Hace algunos meses celebramos juntos el noventa cumpleaños de mi hermana Maruja, la decana de nuestro clan familiar. La iniciativa del festejo partió de varias de mis sobrinas llamadas casi todas Mercedes, nombre que llevan en recuerdo de mi madre. Ellas nos hicieron la merced de una organización perfecta en todos sus aspectos eclesiásticos, civiles y culinarios y la noche del julio veraniego andaluz puso el resto no exagerando la caló propia de la fecha y de la localidad. Creo que todos recordamos el evento con emoción, acompañada en algunos de lagrimeo.
Pero alguien, posiblemente alguna de las citadas Mercedes con la colaboración de mis hijas, tuvo una malhadada idea que desde entonces da vueltas en mi cabeza. La cosa surgió con motivo de las palabras que yo pronuncié en el acto, recordando un viejo anecdotario relativo a Maruja y evocando la vida sevillana de nuestra infancia y juventud. Parece que mi intervención, que había preparado con mucho cariño y bastante cuidado, gustó al personal calentado ya con los generosos caldos andaluces que íbamos ingiriendo. La idea era que yo escribiera una historia familiar ya que ésta, en su parte más primitiva al menos, era casi desconocida por las dos últimas generaciones. Esto fue lo que propuso, sin la menor delicadeza, mi hija Macarena. Naturalmente que me negué a ello y me sigo negando, pues ya no está el horno para bollos ya que soy el siguiente tras la entonces homenajeada, y las fuerzas y las ideas se resienten de los muchos años acumulados.
Pero no puedo negar que me ha seguido rondando en la cabeza la insolente proposición, que si se la perdono a mi hija es porque, además de serlo, es mi médico y a mis años no puede uno indisponerse con la persona que cuida de tu decadente salud.
Y entonces he llegado a la decisión de mantenerme en mis trece pero solo a medias y escribir no una historia pero si una carta, una especie de circular, conteniendo datos, recuerdos y reflexiones, que puede que sirva de distracción a los hermanos, hijos, nietos, sobrinos, sobrino nietos, incluyendo a los políticos, que se han ido incorporando al clan. Si la cosa marcha y, como decía mi padre, Dios me da salud y vida, puede que haya una segunda carta y quizás una tercera … ¿Quién sabe?
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Como nuestro carácter, nuestra postura ante la vida y, en fin, lo que somos depende, al menos en parte, de influencias genéticas de nuestros antepasados, es lógico que empecemos dando un repaso a quiénes y cómo fueron estos. Una advertencia inicial: no todo lo que aquí se diga es rigurosamente cierto; esta parte inicial de nuestra vida familiar está reconstruida a base de recuerdos muy antiguos y vagos, de frases oídas a veces en mi infancia, casi todas dichas por mi padre, algunas por tía Salud (quizás la persona más entrañable de estos recuerdos) y por otros miembros de la familia. Pero estos retazos de conversaciones, oídas al azar en los primeros años de la vida, se van ligando unos con otros mediante conexiones que el niño se inventa, entre otras cosas para definir y comprender el carácter de las personas a que se refieren dichas conversaciones. El retrato que el niño se hace de sus parientes o de los amigos de sus padres puede acercarse más o menos a lo que fue la realidad pero, en muchos casos, no la reproduce con exactitud. Es decir, aquí no digo ninguna mentira, pero quizás hay matices y deducciones que han ido madurando en el cerebro y se han convertido en recuerdos sin llegar a serlo. Cuando me ocupe de mi tío abuelo Miguel, quedará esto más claro.
Mis cuatro abuelos se llamaron Rafael Pérez Salvador y Severiana González Ferreira por parte de padre, y José Álvarez-Ossorio Cuadrado y Antonia Fernández-Palacios Labraña por parte de madre. El tercero de ellos apenas figura en ese memorial pues murió muy joven y ni siquiera lo conoció su hija Mercedes, mi madre, por lo tanto su hija póstuma. De mi abuela materna tengo un vaguísimo recuerdo pues murió también joven cuando yo tenía unos seis años; de este recuerdo y de viejas fotografías de ese color parduzco que les confiere una pátina melancólica de cosa ida para siempre, deduzco que era una mujer muy guapa; se intuye, y también de las fotos, su bondad y simpatía, confirmada por parientes y conocidos.
La muerte prematura de mamá hace que aquí hablemos muy poco de mi familia materna; hemos mantenido siempre muy buenas relaciones con ella, pero es lógica la discriminación ya que la vida de mis hermanos y la mía ha discurrido en los años formativos en el seno de la familia paterna.
Todos mis abuelos eran sevillanos excepto Rafael, que había nacido en Arahal, un pueblo sevillano grande que fue más tarde célebre por los trágicos acontecimientos que allí acaecieron al comienzo de nuestra Guerra Civil.
Los padres de mi abuelo Rafael fueron Valentín Perez Blanco (segundo apellido dudoso) y Pilar Salvador, a quien la familia llamaba afectuosamente mamá Pilar, denominación que usaban no sólo sus hijos sino también sus nietos y, desde luego, papá y tía Salud nunca se referían a ella como abuela. Me la figuro como una mujer de pueblo, buenaza, volcada en el cuidado de su marido e hijos y más tarde de sus nietos, absolutamente inculta… En fin, como centenares y miles de mujeres de los pueblos andaluces, castellanos, manchegos, etc. Murió, según parece, a los noventa y cinco, lo que posiblemente explica la longevidad de sus bisnietos, puesta de manifiesto ostentosamente en la capilla de El Cachorro en la celebración del cumpleaños de Maruja.
De Valentín, mi bisabuelo, no tengo la menor noticia directa y dudo mucho del carácter fidedigno de lo que escribo de él, pero ello es indispensable para la coherencia de esta historia. Debió ser el clásico hombre de pueblo andaluz, apegado a su terruño, a su familia, cazurro y poco culto y, sobre todo, amante del comercio como profesión y dedicación; creo que esto último puede darse por seguro. La pareja debía ser de condición modesta en lo social y quizás no les iba mal en lo económico. No sé si cultivaban alguna tierrecilla y a qué nivel practicaban el comercio y ,claro está, que ya no tengo a quién preguntárselo.
Valentín y mamá Pilar tuvieron cinco hijos: Miguel, Justa, Antonio, Rafael y Leocadia; creo que están mencionados por orden de edad pero no estoy seguro, quizás hubiera alguno más que hubiera muerto en la infancia, ya que entonces eran frecuentes estos fallecimientos prematuros ocasionados por el sarampión, la difteria y otras enfermedades hoy erradicadas.
De estos cinco hijos recuerdo a tía Justa y, sobre todo, a tía Leocadia; tengo dudas de si llegué a conocer a tío Miguel, que murió ya avanzados los años veinte del siglo pasado. Tío Antonio debió morir joven; tendré ocasión de referirme a su descendencia si persisto en daros la lata con estos escritos.
Pero antes de continuar esta historia familiar se me ocurren algunas reflexiones sobre la vida de las ciudades y los pueblos en aquellos años que van desde mitades del siglo XIX en adelante. Aunque sean bastante vulgares, quizás no hayan caído en ellas algunos de los más jóvenes y aún no tan jóvenes de mis potenciales pacientes lectores.
En una provincia y, lógicamente, tomo Sevilla como referencia, la población no se concentraba tanto en la capital como ahora. Según datos de los libros sobre Historia de Sevilla publicados por la Universidad Hispalense, Sevilla capital venía a tener un tercio de la población de la provincia en los años a que nos estamos refiriendo; los dos tercios restantes se dispersaban por los pueblos. Esto se ha ido invirtiendo y tiende a ocurrir lo contrario, que la capital absorba dos tercios de la población total de la provincia.
Los pueblos andaluces eran grandes, brillaba su blancura bajo el sol implacable de los tórridos veranos sureños y tenían pocas posibilidades de tomar el melancólico color grisáceo que originan las lluvias; éstas eran escasas en todas las estaciones. Con notoria malevolencia estas lluvias poco abundantes solían concentrarse en primavera para deslucir los festejos religiosos y civiles propios de este tiempo. Esto ha seguido así para desesperación de cofrades y feriantes hasta la fecha.
En los pueblos de tamaño intermedio como Arahal sólo sobresalía el campanario de la parroquia; también el Ayuntamiento y el casino solían ser edificios nobles y de bella prestancia aunque no muy altos. Había muy pocas tiendas, limitándose éstas a las relacionadas con la alimentación y con la venta de aperos de labranza y de algún utensilio de uso doméstico. Eso sí, no faltaban varias panaderías-pastelerías que fabricaban cada una sus dulces específicos, diferentes de los otros establecimientos similares y también de los de otros pueblos. A esto se sumaban las golosinas que producían los conventos de monjas de clausura. Esto se ha conservado hasta la fecha y causa la bendita variedad dulcera de la que disfrutamos en nuestras tierras y que agradecemos los que, como yo, somos devotos de esa parte tan agradable de la alimentación humana.
Por el contrario, no había apenas en Arahal donde comprar tejidos y prendas de ropa confeccionadas. De aquí que las personas pudientes viajaran a la capital de la provincia, quizás dos veces al año a principios de primavera y de otoño, para proveerse de telas, tejidos, vestidos y puede que también cosméticos con los que conservar o acentuar el atractivo personal. De aquí también la figura, hoy prácticamente desaparecida, del viajante de comercio que venía en nuestro caso de Sevilla y ofrecía telas, zapatos y zapatillas, prendas confeccionadas, jabones de olor y otras bagatelas con las que engatusaban a las lugareñas (término también casi en desuso).
Ni que decir tiene que en el pueblo no había ninguna librería y que los libros había que adquirirlos en Sevilla aprovechando los viajes estacionales a que he aludido. ¿Y los periódicos? De alguna manera llegaban unos pocos ejemplares, con un retraso más o menos dilatado, porque el casino los ofrecía a sus socios. O sea, que aquellos que estaban acuciados por el deseo de conocer las últimas novedades políticas o culturales no compraban el periódico porque no era posible hacerlo, sino que iban a leerlo al casino.
¿Qué decir de la oferta cultural de Arahal? Pues que era nula y no penséis en conferencias, audiciones musicales, exposiciones… Había desde luego escuelas primarias a las que asistirían sin duda los hermanos Pérez Salvador.
Pero pienso que esta carta se ha alargado demasiado y no quiero cansar. Si, como decía mi padre, Dios me da salud y vida y vosotros me animáis a seguir, esta especie de crónica familiar tendrá continuación.
Y un fuerte abrazo para todos de vuestro hermano, primo, padre, abuelo, tío y tíoabuelo de
Rafael
9, de octubre de 2009
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