viernes, 11 de marzo de 2011

Carta V


Querida Familia:

El espacio epistolar que voy a dedicar a la familia de mi abuela Severiana  va a ser más corto que el que he empleado para la familia del abuelo Rafael. Ello por dos razones: la primera, porque aquella familia era muy reducida, yo apenas conocí a un par de sus miembros, y oí hablar de cinco o seis más. La segunda es porque mi abuela apenas hablaba de sus ascendientes. En compensación, mi primera referencia a estos se remontará a un personaje, de una generación anterior a la de Valentín y mama Pilar. Personaje que habría empezado a vivir en los años en que Napoleón azotaba a Europa.

Se trata de don Domingo Ferreira, abuelo de mi abuela y, por tanto, mi tatarabuelo. Si alguno de los lectores más jóvenes sabe cómo se denomina su relación de parentesco con este señor, que lo diga y aumentaremos así la riqueza de nuestro vocabulario; yo en esto no puedo ayudar. Este antepasado nuestro presenta la particularidad de ser el único entre todos los que se mencionan en estas cartas en haber cometido un crimen, un intento de asesinato.

Me explicaré para que no cunda entre los lectores la vergüenza y el sonrojo. El crimen presentaba una circunstancia atenuante y otra eximente. La primera es que sólo lo fue en grado de tentativa, sólo produjo a la víctima, no ya lesiones leves, sino arañazos insignificantes. La circunstancia eximente fue que el citado crimen fue perpretado después de muerto su autor.

La realidad es como sigue: en el salón de casa de mis abuelos existía un valioso cuadro que representaba a don Domingo y que creo debe estar en casa de Enrique, que lo heredó de su madre tía Salud (esta parte de mi historia es fácilmente comprobable). Viste el buen señor una casaca azulina que enmarca una lustrosa pechera blanca con algún aditamento de su indumentaria de colores más vivos y, quizás, la indispensable leontina de oro de la que colgaba el reloj de bolsillo de uso generalizado entonces entre los caballeros. El retrato, como muchos de aquel tiempo, era de tres cuartos, es decir, de rodillas para arriba. De la pintura se saca la impresión de un señor bondadoso y serio, buen padre y abuelo, amigo de las tertulias y del buen comer, de andar pausado y decisiones lentas y meditadas.

Pero el cuadro tenía (y tendrá) un macizo marco de madera dorada muy pesado; colgaba de una alcayata que, aunque fuera fuerte en su juventud, debería estar ya decrépita y herrumbrosa. Entró mi tía Salud, la víctima, acompañada de dos o tres muchachas del servicio provistas todas ellas de sendos plumeros y poseídas por ese ansia, entre febril y angustiosa, de limpiar, quitar el polvo que, a decir verdad no sé por donde entraba en una habitación permanentemente cerrada. La alcayata pensó quizás que ya no aguantaba más el peso y el cuadro se desplomó con estrépito; como ya he dicho, tía Salud salió del evento prácticamente indemne. No así un gran jarrón chino, apreciadísimo por mi abuela, que quedó materialmente hecho añicos. Algunos de los presentes recogieron estos con paciencia y Maruja y yo, convocados por el estruendo, colaboramos con entusiasmo. Y alguien fue pegando, con parsimonia, los muchísimos fragmentos que resultaron del desastre y el jarrón, el tibor como se decía entonces, recuperó su entidad y en algún sitio debe seguir cumpliendo su misión ornamental.

Una vez absuelto de su crimen Don Domingo Ferreira, vamos a tomárnoslo un poco en serio. Había nacido en algún lugar de Extremadura, era médico y se radicó en Sevilla. Desconozco por completo los avatares de su vida profesional, si ésta le dio lo suficiente para vivir o sólo para vegetar, así como el nombre y demás circunstancias de su cónyuge. Sólo puedo atestiguar su buen porte de caballero, a juzgar por su retrato en el ya comentado cuadro. Entre sus hijas, que no sé si tuvieron hermanos varones, estaba Severiana, madre de mi abuela de igual nombre. Estaba muy extendida entonces la costumbre de bautizar a los hijos con el nombre del santo del día en que nacieron y mi bisabuela tuvo la desgracia de no nacer el día de la Virgen del Carmen o del Pilar, con lo que habría llevado un  nombre muy popular y español, muy extendido por nuestras tierras. Los santos más conspicuos del santoral del día eran tres hermanos mártires: San Severo, San Severino y San Severiano. Ponerle Severa a un bebe pequeñito e indefenso era algo muy cruel; Severina era más aceptable y, por fin, Severiana era el nombre más festivo para celebrar la entrada de una niñita en la grey cristiana. Y como otra costumbre que alternaba con aquella, y que aún prevalece, es que las niñas lleven el nombre de sus madres, Severiana fue también mi abuela, la cual cortó con toda severidad el citado uso  prohibió la propagación de su nombre en la descendencia porque era muy feo; por mí, le doy toda la razón.

La primera Severiana casó con José González Janer, antepasado del cual no se hablaba nunca en el ámbito familiar ¿Por qué? He tratado de penetrar en los fondos más profundos de mi memoria para encontrar alguna frase de papá o de tía Salud, algún residuo perdido de conversación entre ellos y nada de nada, fracaso casi total. Pero tengo delante de mis ojos la prueba fehaciente de los aconteceres de una parte importante y curiosa de su vida. Se trata de un bastón filipino que en sus días poseyó, que en la distribución de cosas varias al morir papá me cayó en suerte, y que he sacado del fondo de mi armario para que sea testigo de que no miento, aunque quizás me invento algo.

Parece que mi bisabuelo González fue, en algún momento, nombrado secretario del virrey de Filipinas, islas remotas que en aquel entonces eran colonias españolas, y que acompañó a su superior en uno o varios viajes. No sé por qué he llegado a pensar que la compañía del virrey no excluía otra, más íntima y refocilante, que no pertenecía a la familia legítima o que algo, ofensivo para ésta, sucedió allá en aquellas lejanas islas con la participación de alguna indígena. En fin, que me perdone mi antepasado si he escrito algo de más sobre él.

De sus viajes a Filipinas trajo muchas cosas, no sé si como obsequios a la familia o para su disfrute personal. De estos objetos me voy a referir a tres, dos de los cuales están en mi poder y uno ya desaparecido. Éste era un juego de ajedrez digno de figurar en un museo. Sabido es que el ajedrez es un juego, considerado como honrado y respetable, con  pujos de nobiliario a diferencia de los naipes que tenían y tienen muchos detractores que, al no disfrutar con la baraja en las manos, condenan sin remisión a los que así lo hacen, sin respetar siquiera el venerable juego del bridge del que soy un devoto, si bien no muy aventajado. El bridge y algún otro juego de cartas son tan dignos de respeto como el ajedrez, aunque éste es mucho más antiguo, pues ya Alfonso X el Sabio escribía sobre él, con toda posibilidad en Sevilla, para no aburrirse en la forzosa reclusión a la que lo sometió su no demasiado cariñosa familia.

Las piezas de ajedrez de nuestro antepasado eran de marfil y de gran tamaño; el rey y la reina medían más de diez centímetros y los peones unos cinco. Las blancas conservaban el color marfileño, blanquecino, con un tinte amarillento y alguna veta oscura, y las negras, en este caso rojas, estaban teñidas con el colorante adecuado; recuerdo que las peanas se podían desatornillar del resto de las figuras. Estas piezas de excelente artesanía estaban colocadas en un tablero de madera laqueada que también era en sí un objeto de museo e iba encajado en un soporte metálico con patas doradas que se cruzaban a modo de banqueta. El conjunto constituía un adorno más del salón en el que, como ya os podéis suponer, los niños no entrábamos. Pero yo debí hacerlo en algún momento y me vino el deseo de aprender el juego y practicarlo. Creo que papá, que conocía las reglas pero no era muy experto en el manejo de las piezas, me enseñó aquéllas y ambos echamos algunos ratos jugando. Pero pronto la chiquillería le perdió el respeto a aquellas espléndidas figuras y las utilizó para los juegos de guerra, sustituyendo o mezclándolas con los soldaditos de plomo o de cartón. Pronto los reyes, blanco y rojo, perdieron sus coronas e igual suerte tuvieron sus cónyuges, las damas, y todas las piezas acabaron por despiezarse. La consecuencia de este inadecuado uso de todo aquello fue que se le perdió el respeto a los bellos componentes del juego que las muchachas del servicio fueron arrojando a la basura, pieza a pieza, a medida que éstas perdían su integridad. Esto “no sirve pa ná” es la frase que me viene a la memoria acompañada de cierto remordimiento retrospectivo por haber sido quizás el primero que hizo mal uso de aquel venerable juego.
  
Me pertenece el segundo objeto ligado a la memoria de nuestro antepasado: es el citado bastón, digno también de exhibición en un museo, que ahora tengo ante mis ojos. Está formado por una serie de anillos, alternativamente blancos y negros; los primeros son de marfil y los segundos creo que de madera de ébano. Las juntas de unos con otros son aritos metálicos plateados o dorados. La empuñadura está construida también con los dos materiales nobles citados y los extremos de la pieza en que se apoya la mano terminan en unas caperuzas metálicas que se pueden separar y ocultan los restos de un encendedor o mechero ya oxidado. Los aros del bastón pueden desatornillarse y separarse, pero yo no me atrevo a hacerlo más que en una pequeña medida porque los trastos viejos, como los humanos viejos, pueden descomponerse con cierta facilidad que, ¡ay!, no se da cuando se intenta rehacerlos. No sigo con la descripción del bastón que está a vuestra disposición en mi casa. Yo, que ya he llegado a la edad de necesitar una tercera pata para asomarme a la calle, no lo uso ya que su espectacularidad podría producir miradas o incluso preguntas fastidiosas en el deambular callejero.

El tercer objeto es una joyita preciosa: un alfiler de corbata que mi abuela me regaló. Siempre lo he llamado la manita, pues consiste en una pequeña mano de oro, esmaltada en negro, cuyos dedos pulgar e índice sostienen un brillante no muy grande pero si muy bello y de gran calidad, según los expertos que lo han valorado. En ocasiones especialmente solemnes, mi boda y algunas más, lo he llevado y lo enseñaré a cualquiera de vosotros que tengan curiosidad por verlo.

Pienso que del antepasado más desconocido para mí, pues de él no oí hablar casi nunca, es del que me quedan muestras patentes de su existencia y viajes. Vamos ya a dejarle en paz.

Del resto de la familia de mi abuela Severiana tengo que mencionar a tía Felisa, tía Amalia y tía Emilia. Eran tres hermanas (aunque tengo dudas sobre el parentesco que unía a la última con las otras dos); creo que eran hijas de de don Domingo Ferreira y, por lo tanto, tías de mi abuela. Las pocas noticias que tengo de este grupo proceden de tía Salud, que aludía con frecuencia a ellas y siempre en términos que demostraban una convivencia feliz. De lo que oí a tía Salud me formé una idea de cómo eran estas señoras y la traspaso al papel con la advertencia de siempre: todo parecido con la realidad está sometido a la duda. 

Tía Felisa debió ser una mujer activa y decidida que constituiría una ayuda valiosísima para su sobrina en la organización de la vida familiar y tía Amalia ponía el punto de alegría y bondad necesario para que dicha vida se desarrollara felizmente. Tía Salud les tenía mucho cariño. En cuanto a Emilia, debió ser una persona insignificante a la que se hacía poco caso. Las dos primeras debieron fallecer en la segunda década del siglo XX o quizás en los primeros años veinte. En cambio, tía Emilia duró hasta mitades de los treinta pues yo la conocí. Era una viejuca, menuda y feucha, que aparecía en casa de los abuelos en fechas en las que ya se hacía la vida en el piso bajo y en el patio (importante espacio de la vida familiar del que me ocuparé en su momento) para disminuir los efectos de la caló. En mi vaguísimo recuerdo, la veo sentada en una mecedora frente a su sobrina Severiana que ocupaba otra; en la cara de la abuela se notaba que le estaban dando la tabarra. Tía Emilia fue la única de las tres que se casó y tenía una hija a la que nunca conocí.

Cuando pienso que las citadas señoras vivían con mis abuelos, no puedo menos que rendir un homenaje (que ampliaré en su momento) a su generosidad al dar acogida a los parientes que los avatares de la vida dejaban desencajados.

Parece que don Domingo Ferreira tuvo abundante prole, constituida toda o casi toda por féminas y no tuvo la suerte de colocar a todas o casi todas mediante los adecuados matrimonios. También parece que mi bisabuelo González no quiso o no pudo hacerse cargo de la jefatura del clan familiar. Ésta pasó a mi abuelo, que la aceptó con todas sus consecuencias y gran generosidad.

Alguien me dijo que la familia de mi abuela quedó además diezmada en algún momento del siglo XIX por una de las graves epidemias que aquejaban por entonces a la sociedad española.

Para terminar con esta historia de la parentela de mi abuela paterna, una breve referencia a la tía Amparo González. Era ésta una prima en no sé qué grado de la abuela, que apareció de repente en casa cuando al parecer nadie la esperaba ni la conocía.

No se alojó en casa, vivía en alguna residencia u hotel. Era una señora de muy buena apariencia, atildada en el vestir, muy cuidada en su peinado y en el arreglo de su rostro, que completaba con una cinta sedosa a modo de barbuquejo que recogía su algo desarrollada papada. Llevaba alguna discreta joya y causaba muy buena impresión. No vivía en Sevilla sino en algún lugar del sur de Andalucía. El objetivo de su estancia en la capital hispalense era rebuscar en algún archivo o centro oficial unos documentos que confirmaran su obsesiva convicción del origen nobiliario de la familia. Papá y tía Salud eran totalmente escépticos sobre el tema e intercambiaban cuchufletas cuando tía Amparo abandonaba la casa con calculada solemnidad. José Ramón me ha remitido unas líneas complementarias sobre este tema que incorporo con mucho gusto. Un buen día tía Amparo desapareció tan misteriosamente como había venido y nunca más se supo de ella.

         Basta por hoy; me he alargado más de la cuenta. Besos y abrazos de

 Rafael

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