Querida familia:
La llegada de tío Rafael y los suyos supuso, claro es, un enorme aumento de la densidad de población de San Isidoro 24. Todo el clan se reunió en la casa, aumentado además por las estancias intermitentes de tía Pilar y su hija; sumando el servicio casi llegábamos a dos docenas de personas. La casa era, ya lo sabemos, muy grande pero sólo el piso principal era habitable en invierno. No obstante, allí vivimos todos algo más de dos años en buena armonía. Quizás los mayores pensaban que el final de la guerra era inmediato y que no merecía la pena meterse en obras para cambiar una situación de provisionalidad, que la conquista de la franja cantábrica y de la bolsa de Málaga hacían creer que iba a ser muy corta. Nadie dudaba del triunfo del bando nacional, aunque el curso de la guerra en el invierno de 1937-38 llegó a preocupar seriamente; lo cierto es que el final se demoró mucho más de lo que se esperaba en los años 36 y 37.
Es el momento de entonar un canto de alabanza a la inmensa generosidad del abuelo Rafael seguido en ello fielmente por la abuela Severiana. Acogieron a tía Salud en los primeros años de su matrimonio y luego, a causa de la enfermedad de tío Isidoro, con carácter definitivo. Acogieron a papá y su numerosa prole cuando murió mamá prematuramente. La guerra les llevó a acoger por corto tiempo a su sobrina Pilar y a la hija de esta y, por último, en este otoño bélico de 1936, a tío Rafael y los suyos. No creo que se les pueda poner ninguna pega al llegar al otro mundo, en lo que respecta al precepto de “dar posada al peregrino”. La disposición del abuelo Rafael en este terreno ya se había manifestado con las tías de abuela como ya vimos en alguna de mis primeras cartas.
Paco y yo, en conversación telefónica hemos comentado como, al correr de los años, se ha ido revalorizando en nuestras mentes la persona del abuelo Rafael. Parece como si ambos experimentásemos una especie de remordimiento retrospectivo por no haber apreciado adecuadamente en su momento la figura del abuelo, sus cualidades: tenacidad, decisión, amor al trabajo, entrega a la familia, generosidad sin límite.
Y es que, cuando nosotros iniciamos la convivencia con abuelo, yo con diez años, Paco con casi ocho, él era ya una figura en retirada. Había dejado la dirección de sus negocios influido por la edad (78 años) y más aún por su profunda sordera y la acusada pérdida de vista. Nosotros nos adaptamos enseguida a las rígidas directrices de la abuela Severiana y a las suaves indicaciones de tía Salud; ambas y papá fueron quienes moldearon nuestra formación familiar. Pero abuelo era una especie de sombra silenciosa que paseaba por las galerías al principio de las mañanas para recluirse después en la llamada galería chica donde le recibían un silloncito, una pequeña camilla y algunos rayos solares que se filtraban desde el patio. Como ya no podía leer, sus ojos, casi idénticos a los míos, miraban vagamente a su alrededor. No sabemos qué pasaba por su mente en aquel largo rato que transcurría hasta la hora del almuerzo.
Creo que podréis disculparnos, queridos lectores jóvenes, de que la figura del abuelo tuviese un carácter más bien pasivo en nuestro entorno infantil y juvenil. Quizás, a modo de desagravio voy a transferir aquí unas líneas de una carta que Paco me escribió hace algunos meses y que completan estas impresiones. Parte de los datos que Paco da le fueron proporcionados por Maruja hace años cuando ella aún disfrutaba de una memoria excepcional. Puede que con esto incurra yo en alguna reiteración respecto de cosas ya escritas pero no me importa porque, próximo ya el final de estas cartas, quiero que quede de manifiesto la reivindicación de la figura del abuelo Rafael.
Escribe así Paco:
“Sobre nuestro abuelo paterno tenemos noticias más fidedignas. A mí me las ha proporcionado Maruja -qué pena que la excelente memoria de ella se haya apagado ya-. A temprana edad vino a Sevilla y, resuelto a abrirse camino, eligió el comercio. Entró de meritorio en Casa Velasco, almacenes de tejidos sitos en la calle Francos, esquina Chapineros, que aún subsisten. Allí pasó de meritorio a dependiente y merced a su esfuerzo personal prosperó con bastante rapidez. Conoció en el mostrador de la tienda a nuestra abuela Severiana que iba de compras con su madre. Como él era mucho mayor que ella, mientras enseñaba a la madre las diversas clases de telas de que disponía el establecimiento, cogía a la niña y la sentaba en el mostrador. Espíritu romántico, quedó impresionado por la belleza de la niña y por las tristes circunstancias de la vida de la madre.
En aquellos tiempos nuestra bisabuela Severiana Ferreira se encontraba en una situación algo precaria. Era hija de un prestigioso médico, Domingo Ferreira Villapol, muerto unos años antes. Su marido había marchado a Argentina no sé si por mejorar sus condiciones económicas o por otras razones -es bastante confuso el destino del viaje o los viajes de don José González Janer así como los motivos que le llevaron a emprenderlos; yo he creído siempre que hubo uno a Filipinas, pero lo que está documentado es que murió en Argentina y que, al aproximarse su muerte, no se acordó para nada de la familia que había dejado en España, según he comentado-. Lo cierto es que se quedó Severiana sola con su única hija. Era una joven bien venida a menos que mantenía con dignidad su situación desairada. Ello despertó los sentimientos más nobles en nuestro abuelo, que, al crecer la pequeña, se enamoró de ella y se propuso en su interior que aquella madre y aquella niña no volverían a pasar necesidad. Su generosidad se extendió años después (ya casados) a las hermanas de su suegra, a las que recogió en su casa.


Sobre la vida del abuelo Rafael se podría escribir un libro, su biografía es aleccionadora para los jóvenes de hoy.
Como complemento de este panegírico tan merecido por los abuelos incluyo sus fotos para que comprobéis que no sólo su proceder vital sino también sus aspectos físicos son merecedores de elogio. Mi agradecimiento a Paco por la autoría de los párrafos precedentes.
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Al terminar mis estudios de Bachillerato en julio de 1937 se daba por supuesto que tenía que elegir una carrera universitaria y ello entre las cuatro titulaciones que se impartían en la Universidad hispalense: Derecho, Medicina, Filosofía y Letras y Ciencias Químicas porque no se contemplaba la posibilidad de que yo estudiase fuera de nuestra ciudad. Yo no sentía la menor atracción por los estudios jurídicos y médicos y, en cuanto a las dos restantes licenciaturas, me gustaban ambas e incluso llegué a pensar en cursar las dos en paralelo y en algún momento compré la Historia de la Literatura Española, de Hurtado y Palencia, para estudiarla por mi cuenta cuando ya cursaba Ciencias Químicas. Elegí esta carrera por suponer que tenía un porvenir más abierto.
Hasta pocos años antes, la Universidad española tenía sólo una licenciatura en Ciencias que abarcaba desde las Matemáticas a la Biología y que estaba enfocada fundamentalmente a la formación del profesorado de enseñanzas medias, algo así como la pescadilla que se muerde la cola. Una reforma posterior dio lugar a las licenciaturas en Matemáticas, Ciencias fisicoquímicas y Ciencias naturales; estas dos últimas se subdividieron más tarde para dar lugar a las cinco titulaciones actuales. La Universidad sevillana seleccionó la Química entre ellas. Con estas reformas, se inició un largo proceso de la incorporación de los licenciados en Ciencias al mundo de los trabajos industriales y agrícolas hasta entonces acotado para los ingenieros y, además, al aumentar la especialización, se dieron pasos decisivos para el desarrollo de la investigación científica. Mi elección, decidida entre la incertidumbre y la limitación de ofertas, ha tenido consecuencias familiares muy amplias ya que mi hermano José Ramón y mis hijos Rafael y Javier han seguido con brillantez la misma carrera y todos se han doctorado en Química.
Pero mi decisión acerca de la carrera universitaria a elegir no tenía que ser apremiante pues la Universidad estaba cerrada en lo que respecta a su labor docente al estar movilizados la mayoría de los alumnos (las alumnas no pasaban del cinco por ciento). Sólo se realizaban modestas actividades investigadoras que, en el caso de la Facultad de Ciencias Químicas, solían estar encaminadas a la búsqueda de materias que sustituyeran a las que procedían de la importación que estaba casi suprimida a causa del conflicto bélico. A estos trabajos se dedicaba el que fue luego mi maestro, Don Manuel Lora Tamayo que, al igual que otros profesores de su Facultad y de la de Letras, daban además clases de Bachillerato en el recién fundado Instituto Murillo destinado con exclusividad a mujeres que aprovecharon así la coyuntura guerrera para disfrutar durante unos años de un profesorado excelente.
Pienso que yo no debía haber perdido lamentablemente el tiempo en los cursos 1937-38 y 1938-39; podía haber continuado mi formación con los libros adecuados pero no lo hice ni papá me insistió a ello. Quizás, como ya he dicho, estábamos todos influidos por la creencia en una rápida vuelta a la normalidad y, por eso, no importaba perder unos meses de estudio.
Entonces, ¿a que dediqué mi tiempo desde el verano de 1937 a la primavera de 1939? Una gran parte de él a leer: muchas obras de la novelística española del siglo XIX y del XX aunque excluyendo a los autores más izquierdosos y anticlericales cuyas obras no figuraban en la biblioteca de papá; además, como ya os dije, las novelas de romanos, libros de historia, etc. En consonancia con las preocupaciones de la edad, leí también algo de Ortega, Azorín, Marañón, Maeztu; se despertó en mí una gran afición a la biografía alimentada por las traducciones de Stefan Zweig (Maria Antonieta, María Estuardo, Fouché) que he vuelto a leer no hace mucho con igual delectación que entonces. No era cómodo leer en casa donde había siempre mucho barullo sobre todo desde la incorporación de la familia de tío Rafael, cuyos hijos tampoco llegaron a someterse a una enseñanza regularizada. Por eso yo cogía un libro y me iba al parque de María Luisa en cuyas glorietas, en especial en ese remanso de paz dedicado a Becquer (el amor que llega, el amor que pasa, el amor muerto), sentado en un duro poyete, exornado de bellos azulejos, leía durante dos o tres horas. Se me olvidaba añadir a mis lecturas las poesías del citado Bécquer, de Rubén Darío, de Manuel Machado (por razones políticas no eran asequibles las de su hermano Antonio), etc. En fin, aunque no estudié en aquellos años, mi formación cultural y humana no quedó del todo descuidada.
Empecé entonces a disfrutar de los espectáculos públicos que, a pesar de la guerra, seguían teniendo su papel en la vida de los ciudadanos, que, casi como ahora, podían clasificarse en cuatro grupos: teatro, cine, fútbol y toros.
Nunca fui aficionado a los toros y creo que el número de festejos taurinos a los que he asistido en mi larga vida no llega a dos docenas. No me dejé llevar por las concomitancias familiares con el mundillo de la capa y el estoque, de las cuales os he dado información en cartas anteriores.
Sí fui muy aficionado al fútbol, y la televisión me permite mantener mi devoción por el Sevilla ya comentada. Soporto con disgusto, tan fuerte como el que experimenta Mingo, las malas actuaciones con que nos obsequia con frecuencia el primer equipo sevillano. En los tiempos que estoy ahora comentando el fútbol era el único deporte-espectáculo y no se había despertado aún la pasión por el tenis y el baloncesto que necesita, ya se sabe, la tele para manifestarse. Yo iba siempre a la entrada general que era barata y que suponía presenciar el partido a pie firme; la preferencia, bastante más cara, con asientos individuales o corridos, sólo abarcaba una cuarta parte del aforo. Respecto a otros deportes, hubo en Sevilla durante un corto tiempo un canódromo donde se celebraban carreras de galgos y un frontón donde se practicaba el deporte norteño de la pelota vasca casi siempre en la modalidad de cesta punta. Fui alguna vez a estos espectáculos deportivos, relacionados con el mundo de las apuestas, que desaparecieron de nuestra ciudad en los tiempos de la guerra.
El teatro tenía mucha vida en los años treinta y cuarenta en nuestra ciudad. Los autores más representados entonces eran Benavente y los hermanos Álvarez Quintero; yo disfruté muchísimo viendo Malvaloca, El patio, Las de Caín, El genio alegre de estos últimos. La actriz más destacada era Carmen Díaz, que acabó casándose con tío Paco Herrera, como ya he comentado en otras cartas; hacía una auténtica creación en la última de las comedias citadas.
Mi afición al teatro se dirigía sobre todo a la zarzuela, que entonces estaba muy en boga. En el teatro San Fernando, hoy desaparecido, actuaban todos los años las mejores compañías líricas y recuerdo en particular la del barítono Plácido Domingo y la soprano Pepita Embil, su mujer, más recordados ahora por ser padres del tenor Plácido Domingo. La primera zarzuela que vi, La canción del olvido, del maestro Serrano, se representaba en el teatro de la Exposición; a él fuimos Maruja y yo con nuestros padres en 1929 ó 1930. Las obras del citado autor (Los claveles, La dolorosa, etc.) de Jacinto Guerrero (Los Gavilanes, El huésped del Sevillano, etc.) de Luna (Los Molinos de viento, El niño judío, etc.) estaban en cartel casi todos los años entre muchas. Mi afición me hizo ver alguna dos o tres veces. No recuerdo la fecha en la que empecé a frecuentar el teatro.
Voy a completar esta revisión de mis primeras aficiones a los espectáculos teatrales con la ópera. La temporada se limitaba a cuatro o cinco sesiones en el intervalo entre Semana Santa y Feria, como ya os he indicado en una carta anterior. Para asistir a ella y ocupar una localidad de los tres pisos más bajos era preceptivo vestir de smoking; de confeccionarme esta hoy poco utilizada vestimenta se encargó el sastre de papá, que creo que se llamaba Carrascal y tenía su taller en la calle Cuna.
El repertorio operístico era muy clásico: Verdi, Puccini, etc. y los divos y divas contratados para cantar los primeros papeles eran de buen nivel, destacados en el mundo musical de aquellos años, como ya os dije hace meses. Creo recordar que no ocurría lo mismo con los coros y figurantes reclutados entre el personal indígena; sus componentes no eran muy presentables ni por su aspecto físico, pues abundaban los tipos esmirriados y poco aparentes, ni por sus vestimentas, más bien deslucidas, ni por la excelencia y coordinación de sus voces.
Lo anterior me recuerda una curiosa anécdota que me divirtió entonces. El teatro de la Exposición, donde se celebraban siempre las representaciones operísticas, era duramente criticado por supuestos fallos en su construcción. En los anfiteatros había localidades muy laterales desde donde se oía bien pero se veía mal una parte del escenario; en compensación había otras de buena visión a las que no llegaba bien el sonido. Los más veteranos de mis lectores recordaréis que la decoración del escenario era muy simple y austera, nada parecido a los complicados montajes actuales: un telón de fondo en el que los árboles, los campanarios, los ventanales, etc. en él pintados intentaban situar al espectador en el campo, calle, interior, etc. donde la escena ocurre. A ello contribuían las bambalinas, tiras de lienzo, en número de tres o cuatro que colgaban a varias profundidades y estaban asimismo decoradas; lo mismo ocurría con las tiras verticales que completaban a uno y otro extremo de la superior formando arcos rectangulares, los espacios entre cada dos de ellos servían de entrada y salida de los personajes en el desarrollo de la obra.
Se representaba Aida, obra, como se sabe, muy poco adecuada cuando se dispone de pocos y modestos medios. La marcha triunfal de las huestes de Radamés es larga, muy larga, y ello supone que los que participan en ella sean numerosos, muy numerosos, pero no había dinero o posibilidad de contratar a muchos y la empresa optó por reducir la tropa a dos o tres docenas que salían a escena por la segunda entrada lateral con sus armas y gallardetes, recorrían el escenario para, después de marchar por el interior del coliseo, volver a aparecer por la misma entrada dos, tres, cuatro…. veces; el público los reconocía y perdonaba el poco disimulado truco. Pero había que tener en cuenta que la separación entre las dos primeras bambalinas era ciega, es decir, no tenía comunicación con el interior del escenario; un aguerrido milite, escuchimizado y chiquitete, se equivocó en la marcha y optó por esa entrada ciega, tuvo que permanecer acurrucado en su rincón durante el resto del desfile tras alguna tentativa infructuosa de reintegrarse a él. En una de esas localidades laterales del primer anfiteatro que tenía fallos de visión estaba yo que, con los que quedaban cerca y a diferencia de los restantes espectadores, veíamos la comprometida situación del pobre hombre; no pudimos retener la risa para enfado y protesta del otro sector público.
Otra graciosa anécdota recuerdo de una representación del Fausto de Gounod. La escena debía desarrollarse en algún rincón del jardín o parque del protagonista y el fondo de ella se cerraba con una pared blanca en la que se disimulaba un portillo que se vislumbraba sólo por las finas líneas que lo delimitaban. El tenor Fausto expresaba en su sonata sus preocupaciones y afanes y, en particular, su arrebatado amor por la bella Margarita, cuando bruscamente se abrió el mentado portillo que se cerró con igual destemplanza una vez que lo hubo traspasado el malvado Mefistófeles enfundado en un fastuoso traje negro, tocado de un sombrero negro de amplias alas, adornado con plumas negras y provisto de un espadón en el que apoyaba una manaza amenazadora.
Venía a cumplir su misión que, a fuer de demoníaca, consistía en llevar al Dr. Fausto por el camino del mal. El papel del diabólico personaje está a cargo de un bajo que, como suele ocurrir en las óperas, era un mozarrón alto y fuerte que contrasta muchas veces con la esmirriada silueta de alfeñique del tenor. Este contraste, que se corresponde con el que se da en las voces, aguda y penetrante en el último, profunda y oscura la del bajo, se daba en nuestro caso.
Mefistófeles inició su perorata pero el público notó enseguida que tenía dificultades para avanzar hacía el proscenio quizás con la intención de conseguir el beneplácito de los espectadores para sus perversos proyectos. Algo pasaba y pronto pudimos comprobar que en el rápido cierre del portazgo había quedado atrapada la hermosa negra cola que acreditaba su filiación infernal. Cada vez que el aria exigía un paso hacía adelante algo lo impedía y el público llegó a seguir el vaivén del actor con una especie de respiración colectiva que se llegaba a oír quedamente. Por fin, un funcionario que desentonaba en su atuendo del propio de la ópera, pues vestía mono y alpargatas, reabrió el portillo, echó hacia delante la maldita cola y se volvió a sus quehaceres cerrando la pequeña puerta. Más que las risas, que creo que las hubo, se sintió una especie de suspiro colectivo, pero hay que decir que el malvado Mefisto completó su actuación con dignidad, pues bueno es el diablo para salir a flote de un mal paso.
Otra graciosa anécdota recuerdo de una representación del Fausto de Gounod. La escena debía desarrollarse en algún rincón del jardín o parque del protagonista y el fondo de ella se cerraba con una pared blanca en la que se disimulaba un portillo que se vislumbraba sólo por las finas líneas que lo delimitaban. El tenor Fausto expresaba en su sonata sus preocupaciones y afanes y, en particular, su arrebatado amor por la bella Margarita, cuando bruscamente se abrió el mentado portillo que se cerró con igual destemplanza una vez que lo hubo traspasado el malvado Mefistófeles enfundado en un fastuoso traje negro, tocado de un sombrero negro de amplias alas, adornado con plumas negras y provisto de un espadón en el que apoyaba una manaza amenazadora.
Venía a cumplir su misión que, a fuer de demoníaca, consistía en llevar al Dr. Fausto por el camino del mal. El papel del diabólico personaje está a cargo de un bajo que, como suele ocurrir en las óperas, era un mozarrón alto y fuerte que contrasta muchas veces con la esmirriada silueta de alfeñique del tenor. Este contraste, que se corresponde con el que se da en las voces, aguda y penetrante en el último, profunda y oscura la del bajo, se daba en nuestro caso.
Mefistófeles inició su perorata pero el público notó enseguida que tenía dificultades para avanzar hacía el proscenio quizás con la intención de conseguir el beneplácito de los espectadores para sus perversos proyectos. Algo pasaba y pronto pudimos comprobar que en el rápido cierre del portazgo había quedado atrapada la hermosa negra cola que acreditaba su filiación infernal. Cada vez que el aria exigía un paso hacía adelante algo lo impedía y el público llegó a seguir el vaivén del actor con una especie de respiración colectiva que se llegaba a oír quedamente. Por fin, un funcionario que desentonaba en su atuendo del propio de la ópera, pues vestía mono y alpargatas, reabrió el portillo, echó hacia delante la maldita cola y se volvió a sus quehaceres cerrando la pequeña puerta. Más que las risas, que creo que las hubo, se sintió una especie de suspiro colectivo, pero hay que decir que el malvado Mefisto completó su actuación con dignidad, pues bueno es el diablo para salir a flote de un mal paso.
Y, por último, el cine. Pasaba éste por una época de gran esplendor, centrado en Hollywood; nos llegaba multitud de películas sobre los avatares de la alta burguesía norteamericana donde solía haber un príncipe ruso que encubría su condición nobiliaria y se colocaba de mayordomo en la mansión de un magnate adinerado cuya hija se enamora de aquél y…, bueno, al final todo acaba bien; otras veces esta chica un tanto voluble, a punto de casarse con su novio totalmente imbécil, reencuentra a un antiguo novio mucho más apuesto y simpático y bueno…. todo acaba bien al final, etc. etc. Era la época de Carole Lombard, Mirna Loy, Jeane Crawford, Loretta Young entre ellas y William Powell, Charles Laughton, Clark Gable, John Barrymore entre ellos. Por supuesto, además de las películas sobre las visicitudes de las familias norteamericanas de alto standing, inundaban nuestras pantallas las que ensalzaban la conquista del oeste. Hay que ver el partido que los yanquis han sacado a esta parte de su historia de indudable interés pero que me parece poco merecedora de tantos metros de celuloide.
A medida que pasaban los meses se iba acentuando una cierta participación de otras naciones en nuestra Guerra Civil; esto se reflejó en los cines de la zona nacional en los que fueron desapareciendo películas estadounidenses a favor de las alemanas e italianas; las primeras resultaban un tanto pesadotas y siempre afectadas por alguna dosis de propaganda nazi y las segundas eran, en cambio, de tendencia cómica y competían con las españolas de parecido cariz. La incorporación del sonido supuso para el incipiente cine español la de la canción andaluza en muchos casos en la voz de Imperio Argentina, dirigida por el entonces su marido Florian Rey en varios filmes de éxito, en los que actuaba también el gran cómico Miguel Ligero, especializado en papeles de gitano trapacero y embaucador.
Recuerdo los dos cines céntricos de Sevilla, el Pathé y el Llorens, en los que se inició mi afición a las películas que ya he perdido; ambos han desaparecido. En el primero, que estaba en la calle Cuna, cerca de la Campana, vi una primitiva versión de Ben-Hur, todavía en vida de mamá; era, por supuesto, muda pero, como un anticipo del sonido que se incorporó al cine poco después, un ruido de roce de cadenas producido detrás de la pantalla acompañaba la escena de los galeotes remando en la sentina del buque donde estaba esclavizado el protagonista.
Yo frecuentaba más el Llorens, que estaba en el tramo de la calle Rioja entre Tetuán y Sierpes, en el interior de una gran manzana de casas. El cine era pequeño y la existencia de palcos y de un segundo piso o anfiteatro denunciaba que procedía de la adaptación de un teatro o quizás de un café cantante. Para llegar a la sala de proyección había que atravesar dos amplios vestíbulos y en la puerta de separación de ambos se situaba el funcionario que controlaba la entrada de los espectadores.
La sesión empezaba por un noticiario (el famoso NODO), que en diez minutos resumía las noticias importantes de los últimos días; a continuación se proyectaba la película interrumpiendo su pase hacia su mitad con un descanso que los espectadores utilizaban para fumarse un pitillo en los dos vestíbulos mentados; de la puerta que los comunicaba había desaparecido el ya innecesario controlador de entradas. La observación de este hecho me sugirió un sistema para aliviar la parte de mi escaso presupuesto dedicada a espectáculos: no había obstáculo para penetrar en el primer hall desde la calle y había desaparecido el controlador de la puerta entre ambos vestíbulos y, por tanto, en el descanso era fácil entrar sin pagar; así lo hice yo y, visto el éxito, lo repetí más de una docena de veces. Claro es que de esta manera veía primero la segunda parte de la película aunque, como ya entonces se estilaba la sesión continua, yo me quedaba en el vestíbulo y volvía a entrar en la sala para contemplar el NODO y la parte primera del film y me volvía a casa al llegar el nuevo descanso. En el corto camino a San Isidoro recomponía mentalmente lo visto y resolvía las incógnitas surgidas al haber visto la resolución del tema antes que su planteamiento. Era un fallo de mi proceder delictivo que se compensaba con el ahorro. La verdad es que la pequeña estafa, que por primera vez confieso, no me producía ningún remordimiento aunque no persistí mucho en ella quizás porque empecé a sentirme solo ante el peligro de ser descubierto.
Aunque las sesiones de cine o teatro las disfrutaba solo y lo mismo ocurría con las mañanas de lectura en el parque, pronto empezó la formación de la pandilla, algo inevitable cuando acaba la época colegial; de ello os diré algo en las cartas siguientes. De ésta, queridos lectores jóvenes quizás sacaréis la impresión de que para ser tiempos de guerra mi vida en los finales de la década de los treinta no fue mala. Quizás más bien agradable, quizás….
Besos y abrazos de
Rafael
P.D. Me envía José Ramón una nota sobre El Penitente que rectifica y completa lo que os he escrito sobre este curioso personaje. Por su interés la transcribo a continuación:
Recibo la última entrega de la saga familiar y hay en ella una anécdota que merece la pena ampliar: la de El Penitente, capataz de El Cachorro. Lo que cuentas es rigurosamente histórico y la desaparición de El Penitente tiene una explicación sencilla: una vez que estalló el Alzamiento lo detuvieron, juzgaron y condenaron a muerte. El Penitente salvó la vida gracias a la intervención de Armando Herrera, por entonces Hermano Mayor de El Cachorro, quien adujo como gran motivo para el indulto la salvación de las imágenes y la Capilla, que se debía, prácticamente a El Penitente. Éste debió pasar muchos años en la cárcel, porque su reaparición como capataz de la cofradía se produjo en 1967 y a ella tuve la suerte de asistir como testigo presencial.
Como sabes, nuestra salida como nazarenos de El Cachorro se había interrumpido unos años antes. Pero en 1967, Mingo y yo decidimos reanudar nuestra participación en la estación de penitencia,y sacamos nuestras papeletas de sitio que, dada nuestra antigüedad, eran de los llamados cirios de escolta, o sea, las últimas parejas antes del paso. Yo era entonces Director General (de Política científica en el Ministerio de Educación y Ciencia regido por D. Manuel Lora Tamayo nuestro maestro, de José Ramon y mío) y, al llegar a la capilla, el mayordomo, que era entonces Vicente Pueyo, me buscó y me ofreció una vara en la presidencia del paso de Cristo. Allí conocí a El Penitente y allí me contaron su historia: y pude presenciar la emoción de aquel hombre, que se reencontraba con su Cristo, después de muchos años y que lloraba a lágrima viva en cada levantá.
Recuerdo aquella estación como algo verdaderamente único, porque la vivencia de una cofradía de barrio y enormemente popular, desde la presidencia del Cristo, es algo muy singular, y a ello se añadió la circunstancia del reencuentro de El Penitente con su Cristo.
Gracias José Ramón.
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