jueves, 27 de octubre de 2011

Mingo

Querida Familia:

Durante cierta época de mi vida he dedicado muchas horas vacacionales a la confección de puzzles. Es entretenido y saludable ir viendo aparecer barcos, catedrales, castillos, cuadros, etc., mediante el ensamblaje de pequeñas piezas coloreadas de cartón. Al final, una bella lámina y una sonrisa de triunfo al haber logrado ordenar quinientos, mil, tres mil y hasta cinco mil trocitos de cartón. Pero, a veces, sin saber porqué, uno de ellos desaparece, su búsqueda no tiene éxito y el cuadro queda afeado por el hueco vacío. El deslucimiento del resultado es muy superior al que podría deducirse matemáticamente de la pérdida de una pieza entre miles.

Me parece que una familia extensa, un clan, como me he acostumbrado a escribir en esta correspondencia, si está constituida sobre bases firmes, es como un puzzle en el que cada pieza conecta e influye en las contiguas y, siguiendo este proceso, se llega a construir un cuadro armónico y bello pero, si una pieza se pierde, su hueco repercute en todo el conjunto deslavazándolo y empobreciéndolo.



Algo así me ha sugerido estos días pasados la muerte de Mingo que, acaso por la distancia, yo no creía que estuviese tan próxima hasta que la información de José Ramón de su última visita a nuestro hermano y la confirmación de su gravedad extrema que me dio su hija Mercedes me hizo llegar a la convicción de que el mal era ya irreversible.



Dice un amigo mío que la muerte de un hermano produce un desgarro especial que no es que sea mayor que el que se da cuando se muere alguien de las generaciones anterior o posterior a la nuestra (este último caso se ha dado hace poco, por desgracia, en la familia). Te arrancan, en el caso del hermano, alguien que está muy pegado a tus recuerdos, que ha vivido experiencias como las tuyas, en ambientes parecidos, que ha ido avanzando en la vida a un paso similar al tuyo. La pieza del puzzle familiar ha desaparecido y el cuadro representado en él queda irreversiblemente incompleto. Tiene razón mi amigo: la muerte de un hermano nos marca de una forma especial, única.



Mingo disfrutó durante unos poquitos años de las prerrogativas de ser el pequeñín de la casa en los tiempos de Progreso 1, porque los sucesivos embarazos de mamá no llegaban a buen fin. Su belleza, que conservó a lo largo de toda su vida con las adaptaciones que impone la edad, contribuía incluso a que se le permitieran caprichitos inocentes. Su carácter contrastaba con la austeridad que siempre acreditaba a Paco y, buscando una característica que definiera a cada uno, quizás la mía fuera ser la cabeza mandante y responsable de la pequeña troupé. Cuando las trágicas circunstancias nos llevaron a San Isidoro 24, aumentó en dos (los Tello) el número de componentes de aquella; José Ramón aún no contaba.



Pero por encima de los caprichillos, mostró Mingo desde pequeño una desbordante bondad que expandía con naturalidad a su alrededor. Su gusto por la vida, por la alegría y el contento era siempre participativo; como decía papá, le gustaba “pasarlo bien” en cada etapa de la vida, en cada momento de su existencia pero también que lo  mismo sucediera a los que le rodeaban. La maledicencia, la ironía hiriente, los dichos irritantes, las críticas malévolas, nunca tuvieron cabida en él. Todo ello sumado a su guapura, su impecable presentación, que él cuidaba al máximo, le hizo ser muy bien recibido en todos los ambientes que frecuentó.



Como ya os conté, Mingo, al igual que Paco, Enrique y yo, entró en el colegio de Pajaritos en 1932; allí cursó los preparatorios y los primeros años del Bachillerato que terminó en el colegio de Villacís cuando éste le fue devuelto a la Compañía de Jesús por uno de los primeros gobiernos de Franco; sus estudios secundarios fueron muy brillantes, aunque no los continuó después con los superiores y se dedicó a los negocios de construcción que empezó a desarrollar tío Rafael tras la compra a la familia Fernández-Palacios de la finca Santa Teresa y la subsiguiente urbanización de sus terrenos.



Allá a mediados de los años cuarenta, coincidiendo con los últimos coletazos de la segunda guerra mundial y con las crisis políticas y económicas que se sucedieron, nos planteábamos los hermanos los problemas de siempre: caminos profesionales a seguir y elección de compañera con la que recorrer a gusto y con seguridad este difícil camino de la vida. En la resolución de este segundo problema distingo dos tipos humanos masculinos: el vacilante, que intenta una aproximación, que no cuaja, la sustituye por otra u otras, cosecha algún que otro fracaso hasta llegar a la solución final; y el que desde el principio concentra su atención en una determinada persona, única que la merece, y tras cortos o largos años de noviazgo llega a la anhelada unión. A este tipo pertenecía Mingo, que desde que conoció a Amparo supo que era ella y no podía ser otra la compañera que le tocaba en suerte. Y esta última frase hay que tomarla en su sentido estricto pues Amparo unía a su belleza grandes cualidades de bondad, simpatía, buen hacer doméstico, cariño a los suyos, etc. que ha desplegado con amplitud durante más de cincuenta años de vida matrimonial.



Quizás se le pueda achacar a Mingo como defecto lo que acaso no merezca esta calificación: se negaba a dar fin a una situación placentera o simplemente divertida, la alargaba al máximo posible hasta la rendición por cansancio de los demás. Y esto podía ocurrir con una partida de dominó con los amigos, ante una copa de vino con un grupo de estos o en el seguimiento de un paso de Virgen que se retiraba a su templo al filo de la madrugada, pero sobre todo en las noches de Feria cuando el cante y el baile se hacen más jondos. Eso sí, en este último caso, nunca perdía la compostura y sabía, como ocurre con los buenos sevillanos, mantenerse a cubierto de excesos reprobables.



Recuerdo un par de anécdotas: uno de los últimos días de Feria habíamos prolongado más de la cuenta la estancia en la caseta donde el cante y el baile estaban alcanzando niveles de excelencia. Yo y desde luego Mingo estábamos aún en edad de recibir reprimendas paternas en caso de propasarnos en nuestro proceder.



Por fin decidimos marcharnos y emprendimos el regreso a pié, calle San Fernando, la Avenida, plazas de San Francisco y del Salvador ya iluminadas por la amanecida. Al avistar nuestra casa vimos en un balcón a papá en pijama, con los pelos enhiestos y hecho un auténtico basilisco; recibí la única bronca dura que recuerdo de nuestro mansísimo padre mientras Mingo se semiocultaba a mis espaldas descargando en mí la responsabilidad por el prolongado retraso.



En otra ocasión, también ferial, seguía Mingo empeñado en continuar la juerga flamenca y Amparo, ya con algún año de noviazgo a sus espaldas, estaba vencida por el cansancio. Al observarlo, me ofrecí a acompañarla a su casa arrastrando con nosotros a algún miembro jovenzuelo de la familia; recuerdo que Mingo cogió un enfado infantil al comprobar la poca resistencia de su futura ante las exigencias del flamenquismo.



Si he calificado antes de defecto este afán de alargar los momentos felices, rectifico: disfrutar sanamente es bueno y hacer disfrutar a los demás es aún mejor, y esto lo supo hacer Mingo muy bien.



Mi despegue de la vida familiar se produjo en el verano de 1943 coincidiendo con el final de mis estudios de Licenciatura en Ciencias Químicas. En estas fechas ocurrió también la muerte de abuelo, acontecimiento que me he propuesto dé fin de esta correspondencia como veremos en otra carta. Mi servicio militar como alférez de complemento debería haber durado seis meses pero las graves circunstancias mundiales, con Europa inmersa en la peor guerra de su historia, hizo que se prolongara hasta dos años; yo los pasé, en su mayor parte, destinado fuera de Sevilla. Al fin, a principios de 1946 pude trasladarme a Madrid a realizar mi tesis doctoral; comienza, con ella una época en la que la convivencia con mis hermanos se limitó a los días vacacionales.



Los años en los que Mingo se insertó más firmemente en la vida social sevillana me cogieron lejos; dejé de ir a la Feria aunque casi nunca falté a la Semana Santa. No puedo, por tanto, analizar su gestión como Secretario del Círculo de Labradores y Propietarios, entidad tan esencial en la vida de la sociedad hispalense. Ni tampoco el desempeño del cargo de Hermano mayor de nuestra Hermandad del Santísimo Cristo de la Expiración, que sirvió durante varios años y que tanto ha significado en su vida. El Cachorro guardará las cenizas de Mingo en la cercanía del altar donde le rinden culto los trianeros y los sevillanos. Recuerdo ahora con emoción los tres o cuatro años anteriores a los que acabo de comentar, en los que los cuatro hermanos abríamos el desfile procesional escoltando a la cruz de guía portando cuatro hermosos faroles repujados.



Cuando ya el noviazgo de Mingo y Amparo estaba consolidado se inició el mío también en tierras de Andalucía. Fue en las playas onubenses de Punta Umbría durante el veraneo. Cuando Amparo se enteró, tuvo la gran idea de invitar a Alicia en la primavera siguiente a su casa a pasar la Semana Santa. Desde aquellas fechas, ellas han estado muy unidas por el cariño y la amistad hasta el punto de que yo, y quizás también Mingo, pensé en llamarles la atención y hacerles ver que los hermanos éramos nosotros y no ellas. Mi recuerdo emocionado se dirige ahora a las muchas veces que Amparo y Mingo nos han acogido en su casa en cortas visitas a Sevilla para participar de acontecimientos familiares. No faltaron, en estas breves estancias, los paseos de Alicia y yo, acompañados siempre por Amparo, por las viejas calles sevillanas para empaparnos de nuevo en sus aromas y sus sentires que exhalan todavía los patios que van quedando.



A Mingo, últimamente, resultaba difícil arrancarlo de su casa aunque al final lo conseguíamos y nos acompañaba a degustar unas tortillitas de camarones, algo de pescadito frito y un buen tinto, que Mingo sabía elegir como pocos. Me llegan a la memoria con dolor, los bares en que nos sentábamos los cuatro, que se desparraman por la calle Reyes Católicos y, cruzado el puente, por la entrada de Triana.



Me lo imagino presentándose ante Dios Padre, vestido de nazareno de El Cachorro, al brazo el capirote para dejar ver su rostro, portando en su mano la vara de Hermano Mayor solicitando su Divina Misericordia, aportando su vida recta y pidiendo que sus pecadillos sean compensados con los servicios que prestó a su Hijo en la que fue su Hermandad.



Y con el recuerdo emocionado de Mingo os envío besos y abrazos, en particular para Amparo, Mercedes, Mingo y Amparito y a sus hijos de,



                            



                                                Rafael





N.b. Cuando iba a entregar este escrito a mi hija Mercedes para que lo pusiera en letras de molde y lo difundiera entre vosotros, me comunica José Ramón la muerte de Maruja. Sabía que el deterioro de su salud era muy acusado pero no esperaba un proceso tan rápido que le llevara, como así ha sido, a una muerte tan inmediata a la de su hermano. He preferido, sin embargo, no alterar el texto que antecede, que quiero que quede como cariñoso recuerdo de Mingo. Y si Dios me da salud y vida (frase muy repetida por papá) algo más escribiré sobre la otra pieza perdida del puzzle familiar: Maruja.        


2 comentarios:

  1. agree using the author that individuals need to discuss the knowledge we gain!
    There will not be many websites with info like this man! Bookmarked!
    tOLANSI FACTORY

    ResponderEliminar
  2. hen I open your RSS feed it puts up a bunch of trash, is the issue on my side?
    When I click your RSS feed it puts up a whole lot of garbled text, is the issue on my reader?
    TSarah Berger

    ResponderEliminar