Querida Familia:
Al comenzar esta tercera carta, considerando como primera lo que escribí para el festejo de Maruja, me doy cuenta de que utilizo una técnica copiada de los novelistas del siglo XIX. Estos publicaban novelas por entregas cuyos capítulos, cortos por lo general, aparecían en días sucesivos en un periódico; para estimular la lectura del mismo y la subsiguiente compra, lo que suponía asegurarse la remuneración correspondiente, terminaban cada capítulo con una alusión velada a lo que venía después.
Esta presuntuosa afirmación viene a cuento porque sin duda alguno de mis presuntos lectores se habrá preguntado qué fue de los vástagos de Don Valentín y mamá Pilar. Porque las disquisiciones sobre la vida pueblerina de aquellos lejanos tiempos interrumpieron la descripción de la vida familiar. Me disculpo: lo hice así para ambientarla.
Empezaré por las mujeres, tía Justa y tía Leocadia; de ambas, sobre todo de la segunda, tengo algunos recuerdos. Tía Justa era ya viuda entonces. Era una mujer voluminosa cuyos excedentes de grasa desbordaban los asientos que ocupaba; de ella recuerdo especialmente la verruga oscura que ostentaba en la barbilla de la que emergían cuatro o cinco pelos que tenían el aspecto de duras cerdas. De mi infancia más remota recuerdo la repugnancia que me producían los besos de esta buena señora, que podrían ir acompañados de pinchazos de las consabidas cerdas. No teníamos mucho trato con ella aunque si con uno de sus hijos ,que trabajó con el tío Rafael.
De tía Leocadia tengo recuerdos apacibles y encantadores. Era una mujer muy chiquitita, dispuestísima a la ayuda y al favor, que, según mis difusos recuerdos, se había ganado de sobra el inmenso cariño que le tenían papá y tía Salud. Tía Leocadia se había casado bastante mayor, creo que su marido era asturiano; pronto la dejó viuda y parece que en situación económica desahogada. No tuvieron hijos. Tía Leocadia tenía una cocinera, María Piquero de nombre, asturiana que hablaba una incomprensible mezcla de castellano y bable únicamente asequible a las entendederas de la tía y no de las nuestras. Pero todo se le podía perdonar si considerábamos sus habilidades culinarias, que merecían el más alto grado de excelencia. Como de buena asturiana, se trataba de guisos sabrosísimos, casi indigeribles salvo para estómagos privilegiados como suelen ser los de los niños algo creciditos; por supuesto yo, y creo que también mis hermanos y primos, no constituíamos una excepción y disfrutábamos mucho de la estancia en casa de tía Leocadia gracias en gran parte a los estupendos guisos de María. La recuerdo alta, delgadísima, muy fea y con un solo diente; aunque tuviera alguna pieza dental más en la parte no visible de su boca, yo nunca pude explicarme cómo María Piquero podía beneficiarse de los excelentes productos que preparaba.
No resisto a la tentación de describir algo de la casa de tía Leocadia donde pasamos algunos días en dos o tres ocasiones de aquellos remotos años. Era la clásica casa pueblerina de persona bastante acomodada pero lejana del lujo y la ostentación. Tenía dos pisos y era muy amplia, sobre todo si se considera que la vivían sólo dos personas. El piso superior se habitaba desde mediados de otoño hasta bien entrada la primavera y el bajo el resto del año al objeto de soportar el verano en la parte más fresca de la vivienda. Como veremos, esto era también frecuente en las ciudades. Esto supone que la casa tenía dos comedores, dos cocinas, dos dormitorios de la señora, etc. Aunque esta duplicidad no creo que se diese de lavabos y baños; en cuanto a esos nada se parecía a la abundancia y complejidad de las viviendas de hoy.
La casa de tía Leocadia tenía entrada por un zaguán flanqueado por dos habitaciones de las cuales recuerdo la situada a la derecha que era un salón de respeto, local absolutamente inútil donde no se entraba casi nunca y mucho menos los niños destrozones natos. Esta habitación se daba también en las viviendas capitalinas; espero referirme a ello al hablar de la casa de mis abuelos. Los muebles eran bonitos o simplemente presuntuosos y entre ellos recuerdo unas sillas de madera dorada y asiento de terciopelo rojo que no podían cumplir su misión de contribuir a los breves descansos de un ser humano, de una visita, porque la fragilidad de sus patas delgadísimas no podía soportar el peso de un cuerpo humano por poco orondo que fuera. Había, por supuesto, otros muebles para sentarse aunque también delicados; por ello lo mejor era no usarlos, respetarlos y no entrar en la habitación más que para una minuciosa limpieza de algo que no se ensuciaba pero que daba ocupación a señora y chacha. Ya sabéis vosotras, la parte femenina de mi familia, lo que disfrutais limpiando lo limpio.
Si seguimos adentrándonos en la casa de mi tía, creo que nos encontrábamos con un patio poco usado con su pozo menos usado aún pues ya había terminado su vida útil y estaba seco. Al fondo, dando frente al dormitorio veraniego de la señora, estaba el comedor de abajo, habitación extensísima y algo oscura de la que mi mente recuerda borrosamente dos muebles: una inmensa mesa capaz para una docena de comensales, que era a todas luces excesiva para una mujer sola y para colmo chiquitita. El otro mueble significativo era el aparador, enorme y oscuro armatoste donde se almacenaban la vajilla y la cristalería que no eran de uso, por miedo a que si cumplían con la misión para la que habían sido diseñadas, se descabalaran por rotura de alguno de sus miembros. Había otros muchos cachivaches, unos ocultos en las partes bajas del mueble, provistas de puertas y llaves, y otros a la vista en las parte más altas; creo que estos eran los más feos y cursis. Este tipo de mueble ha desaparecido, como sabemos todos, en las viviendas modernas; no cabe y, además, no entra por ninguna puerta ni orificio. Quizás sea una lástima porque los había muy bonitos en las casas antiguas.
La cocina baja era un local muy abierto y ventilado a causa de su uso veraniego. Por supuesto, queridas miembras jóvenes de la familia, nada había que presintiese a los microondas, lavaplatos, vitrocerámicas, etc. que han hecho tan livianas las tareas domésticas, no penséis en la colaboración del macho, que contento o refunfuñando ha tenido que aceptar, sino en grandes perolas, enormes sartenes, chimeneas ennegrecidas, hornos de leña y carbón, etc. La cocina se prolongaba casi sin solución de continuidad con el corral al cual daban algunos habitáculos para guardar el carbón, la leña, los muebles viejos, etc. El mayor de ellos era el indispensable gallinero en el que habitaba algo así como una docena de gallinas, el gallo encargado de asegurar las funciones de reproducción del género y algún pavo o pava; por cierto, esta especie casi ha desaparecido de los pueblos, aunque tiene que haber empresas dedicadas a explotarla a juzgar por la presencia de sus productos en los mercados.
El gallo lo pasaba en grande con tanta hembra a su disposición y, además, siempre imponía su fortaleza y su egoísmo al disputar algún bocado exquisito de los que María Piquero arrojaba al corral. Las gallinas, animales pacíficos y tontorrones, merodeaban sin ton ni son picoteando; sólo se alborotaban y lo hacían ruidosamente en dos ocasiones. Cuando el gallo seleccionaba alguna para cumplir con su doble misión de reproducción de la especie y de contribuir a la alimentación de los humanos y cuando María seleccionaba alguna, considerando que ya había cumplido con su misión de ponedora de huevos y que ya tenía que pasar a la olla. La perseguía implacablemente y cuando cansado el animal se rendía, le retorcía el pescuezo con una hábil maniobra y, tras el desplume y limpieza de los residuos intestinales, era troceada y transferida a la cadena alimenticia para satisfacción de todos nosotros. Los delicados y rubios pollitos también pululaban por el patio despertando nuestro afecto y compasión al pensar que eran inconscientes de su destino fatal. Completaban este animalario algún gato visible casi solamente al atardecer cuando el conjunto gallináceo se retiraba ordenadamente a su dormitorio. No recuerdo la existencia de ningún perro quizás a causa de su incompatibilidad con el mundillo avícola.
No sigo con la descripción de esta entrañable casa de tía Leocadia, por no cansaros y porque el piso superior, al que seguramente subiríamos para dormir, apenas figura en mis recuerdos.
Tía Leocadia murió en fecha para mí desconocida, quizás durante la Guerra Civil, legó a María algo o mucho de sus bienes para que pudiera seguir viviendo, cosa que ésta hizo durante muy poco tiempo más. De todo lo que acabo de contar guardo muy gratos recuerdos además de uno, un tanto amargo, al que me refiero a continuación.
Al relatar lo que sigue lo hago en contra de mi propósito inicial de no erigirme en protagonista, no hacer autobiografía. Pero, por una vez, me vais a perdonar, porque los recuerdos sentimentales ¡son tan bellos! Se trata de que en casa de tía Leocadia sentí por primera vez el dardo agridulce del amor (me perdonareis la tremenda cursilería).
En la casa contigua a la de nuestra tía abuela vivía el notario del pueblo. Tenía dos hijas: a la mayor casi no la veíamos porque por estudios u otras causas no estaba nunca en el pueblo. La menor tenía entre diecisiete y diecinueve años y era encantadoramente bonita. Tenía una gran predilección por los niños a los que divertía contándoles cuentos e inventándoles juegos en los que participaba activamente; está claro que el grupo formado por Paco, Enrique y Mingo era ideal para desarrollar sus aficiones. Yo, que debería tener once o doce años, quedaba un tanto al margen de estas diversiones, en las que sólo representaba el papel de observador; observador que atendía sobre todo a las evoluciones de Carmen, que así creo que se llamaba la chica. Me parece que ésta instintivamente levantaba una barrera entre ella y el que ya apuntaba a ser hombre, barrera que no había que mantener con los más pequeños. Recordé con deleite la figura de Carmen durante algún tiempo hasta que un día, un mal día, creo que fue Maruja quien me comentó que Carmen había muerto prematuramente quizás de tuberculosis, como era frecuente entonces. Sentí durante una temporadilla un dolor punzante que no podía compartir por temor al ridículo. Un latigazo más de la vida que ya había sido inclemente con nosotros.
Y con esto cierro esta carta que tendrá su continuación si se mantiene el favor del entorno familiar.
Besos y abrazos a toda la parentela de
Rafael
3 de noviembre de 2009
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