lunes, 14 de marzo de 2011

Carta VI

Querida familia:

Antes de continuar una advertencia preliminar: no sé cómo llamar a este conjunto de hojas escritas. Quizás algo así como: Recuerdos y reflexiones sobre la vida y la familia de Rafael Pérez Alvarez-Ossorio reunidos cuando el autor ha penetrado profundamente en el camino irreversible de la vejez. He huido premeditadamente de una exposición cronológica rigurosa que hubiera sido un rollo para los lectores más jóvenes; he preferido reunir en una sola carta lo que sé y lo que pienso sobre un determinado familiar sea tío Miguel, o don Domingo Ferreira o tía Leocadia; mucho de lo que digo sobre ellos es reflexión a posteriori y, por tanto, sometida  toda clase de imprecisiones.

En consecuencia, toda rectificación o ampliación de mis escritos que me remitáis será bienvenida e incorporada en el momento oportuno o inoportuno, con mención agradecida de su procedencia. José Ramón me envió unos curiosos apuntes sobre tía Amparo González, que ya van unidos a la carta anterior.

Dicho esto, me encuentro hoy ante un tremendo vacío sobre una parte muy importante para la formación del clan familiar. ¿Cuándo se encontraron por primera vez Severiana y Rafael? Calculo que en el año mil ochocientos ochenta y… pero no puedo precisar más. ¿Dónde? Ni idea. ¿En qué circunstancias personales? Ni idea. ¿Cómo surgió en ellos el amor? Ni idea. ¿Cómo fue recibido éste por las correspondientes familias? No lo sé. Mi abuelo era un hombre que pasaba de la treintena, le habían ido bien los negocios y tenía dinero. Mi abuela, dieciséis años más joven que él, era casi una chiquilla, casi seguro muy bonita a juzgar por la belleza de su rostro que conservaba en su senectud. No sé en qué situación económica se encontraba su familia, que puede que se resistiera al enlace a causa de la diferencia de edad. ¿En qué iglesia se casaron? No lo sé. ¿Dónde vivieron sus primeros años de matrimonio? Ni idea.

Ante el citado vacío, paso directamente a la descendencia engendrada por Severiana con la colaboración indispensable de Rafael. Fueron cuatro hijos: María, Domingo, Rafael y Salud. No tengo noticia de ningún otro que se hubiera malogrado en la infancia. Tía María era casi dos años mayor que papá; de éste a su hermano había seis o siete años y otros dos separaban a los más pequeños.

De la infancia de todos ellos sé bien poco. Papá me contó en más de una ocasión el gran dolor que sintió cuando a los ocho años supo que España había perdido Cuba y Filipinas y había dejado de ser una gran potencia colonial. Debió de ser para él una impresión imborrable ya que, en sus conversaciones conmigo, aludía con frecuencia al luctuoso acontecimiento.

La educación de mi padre comenzaría, como es lógico, por su asistencia a la escuela; luego pasó al Instituto San Isidoro de enseñanza media, único que existía entonces y durante muchos años después en Sevilla. A él iban los pocos niños sevillanos que cursaban este nivel de estudios; no conozco estadísticas pero sí que eran muchísimos los niños que no pasaban de la enseñanza primaria; un cierto número la ampliaba en la Escuela de Comercio y otros con lo que hoy se llama formación profesional. Al término de los estudios secundarios, mi padre decidió contundentemente iniciar los universitarios y matricularse en la Facultad de Derecho. No sé si esta decisión fue del agrado del abuelo que, como creo haber dicho, parece que veía en el comercio la mejor profesión, a la vez digna y práctica. Papá hizo una buena carrera universitaria con sobresalientes y matrículas de honor pero luego…. Lo que sigue corresponde a otra carta posterior.

Siempre me ha llamado la atención el contraste entre el proceso educativo de papá y el que siguió su hermano Rafael seis o siete años después. Éste cursó la segunda enseñanza en el colegio de los Jesuitas, es decir, en un centro de pago donde se formaban los niños de la clase alta y media de Sevilla. Parece que fue un alumno listo aunque bastante inquieto y revoltoso. Al terminar sus estudios medios, fue mi abuelo el que se empeñó en que hiciera una carrera universitaria y, en efecto, cursó la de Derecho sin entusiasmo. Tío Rafael se dedicó pronto a los negocios donde le fue muy bien.

Poco hay que decir sobre los estudios de los dos hermanas María y Salud. A principios del siglo XX existía el criterio de que la mujer no tenía por qué participar en los bienes de la cultura. Le bastaba con saber leer y escribir y las cuatro reglas, en especial la de sumar para hacer bien las cuentas de la plaza. Difícil era encontrar una mujer que supiese dividir sin cometer errores de bulto. En la formación femenina entraba el aprender a llevar la casa y el saber coser; una operación que llevaba mucho tiempo a las mujeres era coser los calcetines que se rompían con facilidad por los talones y también por la acción del dedo gordo. Pienso que esta labor, que casi consideraríamos hoy como denigrante, se llevaba la vista de nuestras antepasadas que no se vieron libradas de ella hasta la aparición del nilon.

Claro es que existía también la costurera para la más importante labor de arreglar vestimentas viejas tratando de alargar su vida útil o bien de acomodar la que vestía algún chico, que había crecido demasiado, a un hermanito más pequeño. Si la economía familiar no lo permitía o simplemente como saludable medida de ahorro, estos hermanitos no estrenaban nunca salvo en la solemnidad del Domingo de Ramos en la cual el que no estrena no tiene mano, según el dicho popular hoy casi olvidado. La costurera era una especie de servicio externo, una asistenta si utilizamos la terminología más actual, pero nunca aceptaría ser considerada como parte del servicio y menos como criada porque su status era superior. De acuerdo con ello, si comía en casa no lo hacía con el servicio sino que éste le llevaba el condumio al lugar donde trabajaba.

Pero entonces, ¿en qué ocupaban las jovencitas las largas horas de la espera, breve o dilatada, del matrimonio? Porque éste era la única carrera abierta a la mujer, salvo los casos de vocación monjil, si pertenecía a las clases alta o media. En muchas familias se consideraba indispensable que las chicas, nunca los chicos, aprendieran a tocar el piano; no se tomaba en cuenta la disposición y aptitud requerida para este dificilísimo menester. En gran número de casos, nuestros antepasados tuvieron que sufrir el aporreamiento de las teclas procedente de sus congéneres femeninos, aunque en algunos las chicas lograban cierta pericia y con ello aumentaban sus atractivos con vistas a su destino: el matrimonio. Claro es que el piano es un instrumento muy caro y que ocupa mucho espacio, razones éstas que disuadían de su adquisición a las familias que estaban obligadas a cuidar de la peseta. En casa de mis abuelos nunca hubo piano ni afición a tocarlo. En cambio, había una especie de artilugio o sucedáneo que, con toda seguridad, es desconocido por mis lectores jóvenes: la pianola. Este artefacto tenía forma de piano, aunque sin cola, y suministraba música enlatada en forma de unos rollos de papel apergaminado horadados adecuadamente para reproducir las notas musicales. Ahorraba el aprendizaje del tecleo y el trabajo de proceder a éste, y suministraba sin duda mejor música que la que salía de las manos de las jovencitas inexpertas. Era en suma el precursor de los fonógrafos, gramófonos, tocadiscos, cadenas musicales y demás inventos que han ido surgiendo para que podamos disfrutar de la música, buena o mala según gustos.

Por favor, no creáis jóvenes lectores, que lo que acabo de escribir significa menosprecio de mi tía María, a la que yo quería mucho, y de mi tía Salud, a la que yo idolatraba. La misma falta de cultura se daba en mi madre y sus hermanas y en casi todas las señoritas de comienzos del siglo XX, y no digamos de las mujeres que no podían utilizar este título por los hábitos clasistas de la época. Las mujeres no cursaban entonces la segunda enseñanza y el supuesto de que pusieran pie en la Universidad era poco menos que una herejía. Comparad, queridas hijas y sobrinas, nietas y sobrinas nietas, esta situación con la actual invasión desmesurada de las féminas en todos los sectores de la enseñanza.

Voy a referirme ahora a tía María que, como no dejó descendencia, es quizás el familiar más desconocido de su generación por parte de los lectores jóvenes.

Recuerdo a tía María como una mujer mona, ni alta ni baja, muy cuidada en el vestir y en su apariencia personal y, detalle que me ha quedado muy grabado, cierto enrojecimiento en los pómulos que no provenía de afeites sino que era congénito en ella. Esto, que probablemente denunciaba un cierto desajuste en el sistema circulatorio, quizás explique su prematura muerte de un ataque al corazón cuando solo tenía 46 años.

Tía María se casó con tío Paco Herrera, hombre alto y bigotudo, bonachón y generoso, a quien teníamos también mucho cariño Maruja y yo. La familia Herrera ocupaba un lugar notorio en la capital hispalense, en gran parte debido a su estrecha vinculación con dos aspectos fundamentales en la vida sevillana: la Semana Santa y los toros. Procedía del barrio de Triana, que en aquel entonces se diferenciaba más de Sevilla que ahora en lo referente al estatus social medio de sus habitantes, calidad media de sus viviendas, pavimentación y alumbrado de sus calles, etc. Era un barrio muy modesto de casas de una a dos plantas con abundantes tabernas de pequeño tamaño, muchas tienduchas o cacharrerías donde se vendía casi todo. De sus edificios sólo destacaba la Iglesia de Santa Ana, quizás la más antigua de Sevilla. Las otras, San Jacinto y la O, no son modelos de belleza arquitectónica. El barrio producía azulejos en gran cantidad desde la época árabe en pequeñas factorías que lucían en sus fachadas bellos ejemplares de sus productos; eran frecuentes los que representaban a las Vírgenes dolorosas del barrio. En un caso que recuerdo, el azulejo ofrecía al paseante una poesía que transcribo por su belleza fresca y profunda:

Oficio noble y bizarro
Entre todos el primero
Pues en la industria del barro
Dios fue el primer alfarero
Y el hombre el primer cacharro

Creo que esta pequeña lección de teología es una muestra de cómo en Sevilla el sentir y el saber religioso late bajo cualquier actividad y de que esta religiosidad sevillana va siempre empapada en arte.

Yo no sé cómo era el patriarca de la familia Herrera, el padre de tío Paco. Pero papá que, como sabemos sus hijos y sus hijas políticas, era muy socarrón, me contó una anécdota que se ha quedado grabada en mi mente y quizás defina al Sr. Herrera. Le preguntaban su opinión sobre un conocido ya desaparecido; el contestó: era arto (alto), güen mozo y tenía un güen caballo. Es decir, que la calificación de excelente concedida a su difunto amigo se basaba en su considerable estatura, su buen aspecto y la posesión de una fuerte cabalgadura sobre la que pasear entre los olivos, lucir el tipo en la Feria o caracolear provisto de una defensiva garrocha entre los toros bravos que se criaban en la dehesa.

El señor Herrera tenía una considerable fortuna, en parte urbana y en parte rural, y una considerable descendencia formada por tres hijas, Matilde, Tula y Amparo, y cuatro hijos, Daniel, Paco, Enrique y Armando. Los conocí a todos, pero mis recuerdos, aparte de en el tío Paco, se concentran en tres: tía Amparo (nosotros extendíamos el parentesco a todos ellos), dos de cuyos hijos estudiaron Ciencias Químicas. Carlos, el mayor, compañero mío en la Universidad, ha hecho una espléndida carrera como investigador, y Fernando, el más joven, fue mi primer doctorando en Madrid, allá por los años cincuenta. Mis recuerdos conciernen además a tío Daniel y tío Armando, que en ellos aparecen siempre uno al lado del otro pero el primero, serio y mandón, era el jefe del clan, y el segundo, dicharachero y burlón, ocupaba un segundo plano.

La vinculación a la Semana Santa de la familia Herrera se centra en la Hermandad del Santísimo Cristo de la Expiración y María Santísima del Patrocinio, es decir en la cofradía de El Cachorro. Aunque a mis lectores sevillanos les resulte redundante leer el nombre de la hermandad en extenso, lo escribo así a posta como un acto de reverencia a Aquel que ha sido un nexo de unión entre nuestros seis hermanos (incluyo a Enrique).

Daniel Herrera era el Hermano mayor del Cachorro; no sé cómo en aquella época se elegía este cargo, pero en muchas cofradías de entonces llegaba a ser vitalicio y nadie lo discutía siempre que no fallara la dedicación de tiempo y dinero a la Hermandad. Daniel sentía un fervor intenso por el Cachorro, se ocupaba de que su culto tuviera la máxima solemnidad, de que en el quinquenio anual hablara el mejor predicador y, sobre todo, de que la procesión, la estación anual a la Santa Iglesia Catedral, tuviera la mayor brillantez, con excelentes bandas de música que acompañaran a nuestras imágenes, con las mejores flores y la mejor cera que envolvieran a nuestra Virgen, etc. En los últimos años de su vida, cuando ya no podía presidir el desfile procesional, esperaba a éste sentado en un sillón en la puerta de su casa de la calle Pópulo y los pasos eran vueltos para que el viejo hermano rezara y llorara ante ellos.

Toda la familia Herrera era hermana de El Cachorro y tío Paco fue haciéndonos hermanos a nosotros sus sobrinos políticos cuando éramos aún muy pequeños. La consecuencia de esto es que en la relación actual de hermanos, que supera los 2.500, figuramos entre los diez primeros Maruja, yo, Paco, Enrique y Mingo: En el recibo mensual figuro como número uno de la Hermandad. Sé que este puesto me es disputado por Maruja, según apareció publicado en un periódico hace algún año. Esta intromisión reporteril se basa en que Maruja es mayor que yo y en que ambos fuimos inscritos el mismo día, sin embargo, yo puedo aducir que, dadas las costumbres acentuadamente machistas de la época, yo fui el primero que subió al altar al ser nombrado por el Mayordomo de turno. No nos vamos a pelear por eso y podemos, como en los deportes, ocupar ex equo la discutida y distinguida posición en el escalafón cachorrista.

El segundo punto sobre la situación de la familia Herrera en la sociedad hispalense se refiere a su estrecha relación con la fiesta de los toros y su gente. Daniel, posiblemente con la participación de alguno de sus hermanos, poseía un magnífico cortijo, La Capitana, en las proximidades de Utrera, dedicado a la cría de reses bravas. Como era de rigor, la finca tenía una pequeña plaza de toros indispensable para el herrado, que marca con hierro candente en los lomos de las reses el distintivo de la ganadería, para la tienta o prueba de la bravura de los toros y para otras faenas a que son sometidos estos. Parece que en esta placita un grupo de chiquillos, trianeros quizás, ensayaban sus aptitudes para el toreo en las noches de luna clara con vaquillas que posiblemente estaban estabuladas en algún anexo de la plaza; entre estos jovenzuelos destacaba Juan Belmonte. Esto llegó a conocimiento de Daniel, que se convirtió en su mentor e hizo posible su lanzamiento como novillero. Después vinieron los éxitos, la alternativa, la pugna amistosa con Gallito y, por fin, Juan hizo las Américas y regresó de ellas rico y casado con Julia, una hermosa peruana.

Posiblemente el recuerdo sentimental de sus primeros pasos hizo que Juan comprase La Capitana para llevar a cabo en un futuro su transformación de torero en ganadero. Juan y Julia tuvieron dos hijas, Yola y Blanca, de edades parecidas a las de Maruja y mía, y tío Paco nos llevó algunas veces al cortijo a jugar con ellas sin alejarnos de la casa por precaución ante el posible acercamiento de alguna res, aunque parece que éstas guardan su fiereza para el coso taurino, para morir con dignidad como animal de noble estirpe. En las profundidades de mis recuerdos figura un toro que levanta la testa y nos mira fijo desde la lejanía desigual de los olivos. Es probable que esto sea un falso recuerdo, más bien una especie de transferencia del famoso toro de Osborne que tanto adorna nuestras carreteras.

Juan Belmonte escogió La Capitana para morir y años más tarde se suicidó de un tiro en la boca en una de sus salas.

Tía María y Tío Paco vivían en una de las casas más bonitas de Sevilla, situada en la calle Canalejas frente a la que viven Amparo y Mingo. La fachada conserva hoy plenamente su belleza original y supongo que lo mismo ocurrirá con su interior, ya que sus sucesivos propietarios han sido personas de gusto y amantes de las esencias sevillanas. Maruja y yo éramos invitados con frecuencia a pasar el día con tía María. Muchas cosas me impresionaban de la casa de mi tía. En el zaguán y en el patio, ostentaba su protagonismo el azulejo sevillano y, más al fondo, tras las habitaciones del piso bajo en las que se hacía la vida cuando apretaba el calor, había un patinillo más recoleto en cuyas paredes se derramaban los geranios acompañados de plantas enredaderas y que olía con intensidad a jazmín en la época correspondiente. En el piso principal había (y habrá) una pequeña capilla presidida por una imagen de la Virgen de Lourdes y un espléndido comedor que tomaba su luz a un lado y otro del patio y del patinillo. Las tres habitaciones con vistas a la calle eran el dormitorio, el salón y el gabinete al que hoy llamaríamos cuarto de estar. El salón, reservado como ya podéis colegir a las visitas, estaba espléndidamente decorado con cuadros, espejos y cornucopias y lucía un magnífico mobiliario, entre cuyas piezas recuerdo en especial una que creo totalmente desaparecida en las casas de hoy; se trata de un tu y yo un sofá de dos plazas retorcido en forma de ese tendida; al ocuparlo dos personas, éstas estaban orientadas en sentidos opuestos pero mediante un ligero escorzo quedaban agradablemente enfrentadas para poder mantener una discreta conversación, un discreto pelar la pava si se trataba de novios o un discreto coqueteo si estaban en camino de serlo. Claro es que el mueble tenía que estar más o menos en el centro del salón pues en caso contrario uno de sus ocupantes quedaba castigado de cara a la pared; de esta forma, la citada pareja quedaba sometida a la discreta observación del resto de la concurrencia; quizás por esto el tu y yo ha sido relegado hoy a pieza de museo.

En el gabinete, también muy cuidado en mobiliario y adornos pero más cálido e íntimo, destacaba un gramófono en forma de templo grecorromano con una cúpula plateada que se levantaba para poder situar en el plato los grandes discos de entonces, casi todos de la marca La voz de su amo. Todo ello iba montado sobre unas columnitas plateadas; el conjunto era un aparato grande y pomposo. No recuerdo haber oído salir de él nada de música clásica y buena. Creo que la colección de discos de mis tíos se centraba en las innumerables clases de flamenco entonadas por los mejores cantaores de la época acompañados por estupendos tocaores de guitarra; en el conjunto discográfico de mis tíos figuraban también las bellísimas marchas procesionales de las cofradías y los inevitables tangos argentinos entonces muy de moda; entre estos mis preferidos eran La cumparsita y Caminito…¡Qué originalidad!.

Termino esta quizás demasiado larga misiva esperando que en ella habréis encontrado aspectos poco conocidos de la familia y de la Sevilla ya ida.

          Besos y abrazos a todos de

                                      Rafael

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