jueves, 28 de abril de 2011

Carta XIV


Querida familia:

Una nueva desgracia se abatió sobre la familia. Se empezaron a manifestar en tío Isidoro los síntomas de la enfermedad mental que acabó con su vida. Mis primeros recuerdos se refieren a la obsesión del tío por la persecución de la que creía ser objeto por parte de los cazadores. Luego cambió, y repetía que el acoso provenía de los albañiles. Esto tenía cierto sentido pues el matrimonio Tello tenía planeado trasladarse a una nueva vivienda que habían adquirido, si no me falla el lejano recuerdo, en la calle Reyes Católicos o cerca de ella; allí pensaba el tío montar su consulta de médico ginecólogo. La nueva vivienda requería algunas obras y en esta fase estaba la proyectada mudanza. Como ya he comentado, la agitación de la clase trabajadora era muy intensa y el gremio de la construcción llevaba en ello la voz cantante como sucede casi siempre en estas situaciones; este estado de intranquilidad lo traducía el tío como ataque a él.

Es posible que las personas mayores de la familia sintieran alguna preocupación por las incoherencias y nerviosismo del tío, pero no creo que previeran el estallido de su demencia que se produjo una mañana de forma violenta. Tío Isidoro rompió con furia varios de los objetos de plata y cristal que tía Salud tenía en su tocador: peines, espejitos, cepillos y frascos de diverso tamaño, útiles para el aseo y aderezo aunque quizás poco usados; tiró a la calle los restos de sus destrozos y rasgó una preciosa colcha celeste que adornaba el lecho matrimonial. Farfullaba quejumbrosamente sobre el mal que querían hacerle no se sabe quiénes y amenazaba a diestro y siniestro. Papá trataba de apaciguarlo asegurándole que le defenderíamos de quien quisiera hacerle mal. Las mujeres, que eran nueve contando el servicio, se apartaban asustadas, mi abuelo no se enteraba de nada y su sordera le defendía de cualquier temor y los niños, con los ojos aún soñolientos por el brusco despertar, no sabían qué hacer. Aparte de José Ramón, sólo había una persona que dormía plácidamente sin participar en el drama: yo. Mi dormitorio estaba alejado de las habitaciones donde ocurría todo y mi padre había salido disparado de él hacía ya rato. Entonces, en sueños, oí el grito angustiado de papá pidiéndome que acudiera a la escalera enseguida.

Lo ocurrido fue como sigue: tío Isidoro recorría el piso de un lado a otro seguido siempre por papá, que intentaba tranquilizarlo; en un momento en que estaban ante la escalera principal, el tío, harto sin duda de la insistente compañía, dio un ligero empujón a papá que le hizo bajar tres o cuatro peldaños y entonces cerró rápidamente la cancela. Papá se quedó horrorizado al no poder seguir al lado del tío; yo salté de la cama como un autómata y abrí la cancela y papá corrió a restablecer la situación anterior, informándome de paso de lo que ocurría. En algún momento, papá había logrado establecer comunicación telefónica con los hermanos del tío, Antonio y Manolito, que le prometieron acudir enseguida a San Isidoro. En efecto, llegaron muy pronto y Manolito, hombre corpulento y fortachón, abrazó con energía a su hermano, lo cual tranquilizó a todos y en especial a papá, cuyos nervios estaban ya particularmente tensos. Quizás fue Antonio quien tomó la resolución de llamar al Manicomio de Miraflores, centro de asistencia psiquiátrica de Sevilla, para que recogieran al tío y lo recluyeran en él para que fuera examinado, diagnosticado y, en su caso, tratado por los médicos del centro. Los funcionarios de éste llegaron al poco tiempo y cumplieron con su misión.

La familia de tío Isidoro se ocupó de que fuera reconocido por varios especialistas y tratado en dos o tres centros dedicados a este tipo de dolencias. Recuerdo que los psiquiatras de aquellos tiempos habían puesto en práctica unos tratamientos que consistían, más o menos, en someter al enfermo con cierta periodicidad a fuertes descargas eléctricas. Parece que esta terapia era enormemente molesta e incluso dolorosa, pero estaba defendida por un grupo de profesionales de Madrid, uno de los cuales, el Dr. León (creo que éste era su nombre), la recomendaba para el caso del tío. No sé si éste fue, por fin, sometido al citado tratamiento o tortura, cuya práctica fue pronto abandonada.

En una fecha que no recuerdo, los médicos consideraron que tío Isidoro había mejorado, que estaba tranquilo y que valía la pena intentar la reanudación de la vida familiar. No parecía prudente que este ensayo de convivencia tuviese lugar en San Isidoro 24, con el enfermo rodeado por los suegros, el cuñado, los muchos sobrinos y el amplio servicio, y se decidió que el matrimonio y los hijos pasaran algún tiempo en la finca de Palomares del Río; la casa de ésta estaba perfectamente acondicionada y amueblada y allá se fueron los cuatro. Pero el intento fue un fracaso y al cabo de muy pocos días tía Salud y sus hijos regresaron a Sevilla y el tío volvió a ser recluido.

La familia comprendió que no había otra solución que el internamiento en un centro especializado y así se hizo. El lugar elegido quedó en la zona roja al estallar la Guerra Civil por lo cual la comunicación con el mismo quedó interrumpida por mucho tiempo. Tío Isidoro murió unos años después de acabada la guerra.

Reflexionando a veces sobre lo que os acabo de contar, he llegado a la conclusión de que los inmensos avances de todas las ramas de la Medicina que se han producido a lo largo del siglo XX tienen una excepción, al menos parcial, en la Psiquiatría. A pesar de las contribuciones teóricas de Freud, Jung, Lacan, etc. y de los indudables servicios prestados por los tranquilizantes, no ha logrado ésta los éxitos de los que pueden presumir la Oftalmología, la Ginecología, la Oncología, la Cardiología etc. Al menos en lo referente al tratamiento de los enfermos correspondientes. Quizás esto se deba a que en todas estas ramas hay un sustrato material al que agarrarse para conocerlo en todos sus detalles cuando está sano, examinar las malformaciones que pueda tener o las deficiencias que puedan sobrevenirle, aplicarle las técnicas de reconocimiento y diagnóstico que van surgiendo, etc. Pero para llegar a la Psiquiatría hay que atravesar esa frontera nebulosa, imprecisa, que separa (o tal vez que une) lo material y corpóreo de lo espiritual y anímico, y en esta segunda zona no existe el sustrato observable al que dedicar nuestro esfuerzo investigador. Porque, además, ese sustrato ¿dónde está? ¿en qué rincón del cerebro hay que localizarlo para aplicarle técnicas de detección y medida? Al  atravesar la mencionada frontera entramos en el terreno del misterio.
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En contraste con lo que ocurría en las calles sevillanas en las que dominaba la agitación y los disturbios, la vida se remansó un tanto en San Isidoro 24. Vamos a comentar algo de ella. Empezaremos por las comidas.

El desayuno casi no se diferenciaba del actual: café con leche y tostadas con mantequilla o aceite de oliva, en este caso se solía añadir azúcar o un poquito de sal, según gustos. El pan del Horno de San Isidoro, que estaba a unos cien metros de casa, era exquisito y creo de justicia subrayarlo; como siempre dice mi mujer cuando vamos por esas tierras, la variedad y calidad del pan supera en ellas al de toda España. Ocasionalmente tomábamos calentitos, masa frita arrollada en espiral más parecida a las porras que a los churros madrileños que había que comprar en las freidurías de la Alfalfa. Pero mis preferencias iban por los picatostes, trozos alargados de pan blanco fritos y rebozados en azúcar que pocas veces Eloisa de dignaba hacer.

La comida del medio día, el almuerzo, como se dice en mi tierra de modo incorrecto, era la misma todos los días laborables. Sólo cambiaba los domingos y los días de vigilia en Cuaresma. El menú único constaba de cinco platos: sopa, cocido, carne del cocido, pescado y bisté, más el postre de fruta. La monotonía que suponía esto estaba algo atenuada porque el cocido variaba en su composición de un día a otro. Yo recuerdo tres tipos: el corriente, parecido al que se consume hoy en casi toda España, el riquísimo de calabaza, que he vuelto a saborear una o dos veces en casa de Mingo y Amparo (por cierto, cuñada, merecedor de un diez) y el de arroz y patata, de color amarillo intenso, que se decía era idéntico al rancho de los cuarteles; debía haber alguna otra variante con inclusión de judías pero no las recuerdo. La carne del cocido, que disgregada y revuelta con tocino, chorizo y morcilla forma la famosa pringá era, desde luego, mi plato preferido. Muchas veces trataba yo de eludir el pescado pues llegaba a él ya con pocas ganas. Siento ahora remordimientos de no haber saboreado bastante las deliciosas acedías, esos mini-lenguados que no nos llegan a Madrid quizás porque su pesca es escasa o su conservación difícil. Otro ser acuático que solía formar parte del menú era la pescadilla, en su variante de pescadilla que se muerde la cola, disposición antinatural y absurda ya que no creo que el bicho se entretuviera en adquirirla mientras le esperaba la sartén. La carne era siempre un filete de vaca pequeño, muy frito y sin nada que la acompañara. Los buenos comedores de carne la solicitan siempre poco hecha, casi nadando en sangre; lo siento, pero no comparto sus gustos en absoluto aunque al así proclamarlo pueda ser tachado de falta de gusto y de elegancia. Las frutas variaban según la estación del año, siendo entonces desconocida la posibilidad de disponer de casi cualquier clase de fruta en casi cualquier día del año; en lo posible predominaban las uvas y el melón, al cual mi abuelo era muy aficionado. Los domingos se daba entrada al arroz, si bien creo recordar que el guisado de éste no alcanzaba las elevadas cotas que en otros lugares de España; también se comía en los días festivos el entonces muy caro pollo, cuya democratización culinaria es posterior a nuestra Guerra Civil; el pollo era un plato de lujo, sólo para días señalados. Además se compraba vivo y su sacrificio era encomendado a la cocinera, como ya comenté en otra ocasión.

A los niños no nos gustaba nada contemplar esta primera fase del paso del pollo de la tienda a nuestros estómagos. Los domingos también cambiaba el postre y los pasteles del Horno de San Isidoro era frecuentes; tenían un tamaño natural, unos doce centímetros de longitud o unos ocho de diámetro, como Dios manda.

Si las comidas de aquella época merecen el calificativo de copiosas, las cenas deben recibir el de pantagruélicas y, desde luego, indigeribles para los estómagos actuales, ya que el plato principal era de judías, lentejas o patatas y era seguido por abundantes croquetas, empanadillas u otras frituras sustanciosas y, como remate, fruta. Quizás deba alegarse en descargo de las amas de casa responsables de estos atentados a nuestro sistema digestivo que también entonces hacía frío y que éste era despreciado por los sevillanos de aquellos días que no proyectaban y adecentaban sus casas para defenderse de él sino del calor, que según todo lo que se dice y escribe de Andalucía es lo que climáticamente la caracteriza. Había que suministrar al cuerpo muchas calorías para ayudar a la modesta colaboración de los gratísimos braseros que quemaban ingentes cantidades de cisco.

En lo que se refiere a la lucha contra el frío de las casas sevillanas, debo decir en honor de mis abuelos que, a mediados de los años treinta, decidieron dotar de calefacción a una parte de la casa; esto se hizo sólo en el piso principal y en la parte correspondiente a lo que sería luego San Isidoro 22; es decir, el dormitorio que yo compartía con papá quedó excluido de la citada modernización y allá por el mes de enero podía alcanzar temperaturas próximas a las del polo norte. Para compensar esa “sublime decisión” de ponernos al día, la calefacción no se encendía nunca porque siempre se creía que la necesidad de hacerlo no era apremiante. En mis recuerdos solo figuran dos o tres encendidos, el último de ellos el día en que murió abuela.

En el verano, cuando salíamos de Sevilla, la planificación alimentaria cambiaba mucho; pero esto lo vamos a dejar para la carta que pienso dedicar a los veraneos.


Guardo también recuerdos de los juegos que en aquella época ocupaban parte de nuestro tiempo. Los cinco, descontando por supuesto a Maruja y a José Ramón, formábamos una cuadrilla compacta y nos llevábamos muy bien. Había, por supuesto, un jefe, que era yo sin discusión por ser el mayor y llevarle dos años y medio al siguiente, Paco. Estas diferencias de edad son importantes en aquella etapa de la vida. El carácter pacífico y bondadoso de Paco y Enrique, que ha persistido a lo largo de los años, era garantía de una convivencia pacífica, y tampoco Mingo, algo más caprichosillo, planteaba problemas; el Pulga era quizás el más revoltoso e inquieto, pero su condición de benjamín le permitía hacer su santa voluntad.

Como yo empezaba a tener algún conocimiento de la Historia de España se me ocurrió que podíamos reproducir como juego el Descubrimiento de América en varias jornadas. Me adjudiqué, claro es, el papel de Cristóbal Colón para seguir mandando sobre todos; Paco, creo recordar, sería el fraile que había de plantar la cruz en las nuevas tierras que se descubriesen para incorporarlas a la Cristiandad, Enrique puede que fuese el médico indispensable en una expedición de tal calibre y Mingo representaba a la tripulación restante de la cual el más joven, Rodrigo de Triana, en nuestro caso el Pulga, grumete de una carabela, fue el auténtico descubridor de las primeras brumosas tierras, anunciando a gritos su hallazgo. La tripulación debería estar hasta las narices de no ver más que agua, de que la que tenían para beber fuera un asco y de que las galletas que quedaban como últimos comestibles estuviesen totalmente podridas. De ahí las protestas, levantamientos e insurrecciones, y las intenciones de tirarme por la borda; pero yo me sabía bien la historia y me mantuve impertérrito pues sabía que acababa bien y además jugaba con la ventaja de que mis subordinados eran hermanos y primos míos que me querían mucho y eran incapaces de hacerme beber a la fuerza las procelosas aguas de la mar oceana.

Logramos, como ya indiqué en otra carta, que nos cedieran la gran habitación inutilizada del fondo del piso alto. También conseguí una escalera de mano desvencijada y rota que, como es natural, no pusimos de pié pues cada uno de sus escalones era más peligroso que el anterior si se subía uno en él; tumbada daba muy bien como quilla de la carabela que se cerraba en su popa con un par de sillas de anea, viejas e inútiles a su vez; algún que otro cachivache completaba el invento.

Nos ocupó el juego bastantes días ya que prolongamos a posta la duración de la navegación, pues nos gustaba saborear la ocurrencia. En algún momento de la tarde bajábamos a solicitar nuestra merienda que consistía invariablemente en una onza de chocolate Matías López y un buen trozo de pan.

No me acuerdo bien si este juego lo desarrollamos cuando ya íbamos al colegio en cuyo caso habría un conflicto de horarios. No sé si aprovechábamos un periodo vacacional, pero sí estoy seguro de que las sesiones de navegación se dilataron días y días.

Como todos los niños de entonces, tuve una temporada de afición  los soldaditos de plomo. Estos eran preciosas reproducciones de los componentes de nuestras fuerzas armadas casi siempre luciendo sus trajes de gala con predominio de los colores rojo y azul que, cuando realizaban su servicio en infantería, apenas medían cuatro centímetros; abultaban algo más los soldados de caballería, cuyos corceles a veces llevaban el paso tranquilo y solemne de los desfiles y de las procesiones y otras caracoleaban agitados como sí estuviesen en el campo de batalla. A estas tropas no les faltaba nunca el capitán u oficial que las mandaba, el abanderado portando su enseña y el trompetín de ordenes, tres figuritas diferenciadas del resto. Pronto se incorporaron a estos representantes de la infantería y de la caballería los armones de artillería con sus cañoncitos de montaña, los marineritos del ejército del mar pintados de azul y blanco y los portadores de camillas y otros adminículos de la Sanidad militar.

Como es lógico con los soldaditos de plomo jugábamos a la guerra. El campo de batalla, tras la oportuna autorización, era la mesa de comedor de tía Salud. En los dos extremos de ella se colocaban sendas cajas de zapatos invertidas y, sobre ellas, el capitán el abanderado y el trompetín de órdenes; delante de ellos una fila de quince o veinte soldados. Los componentes de cada contrincante eran tomados de cajas diferentes. No recuerdo la naturaleza del proyectil que sería una pelotita de goma, corcho o trapo. Disparándola alternativamente iban cayendo los pobres hombres en la refriega y siendo retirados a sus cajas hasta que de un bando no quedaba nadie en pié; este bando había perdido y no puedo deciros si el vencedor obtenía alguna recompensa aparte de la negra honrilla.

Los soldaditos fueron desapareciendo del mercado quizás porque había que dedicar el plomo a menesteres más necesarios para la sociedad o porque el metal se estaba poniendo caro. Sólo quedan  en algunas grandes ciudades una o dos tiendas especializadas donde pueden adquirirse estas bonitas miniaturas; pero en dichas tiendas lo que se vende son prototipos individuales que representan a miembros de las fuerzas armadas de diversos países y épocas para satisfacer los afanes de los coleccionistas y creo que es difícil adquirir compañías o batallones completos. La mayoría de los soldaditos de entonces sufrieron las consecuencias del ardor guerrero, fueron perdiendo su armamento, sus quepis y hasta sus cabezas y fueron pasando a su cementerio propio el cubo de la basura. Es una pena, porque, de haber sido tratados con delicadeza y mimo, ocuparían hoy dignamente los anaqueles de las vitrinas.

Estos soldados fueron luego reemplazados por los que se imprimían en pliegos, de cartulina de los que había recortarlos. Eran bastante más altos que sus predecesores lo que permitía batallas más sangrientas y rápidas; además eran baratos.

Los pliegos recortables hoy casi desaparecidos, caracterizaban una fase importante del juego infantil. Los había para niñas en los que la muñeca representada iba acompañada de trajecitos, sombreros y adminículos de tocador; claro está que estos no entraban en casa porque tampoco Maruja les tenía afición. Además de los que estaban dedicados a los ejércitos, los había de animales que permitían formar granjas o soñar con las aventuras y peligros de la selva. Pero los que proporcionaban mayor diversión permitían la construcción de casas, iglesias, castillos y otros edificios; en los casos más sofisticados las piezas recortadas de uno o más pliegos permitían reproducir un monumento importante como El Escorial o el Palacio Real. Había que recortar distintas piezas doblarlas siguiendo las instrucciones que figuraban en el pliego o simplemente intuyéndolas en los casos más simples y pegarlas unas a otras para conseguir representaciones tridimensionales. Todo este tejemaneje me parece mucho más educativo que el contemplar en la televisión como monstruos estúpidos, carentes de relación con ningún tipo de seres reales, se destruyen unos a otros ayudados por el niño con el manejo de un aparatito infernal.

Llega el tiempo en que el adolescente no encuentra suficiente satisfacción en el juego con sus hermanos menores y los sustituye por algún compañero de clase más próximo a él. En el colegio hice muchas amistades y recuerdo, en particular a Eusebio Rojas y Díez de la Cortina, miembro de la notoria familia sevillana Rojas Marcos que ha dado políticos, industriales, profesionales varios, algunos con resonancia internacional. Eusebio vivía cerca de casa. Con él desarrollé el interesante y baratísimo juego de los “botones”, una especie de fútbol de mesa. Los dos equipos estaban formados por once botones de abrigo de caballero o similares que se disponían sobre el campo (la mesa del comedor de tía Salud, ¡Cómo no¡) de la manera tradicional: el portero en el centro de su portería, delimitada por dos tarugos de madera o corcho procedentes de un juego de arquitectura de los que existían entonces una gran variedad, dos defensas, tres medios y cinco delanteros, estos últimos alineados en el centro del campo, enfrentados con los correspondientes del otro equipo. El balón era un pequeño botón de camisa y era impulsado por los botones jugadores sobre los que actuábamos Eusebio y yo empujándolos de algún modo que no recuerdo. El partido duraba dos tiempos de cuarenta y cinco minutos como en los matches de verdad; así podíamos “echar la tarde” de los jueves y domingos en las que no había colegio.

Para cerrar este capítulo sobre las formas como empleábamos nuestros ratos de ocio en aquellos años treinta voy a referirme al coleccionismo, una afición que suele despertarse en la adolescencia y que cuando cuaja en la madurez puede hacerlo en diversas formas de las cuales la más común es la filatelia. En mi adolescencia era muy frecuente coleccionar las estampitas Nestle que esta famosa fábrica de chocolatinas incluía en las deliciosas tabletas de su mercancía y que se pegaban en bonitos álbumes. Los temas representados eran muy variados: monumentos como palacios, catedrales y castillos, bustos de personajes históricos o de sabios o de deportistas, animales domésticos o salvajes, paisajes de todas las partes de la tierra, esculturas y pinturas clásicas y modernas etc. etc. La casa Nestle tenía buen cuidado en reservarse seis u ocho estampitas de las doscientas o trescientas que integraban un álbum; eran las difíciles” pues apenas las incluían en las chocolatinas y su búsqueda aumentaba el consumo de estas y ayudaba al éxito del negocio. Había un procedimiento de canje y  para atenderlo la empresa abrió una oficina en la cale Cardenal Spínola 1 a donde yo iba con cierta frecuencia.

Mucho de lo que he recordado de comidas y juegos en esta carta cambiaba bastante en verano como veremos en la carta siguiente que dedicaré a los veraneos.

          Besos y abrazos a todos de

                                                    Rafael         

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