la cual cortó con toda severidad el citado uso  prohibió la propagación de su nombre en la descendencia porque era muy feo; por mí, le doy toda la razón.

La primera Severiana casó con José González Janer, antepasado del cual no se hablaba nunca en el ámbito familiar ¿Por qué? He tratado de penetrar en los fondos más profundos de mi memoria para encontrar alguna frase de papá o de tía Salud, algún residuo perdido de conversación entre ellos y nada de nada, fracaso casi total. Pero tengo delante de mis ojos la prueba fehaciente de los aconteceres de una parte importante y curiosa de su vida. Se trata de un bastón filipino que en sus días poseyó, que en la distribución de cosas varias al morir papá me cayó en suerte, y que he sacado del fondo de mi armario para que sea testigo de que no miento, aunque quizás me invento algo.

Parece que mi bisabuelo González fue, en algún momento, nombrado secretario del virrey de Filipinas, islas remotas que en aquel entonces eran colonias españolas, y que acompañó a su superior en uno o varios viajes. No sé por qué he llegado a pensar que la compañía del virrey no excluía otra, más íntima y refocilante, que no pertenecía a la familia legítima o que algo, ofensivo para ésta, sucedió allá en aquellas lejanas islas con la participación de alguna indígena. En fin, que me perdone mi antepasado si he escrito algo de más sobre él.

De sus viajes a Filipinas trajo muchas cosas, no sé si como obsequios a la familia o para su disfrute personal. De estos objetos me voy a referir a tres, dos de los cuales están en mi poder y uno ya desaparecido. Éste era un juego de ajedrez digno de figurar en un museo. Sabido es que el ajedrez es un juego, considerado como honrado y respetable, con  pujos de nobiliario a diferencia de los naipes que tenían y tienen muchos detractores que, al no disfrutar con la baraja en las manos, condenan sin remisión a los que así lo hacen, sin respetar siquiera el venerable juego del bridge del que soy un devoto, si bien no muy aventajado. El bridge y algún otro juego de cartas son tan dignos de respeto como el ajedrez, aunque éste es mucho más antiguo, pues ya Alfonso X el Sabio escribía sobre él, con toda posibilidad en Sevilla, para no aburrirse en la forzosa reclusión a la que lo sometió su no demasiado cariñosa familia.

Las piezas de ajedrez de nuestro antepasado eran de marfil y de gran tamaño; el rey y la reina medían más de diez centímetros y los peones unos cinco. Las blancas conservaban el color marfileño, blanquecino, con un tinte amarillento y alguna veta oscura, y las negras, en este caso rojas, estaban teñidas con el colorante adecuado; recuerdo que las peanas se podían desatornillar del resto de las figuras. Estas piezas de excelente artesanía estaban colocadas en un tablero de madera laqueada que también era en sí un objeto de museo e iba encajado en un soporte metálico con patas doradas que se cruzaban a modo de banqueta. El conjunto constituía un adorno más del salón en el que, como ya os podéis suponer, los niños no entrábamos. Pero yo debí hacerlo en algún momento y me vino el deseo de aprender el juego y practicarlo. Creo que papá, que conocía las reglas pero no era muy experto en el manejo de las piezas, me enseñó aquéllas y ambos echamos algunos ratos jugando. Pero pronto la chiquillería le perdió el respeto a aquellas espléndidas figuras y las utilizó para los juegos de guerra, sustituyendo o mezclándolas con los soldaditos de plomo o de cartón. Pronto los reyes, blanco y rojo, perdieron sus coronas e igual suerte tuvieron sus cónyuges, las damas, y todas las piezas acabaron por despiezarse. La consecuencia de este inadecuado uso de todo aquello fue que se le perdió el respeto a los bellos componentes del juego que las muchachas del servicio fueron arrojando a la basura, pieza a pieza, a medida que éstas perdían su integridad. Esto “no sirve pa ná” es la frase que me viene a la memoria acompañada de cierto remordimiento retrospectivo por haber sido quizás el primero que hizo mal uso de aquel venerable juego.
  
Me pertenece el segundo objeto ligado a la memoria de nuestro antepasado: es el citado bastón, digno también de exhibición en un museo, que ahora tengo ante mis ojos. Está formado por una serie de anillos, alternativamente blancos y negros; los primeros son de marfil y los segundos creo que de madera de ébano. Las juntas de unos con otros son aritos metálicos plateados o dorados. La empuñadura está construida también con los dos materiales nobles citados y los extremos de la pieza en que se apoya la mano terminan en unas caperuzas metálicas que se pueden separar y ocultan los restos de un encendedor o mechero ya oxidado. Los aros del bastón pueden desatornillarse y separarse, pero yo no me atrevo a hacerlo más que en una pequeña medida porque los trastos viejos, como los humanos viejos, pueden descomponerse con cierta facilidad que, ¡ay!, no se da cuando se intenta rehacerlos. No sigo con la descripción del bastón que está a vuestra disposición en mi casa. Yo, que ya he llegado a la edad de necesitar una tercera pata para asomarme a la calle, no lo uso ya que su espectacularidad podría producir miradas o incluso preguntas fastidiosas en el deambular callejero.

El tercer objeto es una joyita preciosa: un alfiler de corbata que mi abuela me regaló. Siempre lo he llamado la manita, pues consiste en una pequeña mano de oro, esmaltada en negro, cuyos dedos pulgar e índice sostienen un brillante no muy grande pero si muy bello y de gran calidad, según los expertos que lo han valorado. En ocasiones especialmente solemnes, mi boda y algunas más, lo he llevado y lo enseñaré a cualquiera de vosotros que tengan curiosidad por verlo.

Pienso que del antepasado más desconocido para mí, pues de él no oí hablar casi nunca, es del que me quedan muestras patentes de su existencia y viajes. Vamos ya a dejarle en paz.

Del resto de la familia de mi abuela Severiana tengo que mencionar a tía Felisa, tía Amalia y tía Emilia. Eran tres hermanas (aunque tengo dudas sobre el parentesco que unía a la última con las otras dos); creo que eran hijas de de don Domingo Ferreira y, por lo tanto, tías de mi abuela. Las pocas noticias que tengo de este grupo proceden de tía Salud, que aludía con frecuencia a ellas y siempre en términos que demostraban una convivencia feliz. De lo que oí a tía Salud me formé una idea de cómo eran estas señoras y la traspaso al papel con la advertencia de siempre: todo parecido con la realidad está sometido a la duda. 

Tía Felisa debió ser una mujer activa y decidida que constituiría una ayuda valiosísima para su sobrina en la organización de la vida familiar y tía Amalia ponía el punto de alegría y bondad necesario para que dicha vida se desarrollara felizmente. Tía Salud les tenía mucho cariño. En cuanto a Emilia, debió ser una persona insignificante a la que se hacía poco caso. Las dos primeras debieron fallecer en la segunda década del siglo XX o quizás en los primeros años veinte. En cambio, tía Emilia duró hasta mitades de los treinta pues yo la conocí. Era una viejuca, menuda y feucha, que aparecía en casa de los abuelos en fechas en las que ya se hacía la vida en el piso bajo y en el patio (importante espacio de la vida familiar del que me ocuparé en su momento) para disminuir los efectos de la caló. En mi vaguísimo recuerdo, la veo sentada en una mecedora frente a su sobrina Severiana que ocupaba otra; en la cara de la abuela se notaba que le estaban dando la tabarra. Tía Emilia fue la única de las tres que se casó y tenía una hija a la que nunca conocí.

Cuando pienso que las citadas señoras vivían con mis abuelos, no puedo menos que rendir un homenaje (que ampliaré en su momento) a su generosidad al dar acogida a los parientes que los avatares de la vida dejaban desencajados.

Parece que don Domingo Ferreira tuvo abundante prole, constituida toda o casi toda por féminas y no tuvo la suerte de colocar a todas o casi todas mediante los adecuados matrimonios. También parece que mi bisabuelo González no quiso o no pudo hacerse cargo de la jefatura del clan familiar. Ésta pasó a mi abuelo, que la aceptó con todas sus consecuencias y gran generosidad.

Alguien me dijo que la familia de mi abuela quedó además diezmada en algún momento del siglo XIX por una de las graves epidemias que aquejaban por entonces a la sociedad española.

Para terminar con esta historia de la parentela de mi abuela paterna, una breve referencia a la tía Amparo González. Era ésta una prima en no sé qué grado de la abuela, que apareció de repente en casa cuando al parecer nadie la esperaba ni la conocía.

No se alojó en casa, vivía en alguna residencia u hotel. Era una señora de muy buena apariencia, atildada en el vestir, muy cuidada en su peinado y en el arreglo de su rostro, que completaba con una cinta sedosa a modo de barbuquejo que recogía su algo desarrollada papada. Llevaba alguna discreta joya y causaba muy buena impresión. No vivía en Sevilla sino en algún lugar del sur de Andalucía. El objetivo de su estancia en la capital hispalense era rebuscar en algún archivo o centro oficial unos documentos que confirmaran su obsesiva convicción del origen nobiliario de la familia. Papá y tía Salud eran totalmente escépticos sobre el tema e intercambiaban cuchufletas cuando tía Amparo abandonaba la casa con calculada solemnidad. José Ramón me ha remitido unas líneas complementarias sobre este tema que incorporo con mucho gusto. Un buen día tía Amparo desapareció tan misteriosamente como había venido y nunca más se supo de ella.

         Basta por hoy; me he alargado más de la cuenta. Besos y abrazos de

 Rafael

Carta IV


Querida familia:

A mí me parece claro, aunque esto sea una deducción y no una certeza confirmada, que el porvenir que deseaba Valentín Perez para sus tres hijos varones era el comercio: entrar de jovencito en una buena tienda como meritorio, es decir, sin remuneración o sólo con la manutención, ascender después a un puesto fijo con la consiguiente asignación pecuniaria, pasar más tarde a otro puesto con participación en los beneficios del negocio y, por fin, independizarse y montar algo propio que supusiera además una subida en la escala social. Esto era lo más deseable para poder formar una familia y criar y educar a los hijos que viniesen. Este camino vital parece que satisfacía a sus dos hijos menores, Antonio y Rafael; el primero lo siguió en el pueblo y el segundo en Sevilla, como veremos; quizás Rafael era más lanzado y de espíritu más aventurero.

Pero Miguel no aceptaba este destino porque quería algo que supusiera influir en la vida de sus congéneres y que ayudase a la configuración de la sociedad. Pensó Miguel que la mejor manera de auxiliar a su semejantes era cuidar de sus almas haciéndose sacerdote. No sé si esta discrepancia entre los proyectos de Don Valentín y los deseos de Miguel llegó a conflicto familiar, pero el hecho es que tío Miguel ingresó en el Seminario sevillano.

Esto me lleva a hacer algunas consideraciones sobre el ambiente familiar de los Pérez Salvador. En primer lugar, desconozco si eran personas poco o muy religiosas; supongo que tenían una religión de pueblo, de personas que cumplen con los ritos y no se plantean problemas doctrinales o teológicos; pero en la familia surgió esa vocación de Miguel, luego frustrada, y ello es significativo. En segundo lugar, cuál era la postura de la familia con respecto a la cultura. Es bien sabido que la cultura de los pueblos andaluces en la segunda mitad del XIX era bajísima y el analfabetismo estaba muy extendido, en particular entre las mujeres. Pero Miguel poseía los requisitos administrativos y el nivel educativo para entrar sucesivamente en el Seminario y en la Universidad, lo que quiere decir que su enseñanza no fue descuidada.

No maduró la vocación de Miguel, que abandonó el Seminario pronto, quizás después de cursar en él un par de años. Puede que Miguel pensara que era muy duro renunciar de por vida a la compañía y el cariño de una mujer y ello le decidiera al citado abandono. No obstante, parece que su deseo de ser útil a su prójimo seguía en pie y, por ello, Miguel ingresó en la Facultad de Medicina pensando quizás que cuidar de los cuerpos era tan digno como hacerlo de las almas. La Facultad de Medicina tenía y tiene en primer curso una barrera que no todos los que entran en ella tienen el valor de franquear: el laboratorio de Anatomía, donde los estudiantes noveles proceden a despiezar cadáveres humanos para analizar las múltiples partes de las que estamos constituidos. Miguel no logró superar estas macabras manipulaciones y como había colgado los hábitos, colgó la bata blanca; comprobó por segunda vez que había errado en la elección de su provenir. Su tercer intento de encauzamiento de éste le llevó a la Facultad de Filosofía y Letras, que entonces confería un título único que reunía los saberes de Filosofía, Historia, Geografía y Filología, en especial clásica. Pero tampoco Miguel tuvo constancia para completar estos estudios humanísticos.

Por estos años en que Miguel buscaba su camino profesional parece que se enamoró y se puso en relaciones (expresión hoy poco usada); también éstas duraron poco y la posibilidad de tener que soportar año tras año a la misma mujer le hizo dejarlas.

Miguel conservó su afición al latín, que había cultivado en el Seminario y en la Facultad; en los años de su madurez y vejez se dedicaba a enseñarlo y con ello consiguió un modesto modo de sobrevivir. Habitaba en una pensión frecuentada por estudiantes, que estaba próxima al domicilio de su hermano Rafael. Yo identifico esta pensión con el Hostal San Marcos, situado en la calle Abades, en una esplendida casa de patio con varios siglos de existencia que, según creo, es la misma que ha comprado la Junta de Andalucía para establecer en ella la Academia Sevillana de Bellas Artes.

La persona de tío Miguel me ha atraído siempre con una mezcla de compasión, fascinación y afecto. Este último se acrecentó cuando supe que su predilecto en la familia era Domingo, mi padre. Esta predilección me la explico porque la discrepancia de gustos y pareceres entre padre e hijo, Valentín y Miguel se reproduciría de nuevo entre padre e hijo, Rafael y Domingo. A mi parecer la pareja Miguel-papá era mucho más afín que las dos anteriores.

Dos anécdotas completan esta semblanza de tío Miguel. Siguió siendo hombre religioso y oía misa con frecuencia; recordaréis, al menos los mayores, las misas de espaldas y en latín que el sacerdote musitaba en voz queda pues nadie entendía esa lengua y la comprensión de las lecturas sacras se encomendaba a los textos traducidos del Misal, libro hoy muy poco usado. Tío Miguel se situaba en la iglesia muy cerca del altar, escuchaba lo que se leía y se indignaba y corregía a media voz la defectuosa dicción de muchos oficiantes al leer los textos latinos.

La segunda anécdota es algo que quizás le oí contar a tía Salud. Tío Miguel venía todas las semanas a casa de mi abuelo con un paquetito de ropa sucia al objeto de que se la lavaran y aderezaran las muchachas del servicio; dicen que mi abuela Severiana se daba a todos los demonios al tener que hacer este favor a su cuñado.

Entre las pocas anécdotas que mi mente guarda de tío Miguel y los añadidos que ha puesto mi imaginación, me he formado esta imagen del homo indecisus (latinajo macarrónico inventado en honor al tío), que nunca completa nada, que engendra proyectos para su vida y los arrincona sin llegar a desarrollarlos, que se asoma a muchas posibilidades pero no termina nada. Sin duda es un tipo fracasado pero, en el fondo, es el paradigma de la insatisfacción vital que anida en todos nosotros a poco que urguemos en nuestra conciencia.

Pienso a estas alturas de la vida, que todos los hombres deberíamos estar vinculados a un pueblo, sea el de nuestro nacimiento, aquel en que vio la luz nuestra mujer (o viceversa), aquel en que desarrollamos nuestras primeras actividades profesionales o uno surgido un tanto al azar ante lo atractivo que se nos manifestó en una visita ocasional. Si en este pueblo tenemos una casa con recuerdos familiares y ésta tuviese chimenea, algún mueble vetusto y cómodo y una discreta biblioteca, y evitamos el tormento de la televisión y el zapping, estamos muy cerca de la felicitad que todos anhelamos. Yo no he logrado este ideal.

En aquel entonces de los años veinte y treinta del siglo pasado mi mente todavía infantil creía que un pueblo tenía que tener un alcalde, un boticario, un cura y un médico, a más de un notario si el tamaño de la población lo exigía. Además de estos cargos, conseguidos por el nombramiento del correspondiente organismo político, eclesiástico o profesional, el pueblo tenía que tener un tonto y un mariquita, designados estos por algo así como aclamación popular. Todos estos cargos, habían de ser desempeñados por hombres y estaban vedados al género femenino. El tiempo me demostró que, salvo en un par de puntos, yo estaba equivocado. Es evidente que el pueblo tenía que tener un solo alcalde, aunque, en muchos casos, más valdría que no tuviera ninguno, y también que la iglesia sigue exigiendo que los sacerdotes sean del género masculino, Pero, por ejemplo, yo no podía concebir que el pueblo tuviera dos médicos que se disputaran ferozmente o se repartieran amigablemente una misma clientela, habría de haber uno solo para atender los fallos de la salud de los lugareños.

Un cambio, creo que beneficioso, para la vida pueblerina fue la sustitución de el boticario por la farmaceútica, que sobrevino bastante después. La botica era un local algo oscuro, con estanterías llenas de frascos y botes con leyendas incomprensibles, que continuaba hacia adentro con una covacha tenebrosa y lúgubre, mínimanente alumbrada, donde el boticario practicaba sus mezclas y preparaba sus mejunjes destinados a aliviar o eliminar las deficiencias de la salud de sus convecinos. La oscuridad desdibujaba los complicados instrumentos que utilizaba; a veces, se originaba una luminosidad tétrica al calentar estos aparatos. En tiempos mucho más remotos, en estos locales siniestros se preparaban también otros productos que en lugar de tratar de recuperar la salud iban empeorándola gradualmente y acababan por despachar al enfermo al otro mundo, que es lo que pretendía algún familiar o vecino con la colaboración del boticario. Pero estas prácticas desaconsejables eran ya muy pasadas aunque persistían el entorno y el ambiente. Después, estos establecimientos, boticas, dejaron de ser locales para la preparación de mezclas salutíferas y se transformaron en otros para vender fármacos, remedios ya preparados en grandes fábricas y aplicables a multitud de humanos afectados por los mismos males y se perdió aquello de fabricar un remedio específico para un ser específico.

El cambio de Botica a Farmacia ha ido acompañado en muchísimos casos del cambio de sexo de la persona que desempeña la correspondiente función. Ello ha resultado beneficioso, pues la mujer realiza mejor el papel de ayuda del médico y en el caso de fallos livianos (o ficticios) de la salud, alivia la tarea del galeno y evita que consuma su tiempo en trivialidades y menudencias. Además la farmaceútica desempeña un papel adicional: ser la depositaria y distribuidora de los chismes de la gente. Ella se entera de cuando uno o, con más frecuencia, una empieza a tener síntomas de alguna enfermedad, cuando a alguna se le logra un hijo, es decir, cuando éste cumplía siete años a partir de cuya fecha se creía a pie juntillas que quedaba inmunizado y a cubierto de las epidemias mortíferas que entonces diezmaban la población infantil; sabía a su tiempo si los partos eran buenos o malos, si se producía alguna desavenencia conyugal con base más o menos fisiológica, si alguien empezaba a manifestar síntomas de chifladura. En muchos casos una confidencia exigía el silencio pero siempre quedaba el consuelo. En otros, la discreta difusión divertía o incluso resolvía algún mal familiar menor. En otros muchos se trataba de noticias buenas, cuya propagación daba lugar a una situación de alegría compartida. En definitiva, la farmaceútica se convertía en la mujer número uno del pueblo en cuanto a información e influencia.

La mujer ha seguido invadiendo las profesiones antes vedadas a su sexo; ya hay más médicas que médicos en los pueblos e incluso alguna notaria como puede atestiguar, por experiencia propia, una de mis posibles lectoras. Cuando el varón empieza a descuidar un campo profesional, la mujer se lanza sobre éste velozmente y lo conquista con carácter permanente. Y hay que reconocer que la hoy frecuente sustitución del alcalde por la alcaldesa ha sido beneficiosa en la mayoría de los casos.

También el cargo de tonto del pueblo era solo asequible a varones, quizás, porque la tontería bobalicona es mucho más frecuente en ellos que en ellas. En los pueblos, ya se sabe, puede haber más de un tonto, incluso muchos y, a juzgar por los resultados electorales últimos, una mayoría de los que los habitan. Pero hay uno que por sus características destacaba entre los demás y ocupaba el puesto casi oficial de tonto del pueblo. Se trataba de un ser amable, pedigüeño, inofensivo, pegajoso que siempre andaba por la calle sin saber qué hacía o qué iba a hacer. Todo el mundo le tenía un cierto afecto desdeñoso y, sin más, le dejaba estar. Por fin, el mariquita no tenía por qué ser un homosexual en el sentido pleno de la palabra. Era más bien un varón que se sentía mujer y quería serlo y así se deducía de sus gestos y, en parte, de su indumentaria. No hacía mal a nadie y era tolerado, aunque con un matiz despectivo.

Por ahora voy a dejar Arahal de donde proceden muchos de mis recuerdos infantiles  y a donde volveremos en otro momento.

         Como siempre besos y abrazos de vuestro pariente en varios grados,


                                               Rafael

Carta III (3 de noviembre de 2009)

Querida Familia:

Al comenzar esta tercera carta, considerando como primera lo que escribí para el festejo de Maruja, me doy cuenta de que utilizo una técnica copiada de los novelistas del siglo XIX. Estos publicaban novelas por entregas cuyos capítulos, cortos por lo general, aparecían en días sucesivos en un periódico; para estimular la lectura del mismo y la subsiguiente compra, lo que suponía asegurarse la remuneración correspondiente, terminaban cada capítulo con una alusión velada a lo que venía después.

Esta presuntuosa afirmación viene a cuento porque sin duda alguno de mis presuntos lectores se habrá preguntado qué fue de los vástagos de Don Valentín y mamá Pilar. Porque las disquisiciones sobre la vida pueblerina de aquellos lejanos tiempos interrumpieron la descripción de la vida familiar. Me disculpo: lo hice así para ambientarla.

Empezaré por las mujeres, tía Justa y tía Leocadia; de ambas, sobre todo de la segunda, tengo algunos recuerdos. Tía Justa era ya viuda entonces. Era una mujer voluminosa cuyos excedentes de grasa desbordaban los asientos que ocupaba; de ella recuerdo especialmente la verruga oscura que ostentaba en la barbilla de la que emergían cuatro o cinco pelos que tenían el aspecto de duras cerdas. De mi infancia más remota recuerdo la repugnancia que me producían los besos de esta buena señora, que podrían ir acompañados de pinchazos de las consabidas cerdas. No teníamos mucho trato con ella aunque si con uno de sus hijos ,que trabajó con el tío Rafael.

De tía Leocadia tengo recuerdos apacibles y encantadores. Era una mujer muy chiquitita, dispuestísima a la ayuda y al favor, que, según mis difusos recuerdos, se había ganado de sobra el inmenso cariño que le tenían papá y tía Salud. Tía Leocadia se había casado bastante mayor, creo que su marido era asturiano; pronto la dejó viuda y parece que en situación económica desahogada. No tuvieron hijos. Tía Leocadia tenía una cocinera, María Piquero de nombre, asturiana que hablaba una incomprensible mezcla de castellano y bable únicamente asequible a las entendederas de la tía y no de las nuestras. Pero todo se le podía perdonar si considerábamos sus habilidades culinarias, que merecían el más alto grado de excelencia. Como de buena asturiana, se trataba de guisos sabrosísimos, casi indigeribles salvo para estómagos privilegiados como suelen ser los de los niños algo creciditos; por supuesto yo, y creo que también mis hermanos y primos, no constituíamos una excepción y disfrutábamos mucho de la estancia en casa de tía Leocadia gracias en gran parte a los estupendos guisos de María. La recuerdo alta, delgadísima, muy fea y con un solo diente; aunque tuviera alguna pieza dental más en la parte no visible de su boca, yo nunca pude explicarme cómo María Piquero podía beneficiarse de los excelentes productos que preparaba.

No resisto a la tentación de describir algo de la casa de tía Leocadia donde pasamos algunos días en dos o tres ocasiones de aquellos remotos años. Era la clásica casa pueblerina de persona bastante acomodada pero lejana del lujo y  la ostentación. Tenía dos pisos y era muy amplia, sobre todo si se considera que la vivían sólo dos personas. El piso superior se habitaba desde mediados de otoño hasta bien entrada la primavera y el bajo el resto del año al objeto de soportar el verano en la parte más fresca de la vivienda. Como veremos, esto era también frecuente en las ciudades. Esto supone que la casa tenía dos comedores, dos cocinas, dos dormitorios de la señora, etc. Aunque esta duplicidad no creo que se diese de lavabos y baños; en cuanto a esos nada se parecía a la abundancia y complejidad de las viviendas de hoy.
                   
La casa de tía Leocadia tenía entrada por un zaguán flanqueado por dos habitaciones de las cuales recuerdo la situada a la derecha que era un salón de respeto, local absolutamente inútil donde no se entraba casi nunca y mucho menos los niños destrozones natos. Esta habitación se daba también en las viviendas capitalinas; espero referirme a ello al hablar de la casa de mis abuelos. Los muebles eran bonitos o simplemente presuntuosos y entre ellos recuerdo unas sillas de madera dorada y asiento de terciopelo rojo que no podían cumplir su misión de contribuir a los breves descansos de un ser humano, de una visita, porque la fragilidad de sus patas delgadísimas no podía soportar el peso de un cuerpo humano por poco orondo que fuera. Había, por supuesto, otros muebles para sentarse aunque también delicados; por ello lo mejor era no usarlos, respetarlos y no entrar en la habitación más que para una minuciosa limpieza de algo que no se ensuciaba pero que daba ocupación a señora y chacha. Ya sabéis vosotras, la parte femenina de mi familia, lo que disfrutais limpiando lo limpio.

Si seguimos adentrándonos en la casa de mi tía, creo que nos encontrábamos con un patio poco usado con su pozo menos usado aún pues ya había terminado su vida útil y estaba seco. Al fondo, dando frente al dormitorio veraniego de la señora, estaba el comedor de abajo, habitación extensísima y algo oscura de la que mi mente recuerda borrosamente dos muebles: una inmensa mesa capaz para una docena de comensales, que era a todas luces excesiva para una mujer sola y para colmo chiquitita. El otro mueble significativo era el aparador, enorme y oscuro armatoste donde se almacenaban la vajilla y la cristalería que no eran de uso, por miedo a que si cumplían con la misión para la que habían sido diseñadas, se descabalaran por rotura de alguno de sus miembros. Había otros muchos cachivaches, unos ocultos en las partes bajas del mueble, provistas de puertas y llaves, y otros a la vista en las parte más altas; creo que estos eran los más feos y cursis. Este tipo de mueble ha desaparecido, como sabemos todos, en las viviendas modernas; no cabe y, además, no entra por ninguna puerta ni orificio. Quizás sea una lástima porque los había muy bonitos en las casas antiguas. 

La cocina baja era un local muy abierto y ventilado a causa de su uso veraniego. Por supuesto, queridas miembras jóvenes de la familia, nada había que presintiese a los microondas, lavaplatos, vitrocerámicas, etc. que han hecho tan livianas las tareas  domésticas, no penséis en la colaboración del macho, que contento o refunfuñando ha tenido que aceptar, sino en grandes perolas, enormes sartenes, chimeneas ennegrecidas, hornos de leña y carbón, etc. La cocina se prolongaba casi sin solución de continuidad con el corral al cual daban algunos habitáculos para guardar el carbón, la leña, los muebles viejos, etc. El mayor de ellos era el indispensable gallinero en el que habitaba algo así como una docena de gallinas, el gallo encargado de asegurar las funciones de reproducción del género y algún pavo o pava; por cierto, esta especie casi ha desaparecido de los pueblos, aunque tiene que haber empresas dedicadas a explotarla a juzgar por la presencia de sus productos en los mercados.

El gallo lo pasaba en grande con tanta hembra a su disposición y, además, siempre imponía su fortaleza y su egoísmo al disputar algún bocado exquisito de los que María Piquero arrojaba al corral. Las gallinas, animales pacíficos y tontorrones, merodeaban sin ton ni son picoteando; sólo se alborotaban y lo hacían ruidosamente en dos ocasiones. Cuando el gallo seleccionaba alguna para cumplir con su doble misión de reproducción de la especie y de contribuir a la alimentación de los humanos y cuando María  seleccionaba alguna, considerando que ya había cumplido con su misión de ponedora de huevos y que ya tenía que pasar a la olla. La perseguía implacablemente y cuando cansado el animal se rendía, le retorcía el pescuezo con una hábil maniobra y, tras el desplume y limpieza de los residuos intestinales, era troceada y transferida a la cadena alimenticia para satisfacción de todos nosotros. Los delicados y rubios pollitos también pululaban por el patio despertando nuestro afecto y compasión al pensar que eran inconscientes de su destino fatal. Completaban este animalario algún gato visible casi solamente al atardecer cuando el conjunto gallináceo se retiraba ordenadamente a su dormitorio. No recuerdo la existencia de ningún perro quizás a causa de su incompatibilidad con el mundillo avícola.

No sigo con la descripción de esta entrañable casa de tía Leocadia, por no cansaros y porque el piso superior, al que seguramente subiríamos para dormir, apenas figura en mis recuerdos.

Tía Leocadia murió en fecha para mí desconocida, quizás durante la Guerra Civil, legó a María algo o mucho de sus bienes para que pudiera seguir viviendo, cosa que ésta hizo durante muy poco tiempo más. De todo lo que acabo de contar guardo muy gratos recuerdos además de uno, un tanto amargo, al que me refiero a continuación.

Al relatar lo que sigue lo hago en contra de mi propósito inicial de no erigirme en protagonista, no hacer autobiografía. Pero, por una vez, me vais a perdonar, porque los recuerdos sentimentales ¡son tan bellos! Se trata de que en casa de tía Leocadia sentí por primera vez el dardo agridulce del amor (me perdonareis la tremenda cursilería).

En la casa contigua a la de nuestra tía abuela vivía el notario del pueblo. Tenía dos hijas: a la mayor casi no la veíamos porque por estudios u otras causas no estaba nunca en el pueblo. La menor tenía entre diecisiete y diecinueve años y era encantadoramente bonita. Tenía una gran predilección por los niños a los que divertía contándoles cuentos e inventándoles juegos en los que participaba activamente; está claro que el grupo formado por Paco, Enrique y Mingo era ideal para desarrollar sus aficiones. Yo, que debería tener once o doce años, quedaba un tanto al margen de estas diversiones, en las que sólo representaba el papel de observador; observador que atendía sobre todo a las evoluciones de Carmen, que así creo que se llamaba la chica. Me parece que ésta instintivamente levantaba una barrera entre ella y el que ya apuntaba a ser hombre, barrera que no había que mantener con los más pequeños. Recordé con deleite la figura de Carmen durante algún tiempo hasta que un día, un mal día, creo que fue Maruja quien me comentó que Carmen había muerto prematuramente quizás de tuberculosis, como era frecuente entonces. Sentí durante una temporadilla un dolor punzante que no podía compartir por temor al ridículo. Un latigazo más de la vida que ya había sido inclemente con nosotros.

Y con esto cierro esta carta que tendrá su continuación si se mantiene el favor del entorno familiar.

                   Besos y abrazos a toda la parentela de
Rafael
3 de noviembre de 2009

miércoles, 2 de marzo de 2011

Carta I y II (9 de octubre de 2009)

Hace algunos meses celebramos juntos el noventa cumpleaños de mi hermana Maruja, la decana de nuestro clan familiar. La iniciativa del festejo partió de varias de mis sobrinas llamadas casi todas Mercedes, nombre que llevan en recuerdo de mi madre. Ellas nos hicieron la merced de una organización perfecta en todos sus aspectos eclesiásticos, civiles y culinarios y la noche del julio veraniego andaluz puso el resto no exagerando la caló propia de la fecha y de la localidad. Creo que todos recordamos el evento con emoción, acompañada en algunos de lagrimeo.

Pero alguien, posiblemente alguna de las citadas Mercedes con la colaboración de mis hijas, tuvo una malhadada idea que desde entonces da vueltas en mi cabeza. La cosa surgió con motivo de las palabras que yo pronuncié en el acto, recordando un viejo anecdotario relativo a Maruja y evocando la vida sevillana de nuestra infancia y juventud. Parece que mi intervención, que había preparado con mucho cariño y bastante cuidado, gustó al personal calentado ya con los generosos caldos andaluces que íbamos ingiriendo. La idea era que yo escribiera una historia familiar ya que ésta, en su parte más primitiva al menos, era casi desconocida por las dos últimas generaciones. Esto fue lo que propuso, sin la menor delicadeza, mi hija Macarena. Naturalmente que me negué a ello y me sigo negando, pues ya no está el horno para bollos ya que soy el siguiente tras la entonces homenajeada, y las fuerzas y las ideas se resienten de los muchos años acumulados.

 Pero no puedo negar que me ha seguido rondando en la cabeza la insolente proposición, que si se la perdono a mi hija es porque, además de serlo, es mi médico y a mis años no puede uno indisponerse con la persona que cuida de tu decadente salud.

Y entonces he llegado a la decisión de mantenerme en mis trece pero solo a medias y escribir no una historia pero si una carta, una especie de circular, conteniendo datos, recuerdos y reflexiones, que puede que sirva de distracción a los hermanos, hijos, nietos, sobrinos, sobrino nietos, incluyendo a los políticos, que se han ido incorporando al clan. Si la cosa marcha y, como decía mi padre,  Dios me da salud y vida, puede que haya una segunda carta y quizás una tercera … ¿Quién sabe?


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Como nuestro carácter, nuestra postura ante la vida y, en fin, lo que somos depende, al menos en parte, de influencias genéticas de nuestros antepasados, es lógico que empecemos dando un repaso a quiénes y cómo fueron estos. Una advertencia inicial: no todo lo que aquí se diga es rigurosamente cierto; esta parte inicial de nuestra vida familiar está reconstruida a base de recuerdos muy antiguos y vagos, de frases oídas a veces en mi infancia, casi todas dichas por mi padre, algunas por tía Salud (quizás la persona más entrañable de estos recuerdos) y por otros miembros de la familia. Pero estos retazos de conversaciones, oídas al azar en los primeros años de la vida, se van ligando unos con otros mediante conexiones que el niño se inventa, entre otras cosas para definir y comprender el carácter de las personas a que se refieren dichas conversaciones. El retrato que el niño se hace de sus parientes o de los amigos de sus padres puede acercarse más o menos a lo que fue la realidad pero, en muchos casos, no la reproduce con exactitud. Es decir, aquí no digo ninguna mentira, pero quizás hay matices y deducciones que han ido madurando en el cerebro y se han convertido en recuerdos sin llegar a serlo. Cuando me ocupe de mi tío abuelo Miguel, quedará esto más claro.

Mis cuatro abuelos se llamaron Rafael Pérez Salvador y Severiana González Ferreira por parte de padre, y José Álvarez-Ossorio Cuadrado y Antonia Fernández-Palacios Labraña por parte de madre. El tercero de ellos apenas figura en ese memorial pues murió muy joven y ni siquiera lo conoció su hija Mercedes, mi madre, por lo tanto su hija póstuma. De mi abuela materna tengo un vaguísimo recuerdo pues murió también joven cuando yo tenía unos seis años; de este recuerdo y de viejas fotografías de ese color parduzco que les confiere una pátina melancólica de cosa ida para siempre, deduzco que era una mujer muy guapa; se intuye, y también de las fotos, su bondad y simpatía, confirmada por parientes y conocidos.

La muerte prematura de mamá hace que aquí hablemos muy poco de mi familia materna; hemos mantenido siempre muy buenas relaciones con ella, pero es lógica la discriminación ya que la vida de mis hermanos y la mía ha discurrido en los años formativos en el seno de la familia paterna.

Todos mis abuelos eran sevillanos excepto Rafael, que había nacido en Arahal, un pueblo sevillano grande que fue más tarde célebre por los trágicos acontecimientos que allí acaecieron al comienzo de nuestra Guerra Civil.

Los padres de mi abuelo Rafael fueron Valentín Perez Blanco (segundo apellido dudoso) y Pilar Salvador, a quien la familia llamaba afectuosamente mamá Pilar, denominación que usaban no sólo sus hijos sino también sus nietos y, desde luego, papá y tía Salud nunca se referían a ella como abuela. Me la figuro como una mujer de pueblo, buenaza, volcada en el cuidado de su marido e hijos y más tarde de sus nietos, absolutamente inculta… En fin, como centenares y miles de mujeres de los pueblos andaluces, castellanos, manchegos, etc. Murió, según parece, a los noventa y cinco, lo que posiblemente explica la longevidad de sus bisnietos, puesta de manifiesto ostentosamente en la capilla de El Cachorro en la celebración del cumpleaños de Maruja.

De Valentín, mi bisabuelo, no tengo la menor noticia directa y dudo mucho del carácter fidedigno de lo que escribo de él, pero ello es indispensable para la coherencia de esta historia. Debió ser el clásico hombre de pueblo andaluz, apegado a su terruño, a su familia, cazurro y poco culto y, sobre todo, amante del comercio como profesión y dedicación; creo que esto último puede darse por seguro. La pareja debía ser de condición modesta en lo social y quizás no les iba mal en lo económico. No sé si cultivaban alguna tierrecilla y a qué nivel practicaban el comercio y ,claro está, que ya no tengo a quién preguntárselo.

Valentín y mamá Pilar tuvieron cinco hijos: Miguel, Justa, Antonio, Rafael y Leocadia; creo que están mencionados por orden de edad pero no estoy seguro, quizás hubiera alguno más que hubiera muerto en la infancia, ya que entonces eran frecuentes estos fallecimientos prematuros ocasionados por el sarampión, la difteria y otras enfermedades hoy erradicadas.

De estos cinco hijos recuerdo a tía Justa y, sobre todo, a tía Leocadia; tengo dudas de si llegué a conocer a tío Miguel, que murió ya avanzados los años veinte del siglo pasado. Tío Antonio debió morir joven; tendré ocasión de referirme a su descendencia si persisto en daros la lata con estos escritos.

Pero antes de continuar esta historia familiar se me ocurren algunas reflexiones sobre la vida de las ciudades y los pueblos en aquellos años que van desde mitades del siglo XIX en adelante. Aunque sean bastante vulgares, quizás no hayan caído en ellas algunos de los más jóvenes y aún no tan jóvenes de mis potenciales pacientes lectores.

En una provincia y, lógicamente, tomo Sevilla como referencia, la población no se concentraba tanto en la capital como ahora. Según datos de los libros sobre Historia de Sevilla publicados por la Universidad Hispalense, Sevilla capital venía a tener un tercio de la población de la provincia en los años a que nos estamos refiriendo; los dos tercios restantes se dispersaban por los pueblos. Esto se ha ido invirtiendo y tiende a ocurrir lo contrario, que la capital absorba dos tercios de la población total de la provincia.

Los pueblos andaluces eran grandes, brillaba su blancura bajo el sol implacable de los tórridos veranos sureños y tenían pocas posibilidades de tomar el melancólico color grisáceo que originan las lluvias; éstas eran escasas en todas las estaciones. Con notoria malevolencia estas lluvias poco abundantes solían concentrarse en primavera para deslucir los festejos religiosos y civiles propios de este tiempo. Esto ha seguido así para desesperación de cofrades y feriantes hasta la fecha.

En los pueblos de tamaño intermedio como Arahal sólo sobresalía el campanario de la parroquia; también el Ayuntamiento y el casino solían ser edificios nobles y de bella prestancia aunque no muy altos. Había muy pocas tiendas, limitándose éstas a las relacionadas con la alimentación y con la venta de aperos de labranza y de algún utensilio de uso doméstico. Eso sí, no faltaban varias panaderías-pastelerías que fabricaban cada una sus dulces específicos, diferentes de los otros establecimientos similares y también de los de otros pueblos. A esto se sumaban las golosinas que producían los conventos de monjas de clausura. Esto se ha conservado hasta la fecha y causa la bendita variedad dulcera de la que disfrutamos en nuestras tierras y que agradecemos los que, como yo, somos devotos de esa parte tan agradable de la alimentación humana.

Por el contrario, no había apenas en Arahal donde comprar tejidos y prendas de ropa confeccionadas. De aquí que las personas pudientes viajaran a la capital de la provincia, quizás dos veces al año a principios de primavera y de otoño, para proveerse de telas, tejidos, vestidos y puede que también cosméticos con los que conservar o acentuar el atractivo personal. De aquí también la figura, hoy prácticamente desaparecida, del viajante de comercio que venía en nuestro caso de Sevilla y ofrecía telas, zapatos y zapatillas, prendas confeccionadas, jabones de olor y otras bagatelas con las que engatusaban a las lugareñas (término también casi en desuso).

Ni que decir tiene que en el pueblo no había ninguna librería y que los libros había que adquirirlos en Sevilla aprovechando los viajes estacionales a que he aludido. ¿Y los periódicos? De alguna manera llegaban unos pocos ejemplares, con un retraso más o menos dilatado, porque el casino los ofrecía a sus socios. O sea, que aquellos que estaban acuciados por el deseo de conocer las últimas novedades políticas o culturales no compraban el periódico porque no era posible hacerlo, sino que iban a leerlo al casino.

¿Qué decir de la oferta cultural de Arahal? Pues que era nula y no penséis en conferencias, audiciones musicales, exposiciones… Había desde luego escuelas primarias a las que asistirían sin duda los hermanos Pérez Salvador.

Pero pienso que esta carta se ha alargado demasiado y no quiero cansar. Si, como decía mi padre, Dios me da salud y vida y vosotros me animáis a seguir, esta especie de crónica familiar tendrá continuación.

Y un fuerte abrazo para todos de vuestro hermano, primo, padre, abuelo, tío y tíoabuelo de

               Rafael
                   
                                    9, de octubre de 2009