viernes, 11 de marzo de 2011

Carta IV


Querida familia:

A mí me parece claro, aunque esto sea una deducción y no una certeza confirmada, que el porvenir que deseaba Valentín Perez para sus tres hijos varones era el comercio: entrar de jovencito en una buena tienda como meritorio, es decir, sin remuneración o sólo con la manutención, ascender después a un puesto fijo con la consiguiente asignación pecuniaria, pasar más tarde a otro puesto con participación en los beneficios del negocio y, por fin, independizarse y montar algo propio que supusiera además una subida en la escala social. Esto era lo más deseable para poder formar una familia y criar y educar a los hijos que viniesen. Este camino vital parece que satisfacía a sus dos hijos menores, Antonio y Rafael; el primero lo siguió en el pueblo y el segundo en Sevilla, como veremos; quizás Rafael era más lanzado y de espíritu más aventurero.

Pero Miguel no aceptaba este destino porque quería algo que supusiera influir en la vida de sus congéneres y que ayudase a la configuración de la sociedad. Pensó Miguel que la mejor manera de auxiliar a su semejantes era cuidar de sus almas haciéndose sacerdote. No sé si esta discrepancia entre los proyectos de Don Valentín y los deseos de Miguel llegó a conflicto familiar, pero el hecho es que tío Miguel ingresó en el Seminario sevillano.

Esto me lleva a hacer algunas consideraciones sobre el ambiente familiar de los Pérez Salvador. En primer lugar, desconozco si eran personas poco o muy religiosas; supongo que tenían una religión de pueblo, de personas que cumplen con los ritos y no se plantean problemas doctrinales o teológicos; pero en la familia surgió esa vocación de Miguel, luego frustrada, y ello es significativo. En segundo lugar, cuál era la postura de la familia con respecto a la cultura. Es bien sabido que la cultura de los pueblos andaluces en la segunda mitad del XIX era bajísima y el analfabetismo estaba muy extendido, en particular entre las mujeres. Pero Miguel poseía los requisitos administrativos y el nivel educativo para entrar sucesivamente en el Seminario y en la Universidad, lo que quiere decir que su enseñanza no fue descuidada.

No maduró la vocación de Miguel, que abandonó el Seminario pronto, quizás después de cursar en él un par de años. Puede que Miguel pensara que era muy duro renunciar de por vida a la compañía y el cariño de una mujer y ello le decidiera al citado abandono. No obstante, parece que su deseo de ser útil a su prójimo seguía en pie y, por ello, Miguel ingresó en la Facultad de Medicina pensando quizás que cuidar de los cuerpos era tan digno como hacerlo de las almas. La Facultad de Medicina tenía y tiene en primer curso una barrera que no todos los que entran en ella tienen el valor de franquear: el laboratorio de Anatomía, donde los estudiantes noveles proceden a despiezar cadáveres humanos para analizar las múltiples partes de las que estamos constituidos. Miguel no logró superar estas macabras manipulaciones y como había colgado los hábitos, colgó la bata blanca; comprobó por segunda vez que había errado en la elección de su provenir. Su tercer intento de encauzamiento de éste le llevó a la Facultad de Filosofía y Letras, que entonces confería un título único que reunía los saberes de Filosofía, Historia, Geografía y Filología, en especial clásica. Pero tampoco Miguel tuvo constancia para completar estos estudios humanísticos.

Por estos años en que Miguel buscaba su camino profesional parece que se enamoró y se puso en relaciones (expresión hoy poco usada); también éstas duraron poco y la posibilidad de tener que soportar año tras año a la misma mujer le hizo dejarlas.

Miguel conservó su afición al latín, que había cultivado en el Seminario y en la Facultad; en los años de su madurez y vejez se dedicaba a enseñarlo y con ello consiguió un modesto modo de sobrevivir. Habitaba en una pensión frecuentada por estudiantes, que estaba próxima al domicilio de su hermano Rafael. Yo identifico esta pensión con el Hostal San Marcos, situado en la calle Abades, en una esplendida casa de patio con varios siglos de existencia que, según creo, es la misma que ha comprado la Junta de Andalucía para establecer en ella la Academia Sevillana de Bellas Artes.

La persona de tío Miguel me ha atraído siempre con una mezcla de compasión, fascinación y afecto. Este último se acrecentó cuando supe que su predilecto en la familia era Domingo, mi padre. Esta predilección me la explico porque la discrepancia de gustos y pareceres entre padre e hijo, Valentín y Miguel se reproduciría de nuevo entre padre e hijo, Rafael y Domingo. A mi parecer la pareja Miguel-papá era mucho más afín que las dos anteriores.

Dos anécdotas completan esta semblanza de tío Miguel. Siguió siendo hombre religioso y oía misa con frecuencia; recordaréis, al menos los mayores, las misas de espaldas y en latín que el sacerdote musitaba en voz queda pues nadie entendía esa lengua y la comprensión de las lecturas sacras se encomendaba a los textos traducidos del Misal, libro hoy muy poco usado. Tío Miguel se situaba en la iglesia muy cerca del altar, escuchaba lo que se leía y se indignaba y corregía a media voz la defectuosa dicción de muchos oficiantes al leer los textos latinos.

La segunda anécdota es algo que quizás le oí contar a tía Salud. Tío Miguel venía todas las semanas a casa de mi abuelo con un paquetito de ropa sucia al objeto de que se la lavaran y aderezaran las muchachas del servicio; dicen que mi abuela Severiana se daba a todos los demonios al tener que hacer este favor a su cuñado.

Entre las pocas anécdotas que mi mente guarda de tío Miguel y los añadidos que ha puesto mi imaginación, me he formado esta imagen del homo indecisus (latinajo macarrónico inventado en honor al tío), que nunca completa nada, que engendra proyectos para su vida y los arrincona sin llegar a desarrollarlos, que se asoma a muchas posibilidades pero no termina nada. Sin duda es un tipo fracasado pero, en el fondo, es el paradigma de la insatisfacción vital que anida en todos nosotros a poco que urguemos en nuestra conciencia.

Pienso a estas alturas de la vida, que todos los hombres deberíamos estar vinculados a un pueblo, sea el de nuestro nacimiento, aquel en que vio la luz nuestra mujer (o viceversa), aquel en que desarrollamos nuestras primeras actividades profesionales o uno surgido un tanto al azar ante lo atractivo que se nos manifestó en una visita ocasional. Si en este pueblo tenemos una casa con recuerdos familiares y ésta tuviese chimenea, algún mueble vetusto y cómodo y una discreta biblioteca, y evitamos el tormento de la televisión y el zapping, estamos muy cerca de la felicitad que todos anhelamos. Yo no he logrado este ideal.

En aquel entonces de los años veinte y treinta del siglo pasado mi mente todavía infantil creía que un pueblo tenía que tener un alcalde, un boticario, un cura y un médico, a más de un notario si el tamaño de la población lo exigía. Además de estos cargos, conseguidos por el nombramiento del correspondiente organismo político, eclesiástico o profesional, el pueblo tenía que tener un tonto y un mariquita, designados estos por algo así como aclamación popular. Todos estos cargos, habían de ser desempeñados por hombres y estaban vedados al género femenino. El tiempo me demostró que, salvo en un par de puntos, yo estaba equivocado. Es evidente que el pueblo tenía que tener un solo alcalde, aunque, en muchos casos, más valdría que no tuviera ninguno, y también que la iglesia sigue exigiendo que los sacerdotes sean del género masculino, Pero, por ejemplo, yo no podía concebir que el pueblo tuviera dos médicos que se disputaran ferozmente o se repartieran amigablemente una misma clientela, habría de haber uno solo para atender los fallos de la salud de los lugareños.

Un cambio, creo que beneficioso, para la vida pueblerina fue la sustitución de el boticario por la farmaceútica, que sobrevino bastante después. La botica era un local algo oscuro, con estanterías llenas de frascos y botes con leyendas incomprensibles, que continuaba hacia adentro con una covacha tenebrosa y lúgubre, mínimanente alumbrada, donde el boticario practicaba sus mezclas y preparaba sus mejunjes destinados a aliviar o eliminar las deficiencias de la salud de sus convecinos. La oscuridad desdibujaba los complicados instrumentos que utilizaba; a veces, se originaba una luminosidad tétrica al calentar estos aparatos. En tiempos mucho más remotos, en estos locales siniestros se preparaban también otros productos que en lugar de tratar de recuperar la salud iban empeorándola gradualmente y acababan por despachar al enfermo al otro mundo, que es lo que pretendía algún familiar o vecino con la colaboración del boticario. Pero estas prácticas desaconsejables eran ya muy pasadas aunque persistían el entorno y el ambiente. Después, estos establecimientos, boticas, dejaron de ser locales para la preparación de mezclas salutíferas y se transformaron en otros para vender fármacos, remedios ya preparados en grandes fábricas y aplicables a multitud de humanos afectados por los mismos males y se perdió aquello de fabricar un remedio específico para un ser específico.

El cambio de Botica a Farmacia ha ido acompañado en muchísimos casos del cambio de sexo de la persona que desempeña la correspondiente función. Ello ha resultado beneficioso, pues la mujer realiza mejor el papel de ayuda del médico y en el caso de fallos livianos (o ficticios) de la salud, alivia la tarea del galeno y evita que consuma su tiempo en trivialidades y menudencias. Además la farmaceútica desempeña un papel adicional: ser la depositaria y distribuidora de los chismes de la gente. Ella se entera de cuando uno o, con más frecuencia, una empieza a tener síntomas de alguna enfermedad, cuando a alguna se le logra un hijo, es decir, cuando éste cumplía siete años a partir de cuya fecha se creía a pie juntillas que quedaba inmunizado y a cubierto de las epidemias mortíferas que entonces diezmaban la población infantil; sabía a su tiempo si los partos eran buenos o malos, si se producía alguna desavenencia conyugal con base más o menos fisiológica, si alguien empezaba a manifestar síntomas de chifladura. En muchos casos una confidencia exigía el silencio pero siempre quedaba el consuelo. En otros, la discreta difusión divertía o incluso resolvía algún mal familiar menor. En otros muchos se trataba de noticias buenas, cuya propagación daba lugar a una situación de alegría compartida. En definitiva, la farmaceútica se convertía en la mujer número uno del pueblo en cuanto a información e influencia.

La mujer ha seguido invadiendo las profesiones antes vedadas a su sexo; ya hay más médicas que médicos en los pueblos e incluso alguna notaria como puede atestiguar, por experiencia propia, una de mis posibles lectoras. Cuando el varón empieza a descuidar un campo profesional, la mujer se lanza sobre éste velozmente y lo conquista con carácter permanente. Y hay que reconocer que la hoy frecuente sustitución del alcalde por la alcaldesa ha sido beneficiosa en la mayoría de los casos.

También el cargo de tonto del pueblo era solo asequible a varones, quizás, porque la tontería bobalicona es mucho más frecuente en ellos que en ellas. En los pueblos, ya se sabe, puede haber más de un tonto, incluso muchos y, a juzgar por los resultados electorales últimos, una mayoría de los que los habitan. Pero hay uno que por sus características destacaba entre los demás y ocupaba el puesto casi oficial de tonto del pueblo. Se trataba de un ser amable, pedigüeño, inofensivo, pegajoso que siempre andaba por la calle sin saber qué hacía o qué iba a hacer. Todo el mundo le tenía un cierto afecto desdeñoso y, sin más, le dejaba estar. Por fin, el mariquita no tenía por qué ser un homosexual en el sentido pleno de la palabra. Era más bien un varón que se sentía mujer y quería serlo y así se deducía de sus gestos y, en parte, de su indumentaria. No hacía mal a nadie y era tolerado, aunque con un matiz despectivo.

Por ahora voy a dejar Arahal de donde proceden muchos de mis recuerdos infantiles  y a donde volveremos en otro momento.

         Como siempre besos y abrazos de vuestro pariente en varios grados,


                                               Rafael

No hay comentarios:

Publicar un comentario