martes, 10 de mayo de 2011

Carta XV


Querida familia 

Cumplo hoy mi promesa de dedicar una carta al veraneo, institución no demasiado antigua que hoy nos parece indispensable para el desarrollo de la vida humana. Según el diccionario veraneo es la acción de veranear y este verbo significa pasar el verano en lugar distinto del en que habitualmente se reside. Pero, me pregunto: ¿Cuándo se inventó el veraneo? ¿Quiénes iniciaron su práctica? ¿Cómo se desarrolló su extensión a las distintas capas del tejido social? ¿En que fecha la Real Academia española concedió a las palabras veraneo, veranear, veraneante el honor de figurar entre sus definiciones dogmáticas? Porque, que yo sepa, no existe ninguna Historia del veraneo a pesar de lo atractivo del tema para aquellos que se dedican a narrar los usos y costumbres del humano rebaño a lo largo de los siglos.

Quizás pueda atribuirse el invento a la realeza, no porque sus miembros fueran más sensibles al calor y necesitaran más que el resto de los mortales un cambio de aires, sino porque tenían más facilidades para estos lujos. Los reyes antiguos hasta Carlos V tenían la buena costumbre de atender sus guerras personalmente y como estas eran frecuentes y muy propias del tiempo estival no establecían relación entre este y el descanso. A partir de Felipe II, inventor del sedentarismo real, los reyes se asomaban mucho menos a los campos de batalla. Había cambios residenciales de la realeza pero no tenían aún carácter estrictamente lúdico; además afectaban solo a las personas indispensables para atender a las labores de gobierno. Un par de siglos más tarde, Carlos IV y Fernando VII se movieron mucho pero únicamente entre los sitios a los que Napoleón les mandaba que fuesen y, en fin, llego a la conclusión de que a Isabel II, mujer aficionada a pasarlo bien, le puedo atribuir sin cometer flagrante falsedad, la invención del veraneo en su concepto actual.

Pero, además, este está indisolublemente ligado a las playas cuya colaboración al bienestar estival no fue descubierta hasta bien avanzado el siglo XIX. En las costas existían, claro está, los puertos cumpliendo su misión de servir al comercio marítimo, pero entre puerto y puerto, apenas había algún pueblín pesquero y las olas se estrellaban en rudos acantilados o se desparramaban mansamente en las arenas playeras sin que hubiese cuerpos que refrescar porque la costumbre de bañarse en el mar estaba por nacer.

Los españoles hemos tenido durante mucho tiempo mala fama en lo que respecta al uso del agua como agente de limpieza. No hay viajero francés del siglo XIX de los muchos que vinieron a curiosear nuestras bellezas naturales y monumentales que no nos tache de guarros y cuando el capítulo de sus memorias se refiere a Madrid no dejan de citar el famoso ¡agua va¡ con que a veces eran recibidos. Señalan además que Madrid era la mas sucia de las ciudades españolas lo cual quizás siga siendo cierto en los momentos actuales aunque se haya atenuado algo el grado de guarrería absoluta y relativa de nuestra capital.

Los intentos de Carlos III de fomentar la limpieza personal y habitacional de Madrid no siempre tuvieron éxito. No es fácil, pues, que los vecinos de la villa y corte se viesen atraídos por el agua de las playas que, además, estaban muy lejos.

Para despertar el interés por el traslado veraniego era indispensable rehacer por completo nuestro sistema de comunicaciones tanto en el plano estático como en el dinámico. Nuestros caminos polvorientos llenos de baches y  de curvas innecesarias tenían que convertirse en carreteras asfaltadas con trazados preferentemente rectilíneos y desniveles bien calculados. Las vías del ferrocarril, que comenzaba entonces su andadura, habían de ser cuidadas en su trazado y conservación. En el plano dinámico, el veraneo se iba acompasando a las mejoras de los trenes y de los automóviles que no empezaron a ser significativas hasta comienzos del siglo XX. La dictadura de Primo de Ribera dio pasos de gigante en todo este tema y ello se reflejó también en el veraneo.

San Sebastián y, algo después, Santander fueron las dos primeras sedes de las vacaciones estivales de la Casa real y a ellas se trasladaban sus miembros, una parte del Gobierno y muchos chupópteros y turiferarios de la Corte que esperaban lucir mejor su proximidad a la misma en el ambiente distendido de estas ciudades veraniegas que en el más rígido de Madrid. Pero como los kilómetros de entonces eran mucho más largos que los actuales las provincias no aportaban apenas veraneantes a la costa cantábrica. Los provincianos veraneaban en sus provincias si estas eran costeras y, en otro caso en las contiguas; los de Sevilla provincia que por chiripa no se asoma al mar, empezaron a veranear en la provincia de Cádiz y en los años veinte del pasado siglo el propio Cádiz junto a Sanlucar de Barrameda, Chipiona y Rota eran ya estaciones veraniegas muy visitadas, más tarde se fueron sumando Conil, Chiclana, Zahara de los Atunes, etc. Las playas onubenses eran también elegidas por muchos sevillanos.

Antes de meterme en faena y hablaros de nuestros veraneos infantiles voy a referirme a las estancias en balnearios que no creo que tuviesen que coincidir con el tiempo estival y que, por ello y por su carácter presuntamente terapéutico no pueden considerarse estrictamente como vacaciones de verano. Mis primeros recuerdos de vivir unos días en un lugar distinto de mi residencia habitual se concretan en el balneario de Marmolejo.

Aunque el diccionario dice que balneario es un edificio con baños medicinales yo creo que, en aquella época, no eran muchas las personas que se bañaban en dichos edificios; quizás los hombres no lo hacían por mor de la estética y las mujeres por mor de la decencia entonces mucho más de moda que ahora. Más bien se iba al balneario a “tomar las aguas” que por su naturaleza ferruginosa, calcárea o carbónica eran capaces de erradicar ciertos males hepáticos, estomacales, de la circulación sanguínea, etc. O bien de prevenir los ataques de la gripe y otros males respiratorios en el siguiente invierno. Ingerir aquellas repugnantes bebidas, amargas a mas no poder, era el objetivo de las estancias balneáricas y los niños éramos particularmente reacios a este suplicio.

No creo que la “toma de aguas” tuviera que hacerse en verano; más bien la sitúo a finales de primavera o comienzos de otoño. En Marmolejo nos alojábamos en el hotel “Los Leones” que puede que exista aún y puede que fuera parte del balneario. Este tenía una larga galería abierta en uno de sus costados que daba a un barranco por el que circulaba un torrente; la  galería conducía a un manantial “Fuente Amarga” que suministraba el poco apetitoso bebistrajo. Cuando rebuscaba ansiosamente en mi cerebro para poder describiros mis recuerdos de Marmolejo posiblemente los más antiguos de mi vida, me di cuenta de que aquello de lo que me estaba difícilmente acordando era una curiosa fotografía que debía estar en algún sitio. Con pocas esperanzas de encontrarla recurrí al “cajón de las nostalgias” donde toda familia que se estime reúne, junto a muchas fotos y en adecuado desorden cartas significativas de sus miembros, estampitas de primera comunión, invitaciones a bodas familiares o de amigos, informes más o menos satisfactorios del curso de los estudios de los críos, los primeros dibujos de éstos, estampas religiosas y, en algún caso, el detalle un tanto cursi de una flor machita. Tuve la suerte de que, a los pocos minutos, de rebuscar cayó en mis manos la foto susodicha que reproduzco a continuación:



Como veis se trata de la cola que conducía al manantial; todos los que la forman llevan un recipiente de paja con tapadera que se ve bien en la primera señora que aparece, dentro de él iba el vaso de vidrio (no se habían inventado los plásticos) para el agua medicamentosa. El señor alto con mascota y pitillo es tío Paco Herrera y delante de él hay dos niños de cinco y tres años (la foto está fechada por detrás en 1924); Maruja con un hermoso lazo blanco y yo. Creo que el caballero con amplio mostacho blanco tocado con el clásico “sombrero de paja” es mi abuelo, pero no acierto a ver a ningún miembro femenino de la familia que indudablemente formarían parte de la cola. Como veis, Maruja y yo también llevábamos nuestros vasitos y no nos librábamos del amargor de la “Fuente amarga”.

Como bien sabeis los balnearios decayeron mucho en los años que siguieron a nuestra guerra civil y algunos incluso cerraron. Por fortuna hace ya años que renacieron con nuevos bríos; muchos han modernizado sus instalaciones (y sus precios) y se ha recuperado el significado etimológico del término que los define pues ofrecen como servicio fundamental los baños en aguas termales y medicinales para aliviar los males y achaques. Alicia y yo somos unos modestos entusiastas de estos establecimientos y, en los últimos años pasamos unos breves días estivales en alguno de ellos.

Pasamos ya a considerar los veraneos que podían ser de dos clases: de playa y de sierra; una clase adicional de carácter modesto era la estancia en el pueblo de donde era originaria la familia. Claro está que nosotros los niños preferíamos la playa, mucho más divertida, pero no siempre prevalecían nuestros deseos pues era creencia de aquellos años, incluso entre los médicos, que era necesaria la alternancia playa-sierra para conseguir una buena salud; no se exigía una alternancia rigurosa, pero si intercalar un veraneo serrano tras dos o tres de tipo playero; además la sierra proporcionaba un ambiente ideal para las embarazadas y recién paridas y, en general, para todas las mujeres que tenían que “coger fuerzas”.

 Mi más antiguo recuerdo de un veraneo serrano se localiza en Aracena, la bella población del norte de la provincia de Huelva: una casa amplia, un patio fresco y umbrío y varias cómodas mecedoras, eso es todo. Años más tarde, basándonos en la creencia de que los aires serranos beneficiaban la salud algo precaria de mamá, pasamos el verano de 1931, último de su vida, en Jabugo, pueblo como sabeis próximo a Aracena y más cercano que ésta de la frontera portuguesa. La casa que alquiló papá pertenecía a la empresa Sánchez Romero y Carvajal productora de los mejores jamones de Andalucía, de España y del mundo, que subsiste hoy aunque solo con los dos primeros apellidos indicados. Creo que la citada empresa era la propietaria del del noventa y muchos por ciento de las casas de la población jamonera y, por tanto, había que recurrir a ella si se quería pasar el verano en la localidad. La casa disponía de una amplia terraza orientada hacia la Sierra Morena que iba ya declinando en altura al acercarse a Portugal; me acuerdo de ella con una triste melancolía porque en mi mente se mezcla esta remembranza con la de la muerte de mamá.

En la década de los treinta, cuando ya vivíamos con los abuelos, pasamos otros dos veranos en la serranía onubense, ambos en Higuera de la Sierra, pueblo anterior a Aracena, cuando se viene de Sevilla; ambos veranos estuvimos en la misma hermosa casa de doña María (¿) la señora más ricachona de la localidad. Fueron veraneos del clan en su conjunto por supuesto con los abuelos, tía Salud y los primos y, en el primero de ellos también tía María y tío Paco pasaron con nosotros varios días. Lo fecho, en este caso con toda seguridad, en 1932 en cuyo mes de agosto tuvo lugar la sublevación del General Sanjurjo contra el Gobierno de la República; los cuatro o cinco días que duró el levantamiento estuvimos incomunicados con papá que, por problemas de trabajo, se había quedado en Sevilla y las líneas telefónicas estaban cortadas. Esto llevaba a cierto nerviosismo de las personas mayores que desapareció pronto ante la brevedad de la independencia sevillana.

La casona de doña Maria estaba solitaria a pie de carretera a la izquierda viniendo de Sevilla, en tanto que el pueblo se encaramaba a la derecho cubriendo parte del cerro que culminaba en una ermita en ruinas dedicada a Santa Bárbara. Desde el primer momento me propuse la hazaña de ascender a esta cima y, por fin, lo conseguí acompañado por un valiente pequeño o por alguna persona mayor que se responsabilizó de la aventura. La casa era muy grande, tenía dos pisos y un torreón que aportaba una habitación adicional. Aprovechando el relieve del terreno había aún un piso semisótano independiente que tenía entrada por la parte opuesta a la carretera y que constituía la vivienda de los guardeses. Estos tenían tres hijos: Silvestre, Manolo y Pepe, más o menos de la edad de mis hermanos; de ellos recuerdo una curiosa anécdota: hacía el diez de septiembre, cuando aún nos quedaban algunos día de estancia estival, estos críos eran sometidos al baño ¡anual¡, su madre calentaba cantidades grandes de agua que vertía en una bañera de hojalata y los sometía a un inmisericorde fregado que debería ser extraordinariamente enérgico ya que tenía un año de caducidad ¡que tiempos¡. Poco más recuerdo de aquel verano y de un segundo transcurrido en la misma casa, quizás en 1935, en el que tuvo lugar el tijeretazo de Paco que ya os conté.

Dos apuntes taurinos: en un festejo novilleril celebrado en ese pueblo o en algún otro próximo hacía sus primeras armas en el difícil arte de la lidia de reses bravas Juanito Belmonte, hijo del gran Juan, que llegó a ser un estimable diestro aunque muy alejado de la singular maestría de su padre; estábamos en unas localidades preferentes y a ellas se acercó Juanito y nos brindó la muerte de un novillo; no recuerdo si acertó o no con el estoque. El otro apunte se refiere al traslado de toros en manada por la carretera a la que daba la casa; no podían ser reses bravas pero si de media casta y pasaban galopando por delante de nuestra terraza custodiados por garrochistas que recurrían a la velocidad para evitar que algún bicho se desmandara. Me impresionaba tanto el espectáculo que lo reproduje muchas veces en sueños en forma de pesadilla terminada por un brusco despertar:

Los veraneos de entonces serranos o playeros, se diferenciaban de los actuales en su duración; lo más frecuente hoy es que esta no pase de un mes; entonces se prolongaban hasta tres meses y la vuelta a casa tenía lugar muy pocos días antes del comienzo de la actividad colegial fijada en los primeros días de octubre. Claro es que esto afectaba sólo a las mujeres y a los niños; los hombres iban y venían según fueran las exigencias de su trabajo profesional.

Pero la mayor diferencia entre una y otra época radica en el equipamiento de las casas y chalets que se alquilaban a los veraneantes. Este era mínimo; se limitaba a las camas, a veces simples somieres soportados en tacos de madera, las sillas indispensables para sentarse a comer y la mesa correspondiente, algunas butacas y un mínimo surtido de cacharros de cocina y las piezas indispensables de una vajilla y de una cubertería. El veraneante tenía que aportar los colchones y almohadas, así como toda la ropa de casa. Es decir, el viaje al lugar de veraneo era más bien una mudanza y mi abuelo, cuando nos íbamos el clan al completo, alquilaba un autobús cuyos últimos asientos eran ocupados por colchones, mantas y almohadas y cuya baca, ese “artefacto en forma de parrilla en el techo de los automóviles para llevar bultos” (copio del diccionario), iba repleto de baúles y maletas. Nada parecido a las actuales escapatorias semanales o quincenales casi con lo puesto y el bañador que, además, cada vez es mas escueto, cada vez ocupa menos, Debo decir, sin embargo, que la situación descrita fue mejorando rápidamente a lo largo de los años treinta.

Nuestros veraneos playeros de los años veinte y treinta del pasado siglo fueron, con una excepción a La Jara una urbanización de Sanlucar de Barrameda, por tanto, muy cercana a la desembocadura del Guadalquivir en el Océano. Los chalets eran muy grandes y estaban separados unos de otros, disponían de una amplísima parcela poco cultivada, muchas veces de jardín que solía estar lamentablemente descuidado, algunas de huerto y de casita de los guardeses. Había también bosquecillos de eucaliptos y otros árboles, posiblemente de propiedad comunal o municipal que aumentaban la independencia mutua de los habitantes veraniegos. No exagero: La última casa donde veraneamos “Villa Horacia”, disponía de tanto terreno que, en la actualidad, hay en su lugar una urbanización con más de una docena de viviendas, según me informa José Ramón.

El primer veraneo playero de La Jara del que tengo algún recuerdo lo vivimos en “San Eduardo”, una de las casas de la urbanización más alejadas de Sanlucar que estaba desprovista de todo tipo de comodidades y aportaba al arrendatario un escuetísimo mínimo de los enseres necesarios para vivir. Creo que estuvimos en esta casa un segundo año, y en ambos casos, el clan completo presidido por abuelo y abuela. La casa estaba un poco en alto y ello proporcionaba una bonita perspectiva del océano desde la amplia terraza cubierta que tenía; en el extremo derecho del paisaje se vislumbraba la desembocadura del Guadalquivir con sus dos guardianes Sanlucar y Bonanza sumidos en la bruma. Algún barquito cruzaba de tarde en tarde el horizonte. Del montículo descendían un par de senderos que cruzaban después la carretera, más bien camino rural, que moría a poco. Alguna parcela sembrada y 
algún bosquecillo nos separaba aún de la playa en la que desembocaban varias veredas. 

La playa era amplísima y dado el escaso número de chalets y su diseminación puede decirse que, aún en pleno agosto, a cada veraneante le correspondían varias decenas de metros cuadrados. A diferencia de todas las otras playas que he visto a lo largo de mi vida, ésta tenía “corrales”, es decir, espacios delimitados, aproximadamente cuadrados, tres de cuyos lados quizás de unos treinta o cuarenta metros de longitud eran muretes de piedra y conchas de unos setenta centímetros de altura y el cuarto lado era la línea de la playa. El mar cubre y descubre estos espacios dos veces al día por el juego de las mareas. El objetivo de estas construcciones, cuya localización era preciso que el bañista conociera para evitar tropiezos dolorosos e incluso peligrosos, estaba claro: durante la marea alta los peces pasaban por encima de los muretes y deambulaban en libertad a profundidades distintas: Pero, al retirarse las aguas, muchos quedaban atrapados por los muretes y los pescadores se apoderaban de ellos con simples redes. Posiblemente este proceder es poco delicado respecto de los seres marinos, un auténtico “pescadicidio” y de seguirlo en la época en que nos hallamos habría algún gobernante o gobernanta que lo prohibiría radicalmente.

Nuestra indumentaria de baño difería de la actual. Los varones llevábamos bañador completo con el pecho cubierto y el pantalón prologando hasta cerca de las rodillas. Las chicas llevaban sobre el bañador un faldellín que salía de la cintura y cubría los muslos. No se usaban entonces cremas protectoras y otros mejunjes que nos defendieran de los ataques de un sol particularmente inclemente en esas latitudes; el resultado era que cambiábamos de piel todos los veranos.

Existían entonces varios dichos supersticiosos que todos nos creíamos a pie juntillas. El más curioso establecía que el carácter benéfico de los baños de mar estaba ligado a que estos se tomarán un número impar de días; si el número era par, no sólo no había beneficio terapéutico sino que la salud quedaba seriamente comprometida el siguiente invierno.

Las mareas más bravas tenían lugar a final de julio; recibían el nombre de “mareas de Santiago”. Yo creía, sin permitirme la menor duda, que tenía que coincidir la marea más fuerte con el día del Santo Patrón de España y, en ningún caso, con el 24 o 26 de julio, debido a una disposición de la Providencia para homenajear al apostol por su ayuda en la lucha contra el moro. No recuerdo cuando se debilitó en mi mente la citada creencia.

Pasábamos toda la mañana en la playa acompañados por mamá o tía Salud que no se bañaban y permanecían junto al “sombrajo”, especie de caseta de paja que permitía cambiarse de indumentaria sin ofensa del pudor. No creo que volviésemos por la tarde.

Algún año después veraneamos en “La Caridad”, un chalet mejor acondicionado que el anterior; era el más alejado de Sanlucar y estaba en la línea de playa. Fue uno de los últimos veraneos de mamá, no sé si de 1929 o 1930; de él nos queda una preciosa fotografía en la que ella luce su serena belleza. La foto ovalada y con el fondo algo difuminado tiene esa coloración marrón-gris tan propicia a la evocación amorosa y melancólica.

De “La Caridad” tengo un par de curiosos recuerdos; de la explanada que precedía al porche emparrado, partía un camino arbolado de quizás unos cuarenta metros, resto descuidado de un jardín largamente abandonado. El entrecruzamiento de las ramas de los árboles de ambos lados y la maleza que crecía en abundancia en el suelo confería al camino un cierto aire decadente que a mi me parecía algo tenebroso. ¿quereis creer que yo no me atrevía a meterme en el caminito ni a pedir a alguno de los mayores que me ayudase a vencer mi miedo a andar por él? Pues es cierto y hasta hoy, en esta carta, no lo he confesado.

Me deleita evocar las noches serenas del agoto andalusí en el amplio porche de “La Caridad”; la “pálida luz de la luna” era un elemento importante pues la urbanización, en aquellos años veinte carecía de luz eléctrica; por supuesto la aportación de nuestro satélite no era suficiente y se disponía de lámparas de carburo, en las que el acetiluro o carburo cálcico, al mezclarse con agua, da acetileno que al arder produce una llama muy luminosa; pero ésta era horriblemente pestífera no porque el acetileno huela mal sino porque su sal cálcica va acompañada de compuestos de azufre responsables del muy desagradable hedor.

En aquellas sobremesas nocturnas se nos permitía a Maruja y a mí participar un ratito porque ya éramos algo mayorcitos. A mi lo que se me ha quedado más grabado de estas veladas son las aventuras de las salamanquesas, pequeños saurios insectívoros, de aspecto y costumbres repugnantes que se colocaban en absoluta quietud en las paredes iluminadas por el carburo. A ellas, atraídas por la luz, llegaban moscas, mosquitos, arañas e incluso avispas y, cuando estaban a tiro, la salamanquesa daba una breve carrerita y, sacando una nauseabunda lengua se engullía el insecto. Una especie de atracción, impregnada de asco me llevaba a contemplar noche tras noche los banquetes del desagradable bichito.

En aquellos finales de los años veinte y a pesar de los avances de su sordera abuelo tenía mucha vitalidad. A diferencia de lo que ocurría en invierno, en verano intervenía en la selección de los alimentos y solía comprar el pescado al que tenía mucha afición. En Sanlucar, al declinar el día iban atracando lentamente las barcas de los pescadores que habían salido a realizar su faena al amanecer; las barcas quedaban varadas en Bajoguría, una zona del litoral poco apta para el baño, donde se montaba la subasta de los lotes de pescado que habían capturado los hombres de mar; la puja tenía sus normas y era un espectáculo curioso, del que disfrutaba mucho mi abuelo; además él y otros veraneantes compraban directamente piezas selectas a buen precio. Comíamos por ello exquisitas corbinas, corbinatas cazónes, urtas, doradas así como las más conocidas acedías, pescadillas y sardinas. De algunos de estos exquisitos pescados no he vuelto a saber nada y me temo que sólo se comen in situ. Otra compra de alimento que el abuelo no delegaba era la del melón, que como creo que dije ya, era su fruta predilecta.

En la segunda década de mi vida (1931-1941) veraneamos algún año más en La Jara. No lo hicimos en 1932 y ¿1935?; en los que la familia optó por la sierra, según ya he dicho, ni en 1934, año en que mis hermanos y yo pasamos varias semanas en Chipiona acompañados por la prima Consuelo Laraña. En 1936 se tomó la acertada decisión de no salir de veraneo con lo cual el comienzo de la guerra nos cogió en casa. En 1938 estuvimos en Arahal, en casa de tía Leocadia; fue entonces y no en la fecha que os cité en una de mis primeras cartas, cuando me ví sacudido por primera vez por el amor. Esta rectificación se la debo a mi hermano Paco, cuyas palabras suscribo a continuación:

“En dicho año, 1938, tu tenías 17 años y no once; y por tanto una edad similar a la de la jovencita de la que platónicamente estabas enamorado. Es muy plausible y explica la barrera que ella, recelosa, levantara ante su admiración”.

          Reconozco humildemente que no fui tan precoz. Gracias Paco por hacérmelo ver.

Se que hubo un veraneo en “Villa María” y otro en “Santa Ana”, aunque puede que en alguno no participase yo, ocupado en mis obligaciones militares. Las incomodidades de las casas se iban atenuando; en algún momento apareció la luz eléctrica a la que quizás deberíamos apellidar intermitente pues los cortes de suministro eran frecuentes y de duración imprevisible. Los juegos infantiles fueron poco a poco sustituidos por largos paseos de jovenzuelos de ambos sexos con alguna manifestación de preferencia de alguno por alguna; la iniciativa era siempre del que llevaba los pantalones (ellas no sospechaban aún lo bien que están cuando se los pusieron en ambos sentidos) pues lo contrario era muy mal visto.

Para mi el último veraneo del clan completo fue en la citada “Villa Horacia”, creo que en 1940; abuela había muerto el año anterior. La casa era muy grande y tenía una enorme habitación-biblioteca con una colección muy estimable de libros, con aquellas entrañables encuadernaciones en piel que aumentaban el atractivo para su lectura: una serie de ellos, biografiaba los asesinos más célebres de los últimos siglos, detallando sus juicios, sus declaraciones pretendiendo atenuar su culpabilidad o incluso justificar su proceder, las alegaciones de sus acusadores y todo el proceso, la condena final y su ejecución. Leí con fruición varios  de estos tomos. Esta biblioteca podía transformarse en capilla; abriendo unas grandes puertas de uno de sus extremos quedaba a la vista un altar donde se decía misa todos los domingos y fiestas del verano, con asistencia de todo el clan, la servidumbre y numerosos veraneantes de otros chalets. En el rato que precedía a la llegada del padre capuchino que venía de Sanlucar a decir la misa, a los niños y yo, que ya no lo era, nos dedicábamos a ordenar en la biblioteca-capilla todos los asientos posibles para la numerosa concurrencia: unos bancos que adornaban el hall de entrada, todas las sillas del comedor, de la cocina y de los dormitorios del piso alto, butacas, banquetas y algún trasto de playa. Algunos de nosotros reservábamos asiento para alguna persona mayor que nos era particularmente simpática; la gente joven se quedaba en pié y los más pequeños oían la misa sentados en el suelo, al estilo morisco apoyados en las rodillas de padres y abuelos. Acabado el Santo Sacrificio, el cura era invitado a desayunar y la concurrencia se dispersaba tras una profusa y exuberante despedida.

Recuerdo con añoranza este veraneo en “Villa Horacia” porque fue para mi el último con el clan al completo; este había sufrido la pérdida irreparable de abuela en el invierno anterior. La extremada generosidad y capacidad de acogida de abuelo, tema que merece una glosa independiente que haré en una carta futura, se puso de manifiesto, una vez mas en el gran número de miembros de la familia que veraneamos juntos en “Villa Horacia” aquel año. Para colmo, pasaron con nosotros algunos días varios amigos de los niños: Martín y Manolo Arévalo, su primo Manolo Clavero que andando el tiempo fue Ministro de Administraciones Públicas, en el primer Gobierno de la transición democrática y Elías, el inseparable amigo de Paco.

Yo, que ya era estudiante universitario, había dejado los juegos por los incipientes coqueteos y pronto tuve que abandonar unos y otros para dedicar los veranos a la Patria, es decir, que los veranos de 1942, 1943, 1944 y 1945 los pasé en “la mili marcando el caqui”.
         
          Seguiré todavía contandoos algunas cosas más.

          Besos y abrazo de

                                              Rafael





                                               

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