Querida familia:
Amaneció el sábado 25 de julio. Sevilla estaba tranquila, silente. El general Queipo de Llano había dominado la situación en esta primera semana del alzamiento; los pueblos próximos a la capital estaban también bajo control. En varias ciudades grandes de Andalucía ocurría algo parecido. Granada, Córdoba, Jerez, San Fernando y Cádiz estaban también en manos de los nacionales; de Málaga, por el contrario, venían noticias alarmantes, en tanto que Huelva fue ocupada por los sublevados con cierta facilidad. Pero las noticias que llegaban de los pueblos eran estremecedoras; las turbas rojas habían ocupado los Ayuntamientos desplazando a los izquierdistas más moderados de los cargos municipales y habían cometido numerosos asesinatos de personas de la derecha. Papá, nada más levantarse, me dijo: “me voy a misa, porque hoy es día de Santiago Patrón de España y además quiero rezar por Rafael Arias de Reina ya que estoy seguro de que lo han matado”. Se vistió de prisa y cruzó la calle y entro en la parroquia que no había interrumpido los cultos, aunque la asistencia a ellos se había reducido.
Rafael Arias de Reina era el marido de tía Pilar, prima hermana de papá; creo que el padre de esta era Francisco, el hermano de abuelo que olvidé en una de mis primeras cartas. Tía Pilar era una mujer grande, morena de buena presencia; había tenido tres hijos: José María, Rafael y Carmelita que contaban entonces 19, 16 y 12 años. Tío Rafael era el menor de los cuatro hermanos Arias de Reina, tenía una buena posición económica aunque afectada en aquellos días por la grave crisis del capitalismo agrícola que se extendía por toda Andalucía. Creo poder asignarle la categoría de cacique del pueblo; quizás este “cargo” debería ser desempeñado por su hermano mayor Romualdo, ganadero de reses bravas y poseedor de una gran fortuna. Pero Romualdo había muerto el invierno anterior y como en su matrimonio con Teresa Zayas no hubo hijos pasó el testigo a Rafael el más adecuado de los hermanos para desempeñar la función caciquil. Tampoco tuvieron descendencia los otros dos hermanos, Antonio que fue nombrado alcalde cuando las tropas de Queipo ocuparon Arahal y Mariano dedicado casi exclusivamente al trasiego de alcohol, que era la “oveja negra” de la familia. Dolores, única hermana de Teresa, casada con su primo Pepe Zayas, tampoco tuvo hijos. Por ello a mis primos Arias de Reina Pérez se los rifaban toda su familia.
Rememorando en estos días los primeros acontecimientos de nuestra guerra civil, pienso en si alguno de vosotros, mis queridos lectores de la segunda y tercera generación, ha reflexionado alguna vez en las profundas diferencias entre este tipo de contienda armada y las guerras entre dos naciones o grupos de ellas. Estas conservan en sus comienzos algunos rasgos de la cortesía y consideración con que deberíamos tratarnos los hombres siempre, aún en los momentos más difíciles para la convivencia. Comienzan estos conflictos con una declaración formal del estado de guerra, un aviso previo al comienzo de las hostilidades; ello conlleva el cierre de las embajadas correspondientes y el abandono del personal diplomático que prestaba sus servicios en los países desde entonces enemigos. Todo esto se realiza con toda clase de miramientos y los embajadores, tras encomendar a algún colega de un país neutral los asuntos que quedan pendientes, se trasladan a la frontera o al aeropuerto sin que haya lugar para ningún incidente. La frontera se transforma en frente y comienza el juego de intentar el desplazamiento de este. Pero los que quedan a cada lado de este tienen los mismos propósitos, están unidos por el patriotismo que, en estos trances, resurge con fuerza.
Pero en las guerras civiles todo es diferente; comienzan sin avisar y sin dar cuenta al enemigo de las intenciones y propósitos y, sobre todo, los partidarios de uno y otro bando están al comienzo mezclados, ocupan las mismas ciudades y pueblos, no hay límites iniciales que separen a unos de otros; la confusión es grande, los contendientes de ambas partes ocupan el mismo espacio geográfico y los odios, traiciones y venganzas personales se mezclan sangrientamente con los afanes de imponer una idea política. Así ocurrió en España en las guerras carlistas del XIX y en nuestra guerra civil del 36-39.
A pesar de que Andalucía estaba muy escorada a la izquierda, el arrojo y la decisión de un grupo de militares llevó al triunfo del alzamiento en el cordón de ciudades que va de Granada a Cádiz como ya hemos recordado. Una vez dominadas las ciudades era preciso ampliar la zona sometida a los pueblos en la mayoría de los cuales las turbas rojas se habían hecho con el poder ante la indecisión, la escasez o la ausencia de fuerzas del orden. A partir del 22 o 23 se organizaron en Sevilla columnas militarizadas que llegaban a los pueblos, imponían el orden, nombraban nuevas autoridades municipales, reforzaban los pequeños destacamentos de la Guardia Civil, etc. y, lo que resulta curioso e incluso asombroso volvían al atardecer a Sevilla para repetir, al día siguiente, el mismo proceso en otros pueblos. Esta manera de actuar daba a la guerra de los primeros días un tinte pintoresco propio de una película norteamericana de la serie B para consumos de los forofos de la televisión.
Como os dije en la carta anterior, Maruja y yo insistíamos en salir a la calle y papá, tras cierta resistencia, accedió a que diéramos los tres un breve paseo. Las calles estaban desiertas y las pocas personas con las que nos tropezábamos llevaban un paso acelerado, sin detenerse nunca, como el que va a solventar un encargo urgente; nada parecido al deambular reposado de una tarde festiva y veraniega. Tras atravesar la plaza de San Francisco asimismo solitaria llegamos a la plaza Nueva en la que un grupo poco numeroso de personas escuchaba las marchas militares y los pasodobles que interpretaba la banda de alguno de los regimientos radicados en Sevilla. Presentimos que la gente allí estacionada esperaba algo y pronto se extendieron rumores que dieron forma a esta espera. Los silencios entre cada dos números musicales eran profundos, absolutos, no había tráfico rodado. Pero al cabo de un rato uno de estos silencios se vio interrumpido por unos intensos ruidos de motores con algunos gritos; la música se detuvo y desembocó desde Avenida la columna del día que acababa de liberar no se si uno o más pueblos. No se en que momento papá supo que las tropas regresaban de Arahal.
La columna se iniciaba con un coche donde iban los mandos, seguían varias camionetas con soldados que, en una de ellas, pertenecían a la Legión, algún vehículo con guardias civiles y al final muchos coches privados con los voluntarios que se habían incorporado al convoy armado. Había coches de falangistas con sus camisas azules y pantalones negros, de requetés tocados con sus boinas rojas, y varios otros tripulados por jóvenes cuyo único distintivo militar era un correaje sobre sus camisas polvorientas y sudadas. En uno de estos iba Rafael Salvador, primo segundo de papá con otros dos jóvenes. Como la columna marchaba despacio, papá logró que se detuviera el coche de su primo el cual le confirmó que venían de Arahal y ante la pregunta de papá sobre tío Rafael Arias de Reina, contestó: “Muerto, horrible, espantoso, vente a casa y te cuento”. Terminó la columna su desfile, se disolvió el grupo de espectadores y nosotros tres nos encaminamos a la casa de Rafael Salvador, que estaba cerca.
Un inciso para presentaros a una parte más de la familia del abuelo Rafael. Tío Pedro Salvador, al que recuerdo vagamente como un hombre pequeñito, delgado, muy hablador y muy simpático era primo hermano de abuelo con el que estaba muy unido no solo familiarmente sino también en algunas actividades económicas. Ambos fueron conjuntamente dueños de “La Capitana” y de la ganadería de reses bravas que se criaba en ella; se la vendieron a Juan Belmonte y no fueron los Herrera los que realizaron esta transacción, aunque si fueron estos los que descubrieron y promocionaron al célebre matador. Esta rectificación se la debo y agradezco a Enrique y a Paco, aficionados a exhumar noticias viejas de papeles viejos depositados en archivos polvorientos y no confían solo en una memoria vieja como, imprudentemente hago yo. Por cierto que ambos hermano y primo me recuerdan que en el famoso diccionario Espasa como ilustración del término “toro” figura una foto de la faena de herrar un becerro; las cuatro personas que atienden el caso, tocados todos con sombreros de ala ancha son: abuelo, tío Pedro Salvador, papá y tío Rafael.
Tío Pedro era padre de dos hijas y tres hijos: Maria Teresa ingresó en un convento y tengo entendido que alcanzó un cargo prominente en la Orden religiosa correspondiente; tía Amparo era una mujer bella y simpatiquísima con la que tuvimos mucha relación; casó con tío Manolo Fernández, un señor mucho mayor que ella, serio y acaudalado; vivían en un enorme edificio en la plaza del Duque, gran parte del cual ocupaban los almacenes y tiendas que explotaba el tío. Según me contó papá, este había comprado varias casas antiguas del barrio de Santa Cruz, casas de patio y fachadas moriscas, sitas en esos callejones estrechos cuyo delicioso recorrido en tardes primaverales recuerdo con emoción. Tío Manolo Fernández había hecho obras en estas casas para mejorar su habitabilidad pero respetando religiosamente todos los detalles pintorescos y típicos de las mismas, lo que los sevillanos han de agradecer. Los diez hijos de tía Amparo y tío Manolo fueron amigos nuestros y esta amistad se manifestó sobre todo en alguno de los veraneos en La Jara.
De los tres varones hijos de tío Pedro: Manolo, Rafael y Leopoldo recuerdo que el segundo, que era en las fechas que estoy rememorando, el único que permanecía soltero; difería de sus hermanos, hombres serios y formales; en su afición a las juergas y jaranas. El y sus amigos eran los clásicos señoritos sevillanos mirados con buenos ojos, y a veces con discretas tentativas por el mujerío en edad de merecer; ellos pueden ser más bien superficiales pero, cuando las circunstancias aprietan, son los primeros en “dar el callo”. Y así ocurrió con Rafael Salvador que fue uno de los voluntarios de la primera hora del “Glorioso Movimiento Nacional”.
Accedimos a casa de Rafael y pasamos a un salón bellamente amueblado donde charlaban media docena de hombres jóvenes entre los que estaban los dos o tres voluntarios a los que acabábamos de ver en la plaza. Una señora se llevó a Maruja a la tertulia femenina reunida en otra sala. Los voluntarios fueron pasando sucesivamente durante la charla que siguió a un cuarto de baño próximo del que salían limpios y relucientes transformados de nuevo en ciudadanos normales. Vuelvo a subrayar las curiosas características de esta guerra en sus primeras jornadas. A la guerra se iba de día y al anochecer los soldados volvían a sus cuarteles y los voluntarios a sus casas; pero como la guerra además de una actividad sangrienta y dolorosa es también sucia había que tomar un buen baño antes de sacar las copitas de manzanilla o fino previas a la cena que no se diferenciaba de la de los tiempos de paz. Al día siguiente había que hacer la transformación inversa de ciudadano en combatiente y dedicar la jornada a la acción bélica.
Los voluntarios nos contaron los terribles hechos ocurridos en el pueblo de mi abuelo; su relato figura en mis recuerdos en la forma que sigue. La izquierda más extrema de Arahal ocupó el Ayuntamiento y decidió encarcelar a los derechistas más conspicuos del pueblo; el primero que seleccionaron fue Rafael Arias de Reina que se había encerrado en su domicilio con su mujer, sus dos hijos más pequeños y las muchachas de servicio; también les acompañaba una especie de guardaespaldas que había seleccionado entre los campesinos que trabajaban en sus tierras Los compañeros de éste le apodaban “el Rey” y era absolutamente fiel a su señor. Mi primo José María acompañaba a su tía Teresa Zayas que vivía en su finca a corta distancia del pueblo. La horda armada que se formó equipada con escopetas, hachas, guadañas, etc. se plantó ante la casa del tío con intención de apresarlo. No sé si tío Rafael y “el Rey “ hicieron algún disparo de escopeta o pistola con ánimo disuasorio y si los atacantes contestaron de igual manera pero, al fin, uno y otros pactaron que el tío se entregara con la promesa de que respetarían su vida; no fue así y en cuanto Rafael pisó la calle fue abatido a tiros de escopeta y muerto.
Los rojos continuaron su tarea atrapando a significados derechistas del pueblo que en número de 23 fueron encarcelados en un calabozo que el Ayuntamiento tenía en su piso bajo; entre estos presos había una sola mujer, Teresa Zayas, que había sido capturada en su finca junto a su sobrino José María; su hermano Rafael, como dije era un chico de 16 años fue también encarcelado como también el párroco de la iglesia de Santa Maria Magdalena. Algunas otras personas tuvieron más suerte. Antonio hermano de tío Rafael, fue buscado y no hallado. Un grupo se encaminó a la casa de Pepe y Dolores Zayas pero en su puerta encontraron a un correligionario suyo que, escopeta en ristre, les comunicó que “a don José y a doña Dolores no se les toca sin matarme a mi primero”. El matrimonio recogía así el agradecimiento de alguno de los muchos a los que había ayudado; varios hechos parecidos se produjeron en otros lugares.
Estos hechos ocurrían muy poco antes de que la columna de Queipo fuera avistada por la carretera de Sevilla. Pero antes de su llegada un monstruoso criminal (o quizás una, como alguien dijo) arrojó por la ventanilla del calabozo un bidón de gasolina y cerillas encendidas. Las llamas que se produjeron prendieron en las ropas de los encarcelados y cuando la columna entró en la plaza los desgarradores lamentos de los que ardían llenaban el ambiente. El desconcierto fue total pues nadie sabía quien era el depositario de la llave del gran portalón de hierro del local carcelario. Me contaron que uno de los oficiales de la tropa nacional tuvo un ataque de locura y empezó a disparar en todos los sentidos teniendo que ser reducido y atado a un árbol. Por fin, un forzudo sargento legionario consiguió un hacha y logró destrozar la cerradura. Muchos de los presos ya habían fallecido; otros agonizaban dolorosamente y murieron en su traslado a hospitales o ya en estos. El único superviviente fue el cura que estaba junto a alguien más, en el pequeño retrete que ocupaba una esquina del local; instintivamente introdujo la cabeza en la taza del water y ello le salvó. El buen sacerdote se repuso lentamente y al cabo de algún tiempo volvió a hacerse cargo de su parroquia; no obstante, no sanó nunca del todo y parece que en más de una ocasión, al pronunciar la plática dominical, enmudecía de repente, pedía perdón a los fieles concurrentes y abandonaba el púlpito agobiado por sus recuerdos . En esta acción criminal perecieron mis primos José María y Rafael, este último casi un niño; de todos los crímenes de nuestra guerra civil no conozco ninguno tan brutal. La represalia por parte de las tropas no se hizo esperar y parece que todos los que fueron encontrados con armas fueron fusilados; Entre ellos estaban los dos hermanos más jóvenes de Ascensión, la muchacha de mis abuelos; de aquí el carácter taciturno y tristón con el que recuerdo a esta mujer como os dije en una carta anterior.
Tras escuchar el trágico relato de los sucesos de Arahal, papá, Maruja y yo regresamos entristecidos y silenciosos por las calles casi desiertas de una Sevilla que entraba en la noche sumida en el dolor que se iba extendiendo a medida que se iban conociendo, a través de la radio, este y otros aconteceres luctuosos de los pueblos.
Para completar estos recuerdos personales de los primeros momentos de nuestra guerra civil voy a comentaros dos o tres hechos que atañen sólo a nuestra familia y allegados. Ascensión tenía otro hermano, el mayor de los tres que, al parecer no había tomado parte activa en los hechos quizás porque su condición de casado y padre de dos niños le aconsejaba no participar en los mismos; pero la muerte de sus hermanos y su pertenencia a un sindicato le hicieron temer por su vida; presa del pánico decidió marcharse a Sevilla y que allí su hermana le ayudara a esconderse por unos días. Tras un par de jornadas para recorrer a pié la distancia entre pueblo y capital se presentó en casa y expuso a Ascensión su situación; esta sabía que el corazón de tía Salud era más blando que la miga de pan habló con ella que expuso el tema a los abuelos y a papá. Entre todos decidieron que se quedara en casa ocupando la pequeña habitación anexa a la parte de la cochera que había sido cuadra y que mencioné en su día; había allí un camastro que a veces utilizó Manué. Ascensión se ocupó de que no le faltara comida y el hombre permaneció allí varios días hasta que decidió regresar al pueblo.
En los últimos días de julio aparecieron en casa tía Pilar y Carmelita; no podían soportar la vida en Arahal y venían a refugiarse en la capital. Mis abuelos con la generosidad y capacidad de acogida que les caracterizaban decidieron darles cobijo habilitándose para ello uno de los cuartos de la galería del fondo. Permanecieron con nosotros una temporada; más tarde adquirió tía Pilar un piso donde vivió largos años hasta su muerte. Carmelita también vivió, se casó y murió en Sevilla donde residen sus descendientes.
“El Rey” no podía olvidar la muerte de su señor y pensó que estaba obligado él mismo a realizar un acto de justicia que constituyera la reparación del crimen. Acechó a un conocido izquierdista del pueblo que, según me contaron, era hombre pacífico y moderado que no había participado en los luctuosos hechos; le obligó a seguirle con amenazas. Llegaron a las afueras del pueblo y “el Rey” manifestó a su prisionero que tenía que desagraviar a tío Rafael y seguidamente disparó sobre él varios tiros de escopeta que acabaron con su vida.
Una preocupación más hacía presa en mis abuelos: no sabía nada de sus hijo Rafael y familia a quienes había sorprendido el alzamiento en San Sebastián donde pasaban el verano; estaban, pues, en la “zona roja”.
Pero ya seguiremos en la carta próxima en la que quiero detenerme en como abuelo y abuela practicaron en grado máximo el viejo precepto evangélico de “dar posada al peregrino”; quiero contribuir a que los que no los conocisteis admireis y aprecieis la ilimitada generosidad de aquellos antepasados de todos nosotros.
Besos y abrazos de
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