lunes, 24 de octubre de 2011

Carta XXI

Querida familia:

Y, sobre todo, queridas generaciones jóvenes a las que será más difícil trasladarse mentalmente a los últimos meses de 1937. Vamos a intentarlo. No había una España sino dos que se odiaban ferozmente, la España nacional era más extensa, sobre todo tras las primeras conquistas recordadas en cartas anteriores, y menos densamente poblada que la roja, espacialmente más reducida y con una población más apiñada en grandes núcleos urbanos. Por supuesto, en ambas zonas había muchos adeptos de la contraria que trataban de disimular sus inclinaciones políticas ante el peligro de represión si eran descubiertas. Esta represión fue muy severa por ambos lados pero en la zona nacional, a los pocos meses de iniciado el conflicto se basó, al menos, en procedimientos judiciales como hemos visto en el caso de El Penitente. Los nacionales iban ganando y a ello ayudaba su fe en la victoria (además la fe religiosa fue un factor importante); incomprensiblemente, dada la desproporción, favorable a los rojos, en armamento y demás medios al comenzar la guerra, estos se autosituaron a la defensiva y su repetido slogan no pasaran así lo mostraba.

Da la impresión de que para los nacionales el problema era ganar la guerra y para los rojos no perderla. Había un segundo problema que empezaba a ser acuciante: la forma de gobierno. Para los rojos la cosa estaba clara: la República tenía su gobierno legítimo que seguía en el poder. Éste había sufrido ya más de un cambio desde el comienzo de la contienda y siguió variando, acentuándose cada vez más el matiz ultraizquierdista y filocomunista. La autoridad conferida al Presidente de la República, don Manuel Azaña, despareció en la práctica y este político desde entonces arrastró una vida patética y pesimista que reflejó en sus escritos.

En el bando nacional se planteó casi desde el principio el gran problema: ¿Cómo se iba a gobernar España en el futuro? ¿Qué características habría de tener el nuevo Estado español? La República no era la solución, ya que había fracasado con rotundidad la que en 1931 fue recibida por muchos con esperanza. Entre los partidarios del alzamiento había muchos monárquicos alfonsinos pero también la forma de Estado que propugnaban había naufragado en el fracaso en la fecha citada; la mayoría no parecía preparada para una restauración en la dinastía y persona que había regido el país. El término Estado español, que empezaba a usarse, daba un compás de espera pero parecía sugerir que a un plazo corto o largo daría paso a una solución definitiva, indefinida.

Como os recordé en una carta anterior, el primer organismo que se estableció para gobernar la zona nacional fue la Junta de defensa nacional, formada por siete u ocho generales y un par de coroneles próximos al ascenso; no se dio entrada en ella a ningún civil. La presidía D. Miguel Cabanellas Ferrer por razones de antigüedad en el grado, tan caras a la milicia en España; esto resultaba extraño ya que Cabanellas era republicano y masón y, además, había manifestado muchas dudas y vacilaciones para sumarse a sus compañeros sublevados. Se planteó enseguida la necesidad de un mando único que abarcara el de las fuerzas en lucha y el del Gobierno de la zona. El general D. Emilio Mola Vidal, auténtico organizador de toda la trama previa al alzamiento y hombre que anteponía siempre el sentir patriótico a toda otra consideración, sacrificando siempre sus apetencias personales, propuso al general D. Francisco Franco Bahamonde, el más prestigioso de los sublevados, para la Jefatura Suprema. Franco aceptó siempre que su mando fuera absoluto como así se convino. Todo el proceso había sido recogido por los cronistas e historiadores que llaman la atención sobre el hecho de que el General Sanjurjo, un posible jefe del levantamiento, y el propio Mola murieron en sendos accidentes de aviación y que otros generales de mucha antigüedad y prestigio como Goded y Fanjul fueron fusilados por los rojos, quedando así despejado el campo para el largo gobierno del Generalísimo sobre la piel de toro española.

Consideremos ahora cómo iban las cosas en Europa en aquel verano de 1936. Los gobiernos de las principales potencias podían dividirse en dos grupos: gobiernos de partido único en la práctica: Alemania, Italia y Rusia; y gobiernos pluripartidistas que, por tanto, practicaban la democracia y estaban abiertos al cambio si así lo decidían unas elecciones: Francia y Gran Bretaña. Además, muchos países pequeños estaban también en esta última situación. Para mí, esta clasificación es mucho más relevante que la habitual en gobiernos de derecha e izquierda: la forma de actuar de los gobiernos alemán y ruso era mucho más parecida que la de cualquiera de ellos y el de un país democrático.

Por otra parte, los españoles que apoyaban el alzamiento seguían líneas políticas muy diferentes. Podemos considerar tres grupos: primero, la Comunión tradicionalista que defendía una monarquía absoluta y teocrática del tipo de las que se habían ido extinguiendo en el siglo XIX y comienzos del siglo XX; tenía su mayor fuerza en Navarra y Álava, aunque también estaba presente en Andalucía y Aragón y algo menos en Castilla; los tradicionalistas fueron a la guerra con una entrega total, considerándola como una cruzada religiosa resumida en su lema: Dios, Patria, Rey.

Un segundo grupo era Falange Española de las JONS; muy minoritaria en 1936 dado que tenía muy pocos años de existencia. Aunque ya se había elaborado un programa político, los famosos veintiséis puntos , la indefinición ideológica de este partido era grande; proclamaba su alejamiento de las izquierdas y de las derechas acusando a unas y otras de estar llevando a España a la ruina absoluta. La Falange se alimentaba de jóvenes derechistas que querían liberarse de la lacra de egoísmo tan extendida en los partidos conservadores y de jóvenes de izquierda que renegaban de los hábitos salvajes y destructores de las fuerzas de izquierda. La Falange crecía entonces con rapidez aunque muchas incorporaciones no lo fueron por razones limpias y altruistas. Castilla era su principal bastión.

El tercer grupo, el más numeroso, era el de los miembros de los partidos derechistas, la CEDA de Gil Robles y, en número mucho más reducido, los monárquicos alfonsinos de Renovación española. También estos partidos proporcionaron muchos voluntarios a las fuerzas nacionales; en los primeros meses, estos lucharon bajo las siglas de las agrupaciones políticas correspondientes pero ello duró poco en gran parte debido al recelo que se extendió en la Falange por los partidos de la derecha moderada a los que consiguió ir arrinconando. Las juventudes de esta derecha se pasaron en gran parte a la Falange o al Requeté tradicionalistas, más combativos y fogosos; los mayores, que ya no eran adecuados para empuñar las armas, se fueron apartando de la actividad política aunque, en su mayoría, mantuvieron una total lealtad al Ejercito, salvador de la Patria. Una vez llegada la paz, muchos ocuparon altos cargos y el Caudillo (denominación que ya empezaba a ser preferida) los utilizaba para contrapesar el empuje de los falangistas; le gustaba formar gobiernos con hombres de distintas procedencias ideológicas.

Franco abominaba del régimen de partidos políticos al que acusaba del estado de ruina a que había llegado España en 1936. Quizás soñaba con un Estado utópico en el que una mayoría muy elevada de los ciudadanos trabajaba al unísono, llevados por los mismos ideales, bajo un mando único y preocupados tan sólo por el bien común. Pero no era éste el caso y sus seguidores sustentaban ideas políticas muy variadas.  Esto se reflejaba en la retaguardia con la creación de organizaciones para el adoctrinamiento de los jóvenes y de las mujeres tratando de iniciar a ambos grupos en la vida pública. Así la Falange creó la Sección femenin,a que además de instruir a las mujeres en las ideas propugnadas por jose Antonio, se preocupó de elevar el nivel cultural de ellas y, al mismo tiempo, conservar y depurar costumbres y actividades de raigambre española; bailes regionales, artesanías varias, prácticas culinarias, etc. Los Coros y danzas con participación también masculina hicieron una labor encomiable que no ha sido suficientemente agradecida. Los tradicionalistas formaron agrupaciones de margaritas que tuvieron menos relevancia y participaron en muchas labores benéficas para los sectores más desfavorecidos.

Igual o mayor empeño pusieron ambos grupos ideológicos en la captación y adoctrinamiento de los varones jóvenes que agruparon en flechas, los falangistas, y en pelayos, los tradicionalistas. Se trataba de organizaciones premilitares cuyos miembros iban uniformados no faltando en los primeros la camisa azul con el escudo del yugo y las flechas bordado en rojo a la altura del corazón y en los segundos la boina roja. Había que fomentar en los alevines de diez, doce, quince años actitudes de preparación para la lucha, de disposición para darlo todo por España en todo momento.

Yo creo que por decisión propia, aunque en esto me falla el recuerdo, me afilié pronto a la Falange como flecha; creo que fui clasificado como cadete, denominación que se empleaba para los más mayorcitos. No hubo, desde luego, sugerencia paterna, pues papá tenía ciertas reservas respecto de la ideología joseantoniana: en fin, que mi decisión fue aceptada sin oposición ni entusiasmo. Conmigo ingresó en aquellas milicias paramilitares Eusebio Rojas; enseguida nos hicimos el uniforme que además de la consabida camisa azul (Cara al sol con la camisa nueva….) se completaba con pantalones grises y un gorrillo cuartelero no sé si azul o gris. Así salíamos a la calle cuando íbamos a algún acto marcial y, no os sonriáis malévolamente queridas nietas y sobrinas nietas, nunca nos pareció aquello ridículo, vivíamos un clima bélico y ayudábamos a sentirlo.

El cuartel general de la organización juvenil de la Falange estaba en la calle Rioja, en una gran casa de patio situada frente a la iglesia del Santo Angel. Allí conocí a tres personas que mandaban en aquel cotarro: Manolo Mergelina y Laraña, primo en algún grado de mis primos de este último apellido, era el jefe. Debía contar algo más de cuarenta años y destacaba por su cuidado en el vestir, su atildamiento algo excesivo. En aquellos tiempos, la uniformidad de los uniformados, salvo en el Ejército donde se guardaba con absoluto rigor, no era del todo uniforme y, por ejemplo, en los falangistas se admitían ciertas variantes, en particular en el calzado, así como completar el atuendo con una ligera fusta aunque no hubiera caballo al que molestar con ella.

El segundo personaje era un tal Campillo, algo feminoide en su habla y modales, que tenía a su cargo la Secretaría y en sus manos las pequeñas complejidades administrativas de todo aquello.

El tercero era el padre Toledo, un sacerdote de un tamaño enorme que actuaba de capellán y más aún de ideólogo. Era una persona interesante; sin merma de atender sus responsabilidades religiosas era un político nato. Fue amigo personal de José Antonio Primo de Rivera y conocía su ideario muy a fondo; procuraba desarrollarlo en sus prédicas y actividades en conexión con los principios cristianos y, al mismo tiempo, que las autoridades eclesiásticas aceptaran y valoraran los puntos de la Falange como compatibles con los principios de la fe católica e impregnados de ella. Creo que había salido de Madrid como consecuencia de un canje de prisioneros de los que salvaron bastantes vidas gracias a la labor de la Cruz Roja Internacional. No sé por qué razones el P. Toledo me nombró bibliotecario de aquella sección juvenil de la Falange; el nombramiento era algo extraño pues carecíamos de libros aunque creo que el P. Toledo se hizo con unos pocos y poseía ejemplares de los escritos de Jose Antonio y de algún otro autor afín. No olvidemos que estaban proscritos los libros de rojos y que la mayoría de las editoriales españolas radicaban en Madrid y Barcelona. No había pues libros y tampoco dinero para adquirirlos; pasados unos meses fue cedido a los flechas el pabellón de Argentina de la Exposición iberoamericana y allí, en un amplio local dispuesto con anaqueles y estanterías, hice algunos pinitos de la actividad a mi cargo pero enseguida abandoné ésta y mi incipiente actividad política para dedicarme a preparar mi ingreso en la Universidad desde comienzos de año 39. No se me ha borrado, sin embargo, el recuerdo de lo que voy a llamar mi primera actuación pública: el padre Toledo me proporcionó abundante bibliografía joseantoniana y me ordenó que preparara una conferencia para que mis compañeros conocieran el ideario falangista. Me dijo que respetara la redacción del ausente (término con el que se le nombraba incluso cuando ya había muerto) y que ordenara los temas entresacando de los escritos originales lo referente a cada uno. Así lo hice y recuerdo que pasé varios días de nerviosismo hasta que se celebró el acto.

Eran muy frecuentes los pequeños desfiles que se celebraban para conmemorar acontecimientos históricos o también éxitos bélicos, aunque se suprimieron cuando Franco tomó las medidas que comentaré en su momento. Yo formaba parte de la escuadra de gastadores que abría marcha a causa de mi aventajada estatura (¡ay! En los últimos años he perdido algún que otro centímetro); recuerdo que a mi lado iba otro chico larguirucho que tenía un aspecto físico algo raro: unas piernas larguísimas soportaban un vientre y un tórax desproporcionados por su pequeñez. Los compañeros le asignaron un mote: Culoalto (pronúnciese Culoharto), aludiendo a lo separadas del suelo que quedaban sus posaderos.

Siempre me ha asombrado la facilidad, desenfado y buen tino de los sevillanos para asignar apodos; no sé si alguien ha recogido en alguna publicación esta fase tan divertida del vivir hispalense. No me resisto a citar dos ejemplos más, aunque no tengan que ver con el tema que ahora comento.

Un prestigioso Catedrático universitario tenía una peculiar manera de andar: cuando levantaba el pié derecho, antes de volverlo a posar en el suelo, lo volteaba hacía la izquierda de manera que lo asentaba casi delante del otro y volvía a hacer lo mismo con el otro pié. Le asignaron el mote de Engañalosetas. Un amigo del colegio andaba siempre mirando hacia lo alto oscilando la cabeza de un lado a otro como si buscara algo en los pisos altos de los edificios. Se le conocía por Buscapisos.

Quizás en un folleto que comente estas curiosidades podrían incluirse también algunos piropos retrecheros de los que se prodigan en esos lares. Cito dos aunque sean muy posteriores a estas fechas bélicas.

En una soleada mañana de Semana Santa pasaba yo por la calle Rioja, cerca de la plaza del Pacífico; circulaba por la acera una hembra de rompe y rasga, de pecho potente y amplio, pintura acumulada en todas las partes de su rostro, cintura que pretendía ser estrecha y lejos estaba de conseguirlo, potentes ancas, remos inferiores encaramados en tacones inverosímiles de enorme altura y mínimo diámetro. En fin, un primó envuelto en telas brillantes y con un pedazo de bolso cuyo charol competía con el sol en fulgor y luminosidad. La moza de repiqueteantes e impacientes andares se paró en la acera con ánimo de cruzar y manifiesta prisa. El guardia, un hombretón maduro y bigotudo, que hacía las veces de semáforo, detuvo solemnemente el tráfico y bajando los brazos y moviéndolos en la dirección de la marcha de ella, remedando el despliegue de capa del matador cuando se lanza a hacer un quite de relumbrón, le dio paso primero a ella sola para recrearse en la contemplación de su palmito y la hizo reir con algún dicho más o menos procaz que no capté. Cuando arribada ella triunfalmente al otro lado de la calle nos permitió pasar a los demás y le oí decir: “esta güena ¿no?"

El segundo ejemplo es más fino. Marchábamos paseando por la calle Tetuán varios miembros de la familia; por delante iban algunos de los más jóvenes, entre ellos mi hija Macarena, cuya belleza rubia, admirada por todo el que la conoce, contrasta con la que se estila en los predios andaluces, siendo también ésta de alto voltaje. Era ella muy jovencilla pero ya llamaba la atención de todos. Un hombrecillo se detuvo y le oí decir: “Niña, ¿usté es zueca por un casual?”

No me digáis que no merecería la pena recoger por escrito estos y otros  sucedios.

He venido dando en mis últimos escritos bastantes datos de mi vida de entonces; mis lecturas, mis diversiones, mi, por así decirlo, iniciación política. No he podido hacer referencia a los estudios interrumpidos durante dos cursos. Esto contrastaba con lo que ocurría con mis hermanos que iban al colegio con regularidad y cursaban su bachillerato, que ya era de siete años, lo cual me consolaba pues hacía mis cuentas y llegaba a la conclusión de que, por ello, yo solo perdía un año y no dos. Toda la familia seguíamos la marcha de la guerra a través, sobre todo, de las famosas charlas del general Queipo de Llano que mantuvieron el optimismo y buen ánimo de la población; lo peor fue quizás el invierno de 1937-38, que además fue climatológicamente muy duro; se libraron entonces combates muy cruentos cuyos resultados se nos filtraban por la radio y la prensa procurando resaltar lo más favorable. Gran parte de la lucha en el frente de Aragón, tan decisiva para el resultado final de la contienda se nos contaba a medias o bien cuando algún retroceso se había ya invertido. En fin, el virreinato andaluz de Queipo, con sus frentes estables y poco activos gozaba de cierta tranquilidad.

Creo que la oficina que compartían papá y tío Rafael tenía menos actividad que antes pues tanto la venta de cemento como la del asfalto de las carreteras no estaban en su mejor momento. Por eso tío Rafael le sobraba tiempo que, en parte, empleó incorporándose a una junta técnica, cuya denominación no recuerdo, aunque sí que don Manuel Lora formaba parte de ella; junta que asesoraba a Queipo en temas industriales y comerciales.

Como el tío, además, era hombre ingenioso y burlón tuvo también tiempo para escribir una especie de historia familiar en versos ripiosos y rocambolescos que nos divirtió mucho pero que desdichadamente se ha perdido. Estaba redactada en forma de comedia y la rima recuerda claramente a La venganza de don Mendo, de Pedro Muñoz Seca, que había cosechado en aquellos años uno de los éxitos más rotundos del teatro español; recuerden que este autor fue fusilado entonces por los rojos siguiendo al parecer, las ordenes de alguien que sigue vivo entre nosotros.

He tenido la satisfacción de que José Ramón, que conservaba en su memoria unas pocas estrofas de la creación teatral del tío, me las ha mandado. Las transcribo a continuación para jolgorio de mis lectores. Dice así la nota del menos viejo de mis hermanos:

Del dramón en verso que escribió tío Rafael durante la guerra, apenas recuerdo fragmentos del acto primero y el verso que ponía fin a la obra. En la primera escena aparecían dos escuderos (dos de las muchachas de servicio) diciendo:

         Esc. I         Hoy descansan las mesnadas
                  Pues según el segundón
                  No pasa en el frente nada
                  Y se marchan al frontón

         Esc. II        Este segundón de Pérez
                  Es hombre de pelo en pecho
                  Que abandonó sus quehaceres
                  De licenciado en Derecho
                  Por venir a pelear
                  Con su hermano, heredero
                  De títulos y dinero
                  Contra la roja canalla
         Esc. I         Eso es pura faramalla:
                  El gordo, que es un truhán.
                  En sus tiempos fue un donjúan
                  Que perdió su capital
                  De efectivo monetario
                  Y allá de San Sebastián,
                  Cansado ya de vigilia
                  A lomos de un dromedario
                  Se vino con su familia
                  Y un fementido escudero


En esto aparecían en la torre otros dos personajes (D. Abel Otero y Lobato). Recordad que éste era el empleado más modesto de la oficina; D. Abel era un cura, canónigo de la Catedral sevillana, organista y amigo de papá, que daba clase particular de Latín a Maruja a la que se le había atragantado esta asignatura.

         D. Abel       El fundador fue Don Pero
                          Valiente y noble soldado
                          De Pavía,
                          Que desde lejos olía
                          A frito y a “bacalado”
                          Y esto a su vez transciende
                          Al conde y la noble dama
                          Y es la peste, la que enciende
                          La fiebre de Severiana

         Luego añadía:       ¡Oh, que bello panorama
                          Desde el castillo se ve!
                          Aquel es el Guadarrama
                          Este pueblo, Santa Fé.
                          Y, detrás de aquellas torres
                          De las iglesias de Lorca,
                          Se divisa, desde lejos,
                          La bahía de Mallorca
                          Y estamos a tanta altura.
                          Que, aunque nadie lo diría,
                          Desde el sur de Andalucía
                          Se divisa Extremadura.

         En otro momento, D. Abel decía:

                          Yo soy el cura cuatrero
                          Que vaga por los caminos
                          Bebiendo tragos de vino
                          Que me fían los taberneros
                          Toca, mi pobre Lobato,
                          Toca el tango que me mata;
                          Toca, por pasar el rato
                          Toca… y estira la pata.

         Al final de la obra y durante una gran fiesta se incendia el castillo; uno de los personajes sale a escena y dice:

                          El castillo está ardiendo
                          Dentro no hay salvación
                          Invitados y dueños
                          Arderán como leños
                          ¡Maldición! ¡Maldición!

         Y así terminaba la obra. Es todo lo que recuerdo.

         

Con esto doy fin a una carta más.

                  Besos y abrazos                     Rafael
                 

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