miércoles, 5 de octubre de 2011

Carta XVII


Querida familia:


Mi primer contacto con la política en su vertiente electoral se produjo con motivo de los comicios de 1933. Mi afición a las elecciones y, en particular, a las estadísticas electorales es muy antigua y mi mujer dice que no se explica cómo he podido soportar cuarenta años, los del franquismo, sin poder satisfacerla.


Es sabido que la Monarquía cayó a raíz de unas elecciones municipales que dieron el triunfo a los republicanos en la mayoría de las capitales de provincia y otras ciudades grandes, aunque no en el conjunto del país. El primer Gobierno de la República convocó de inmediato elecciones a Cortes constituyentes que dieron un triunfo arrollador a los republicanos, en especial de izquierda.

Uno de los problemas nacionales que venía planteado desde hacía años era el de la concesión del voto a la mujer. Ésta no podía elegir aunque sí ser elegida y en los Parlamentos de entonces siempre figuraban tres o cuatro féminas, siempre también escoradas a la izquierda. Dada esta situación, la mayoría de las mujeres se despreocupaba del tema y no se metía en averiguar por qué se votaba, para qué se votaba y qué consecuencias tenían los resultados electorales en su rutina diaria. Esto estaba tanto más extendido cuanto más se bajaba en la escala social y educacional. Por ello, cuando las Cortes dieron carpetazo al machismo electoral, los partidos se vieron en la necesidad de concienciar a este nuevo cincuenta por ciento del electorado que, hasta entonces, no había pensado en un tema en el que no podía intervenir. Pienso que un sector importante del voto femenil estaba en lo que papá llamaba sociedad heril, muy extensa por entonces. Las sirvientas podían obedecer a influencias familiares llegadas de sus pueblos y votar a la izquierda o sentirse obligadas a sus señores que las trataban bien y daban cierta estabilidad a sus vidas y votar a la derecha, pero, en general, no discernían entre ambas y menos entre los diversos matices de una y otra que daban lugar a una profusión de candidaturas.

Tía Salud, con la intuición que la caracterizaba, comprendía que, para conseguir el voto favorable de las muchachas de servir, había que darles en mano la papeleta y acompañarlas a ejercer su nuevo derecho. No se fiaba de que dos ancianas sirvientas de sus suegros optaran por quedarse en casa porque aquello ni les iba ni les venía. Y decidió escoltarlas para que ejercieran su voto en la calle Arfe donde les correspondía. Pero como no había hombre que las acompañara, pues el único posible, papá, estaba inmerso en otros deberes electorales, me ofrecí como paladín a respaldarlas y así fuimos, una señora joven y guapa, un jovenzuelo y dos ancianas modestas y venerables a hacer valer el derecho de éstas. Que les fue discutido hoscamente por los representantes de la izquierda de la mesa electoral que se olían la tostada al ver que tía Salud no votaba allí e iba sólo a fiscalizar lo que hacían las ancianas; al fin, cedieron ante la presentación de la impecable documentación personal aportada.

En todos los países medianamente civilizados y que presumen de demócratas, los Gobiernos y los Parlamentos se devanan los sesos para encontrar un sistema electoral justo, es decir, un sistema en el que la traducción del número de votos emitidos a favor de cada candidatura o candidato en escaños asignados refleje con exactitud las preferencias de los votantes. Pero no se ha encontrado una solución única, válida e incontrovertible para este problema y Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia, nuestra España, etc. optan, cada una, por una fórmula diferente. Ya conocéis la nuestra; aplicar la regla D’Hont (un profesor universitario belga) que favorece a las mayorías y tiende a evitar la representación de muchos partidos pequeños; pero, en nuestro caso, han quedado beneficiados los partidos que sólo se presentan en una región o autonomía, o sea, los nacionalismos periféricos.

En tiempos de la Segunda República el sistema era diferente. En primer lugar, había que delimitar el distrito electoral y se eligió para ello la provincia. Creo que la división de España en 49 provincias (luego 50 por el desdoblamiento de Canarias) data de mediados del XIX y que se realizó precisando los límites con la inevitable arbitrariedad; de entonces parecen proceder los curiosos enclaves de unas provincias en otras como el Condado de Treviño, tierra burgalesa situada en Álava que sigue suscitando disputas en los días actuales y el rincón de Ademuz, tierra valenciana fuera de Valencia que no plantea problemas porque, que yo sepa, nadie va nunca a Ademuz y los naturales de este pueblo no sienten ganas de moverse de él. Y como último ejemplo citaré Petilla de Aragón, trocito territorial zaragozano enclavado en Huesca; posiblemente un legislador bienhumorado quiso provocar la disputa sobre la paternidad del insigne don Santiago Ramón y Cajal, nacido allí, entre los naturales de las dos provincias aragonesas afamados por su testarudez.

La identificación entre provincia y distrito electoral tenía cuatro excepciones; Madrid, Barcelona, Valencia y Sevilla. Es decir, cuando la capital provincial superaba los 100.000 habitantes formaba, con algunos pueblos próximos, distrito aparte del que abarcaba el resto de la provincia. El número de diputados por circunscripción era, como es lógico, proporcional al número de electores y a Sevilla le correspondían seis por la capital y diez por la provincia; estos números son prueba del predominio rural que tenía todavía la población española. Para asegurar que más de una fuerza política estuviese representada, cada elector sólo podía votar a un máximo del ochenta por ciento de las plazas en liza. Según esto, en Sevilla capital las candidaturas tenían cuatro nombres y salían cuatro diputados por la mayoría y dos por la minoría; en la provincia, los números correspondientes eran ocho y dos.

Por otra parte, a diferencia de lo que está ahora en vigor, las listas no eran cerradas y cualquier votante podía sustituir en su papeleta a un candidato por otro que tuviera análoga condición en otra lista; ya me he referido a esto al comentar el cómico incidente entre los cuñados Tello y Graciani. Como había muchos electores que hacian uso de este derecho, se producía a veces algún resultado inesperado sobre todo cuando dos fuerzas políticas tenían apoyos numéricos parecidos.

Otro punto importante era la formación de coaliciones, las cuales. al sumar los votos de dos o más partidos. podían conseguir la mayoría con más facilidad. Así, en las elecciones de 1931, la coalición republicano-socialista consiguió una amplia mayoría en Sevilla capital y todos los diputados en la provincia, es decir, el copo según expresión de la época. La derecha, aún hundida tras el mazazo del cambio de régimen y sin tiempo para reorganizarse, obtuvo resultados muy pobres. La influencia de las coaliciones en los resultados electorales ha sido bien estudiada por los historiadores y fue muy importante en los casos de Sevilla capital y provincia; así, en las elecciones de 1933, la coalición de derechas logró diez de los dieciséis diputados que sumaban ambas circunscripciones, ya que los republicanos de izquierda, socialistas y comunistas, presentaron candidaturas separadas. El partido de AP contaba en Sevilla con la ayuda fiel de la Comunión tradicionalista, que había adquirido cierta fuerza en nuestra ciudad bajo la hábil dirección de su jefe nacional don Manuel Fal Conde, sevillano y radicado en nuestra ciudad. A este grupo político pertenecían varios miembros de la familia de mamá y uno de ellos, Josele, el segundo varón del tío Perico, pensó en la posibilidad de que yo me incorporara a la rama juvenil de la Comunión puede que alentado por el éxito de mi conversión de bético en sevillista conseguida por él algunos años antes como ya sabéis. Me parece que yo me encontraba más a gusto en la ideología de mi padre, derechista pero más abierta que aquella. No estaba yo convencido de que para España hubiera sido mejor mantener la ley que prohibía el acceso a la corona real a las mujeres y que había que partirse el pecho por los descendientes de don Carlos, el hermano de Fernando VII. Sin embargo, Josele consiguió llevarme a la reunión anual que celebraban los tradicionalistas en la finca Quintillo, propiedad de uno de ellos, que adoptaba la forma de fiesta campera con misa, discursos y abundante comida y bebida; en fin, me lo pasé muy bien, como se dice ahora, pero no cambié de camiseta política. En honor de la verdad, hay que decir que los carlistas sevillanos, aunque no eran muchos, constituían un grupo compacto y fiel a sus principios como lo demostró en la Guerra Civil.

Cuando llegaron las elecciones de febrero de 1936, un compañero de curso, Federico de León y Arias de Saavedra y yo decidimos colaborar con los Buenos arrancando de las paredes de los edificios los carteles propagandísticos de la izquierda; no fueron muchos los que cayeron pues nuestra labor no fue del gusto de algunos viandantes y ello nos llevó a emprender rápidas huidas; al cabo de algunas horas volvimos a casa cansados como perros con la satisfacción de haber hecho algo por la patria.

Las consecuencias del triunfo del frente populista en las elecciones no se hicieron esperar. Quizás hubieran sido peores si no hubiese habido que atender a los daños producidos por las inundaciones. Por eso los desórdenes fueron posiblemente más graves en muchos pueblos en los que además las fuerzas de orden público brillaban por su ausencia o se reducían a algunas parejas de la Guardia Civil que no tenían órdenes muy concretas para atajar los desmanes. Varias iglesias fueron quemadas, sus imágenes y objetos de culto profanados y destrozados, algunos casinos frecuentados normalmente por gente de derecha y centro fueron arrasados, varias fincas fueron ocupadas en forma violenta y sus dueños o arrendatarios huyeron.

Muchos de estos desmanes fueron acompañados por el derramamiento de sangre, figurando entre los muertos algunos miembros de las fuerzas del orden. Una parte de la derecha respondió con violencia y la primavera de 1936 fue un auténtico baño de sangre.

Nuestra familia participaba de la inquietud general que, como es lógico, afectaba también al colegio del cual empezaron a desaparecer los padres jesuitas. No obstante, siguieron impartiéndose las clases y el curso terminó con los exámenes de junio en el Instituto como en los años anteriores.

Mis abuelos y sus hijos consideraron que aquel año no era prudente veranear y, por ello, a fines de junio se realizó una mudanza bastante completa al piso bajo. El llamado “despacho del abuelo” se transformó en el dormitorio de él y de abuela; las dos habitaciones del fondo del patio pasaron a ser dormitorios de tía Salud, Maruja y José Ramón, una de ellas, y la otra de Paco, Enrique, Mingo y el Pulga (no he logrado entender cómo cabían las camas de todos en ella). El comedor y la cocina del bajo se acomodaron adecuadamente para que cumpliesen sus funciones propias. Sólo las muchachas del servicio, papá y yo estuvimos exentos de la mudanza por falta de espacio abajo. Ya comprenderéis que para lavarse o bañarse había que subir al principal pero no había otro remedio y, además, ya sabéis que el aseo personal no tenía el carácter obsesivo del que disfruta hoy.

El desorden social se había convertido en caos y el Gobierno se mostraba incapaz de enderezar la situación. Entonces se perpetró el crimen más abyecto y absurdo que pueda imaginarse puesto que fue cometido con el conocimiento, tal vez con el consentimiento y con la complacencia de, al menos, parte del Gobierno. En la madrugada del 13 de julio, un piquete de los guardias de asalto, fuerza estatal de seguridad, detuvo en su domicilio a don José Calvo Sotelo, uno de los jefes más destacados de la oposición derechista y lo asesinaron en el mismo vehículo en que lo transportaban. Sobre la víctima no pesaba ninguna acusación en que pudiera basarse la detención y el hecho de que el crimen fuera cometido por agentes uniformados de las fuerzas estatales de seguridad confiere a este asesinato la categoría de único en la larguísima historia de los crímenes políticos de nuestra doliente humanidad.

La necesidad de que un golpe militar pusiese fin a todo esto era sentida por una gran parte de la población española incluyendo ya a muchos izquierdistas desilusionados. Además, una de las grandes paradojas de la situación era que el levantamiento armado estaba siendo preparado desde hacía meses y esto era vox populi. Y, por tanto, sabido por los que, en pura lógica, debían tratar de evitarlo. Pero también en esto quedaba clara la atonía e incapacidad del Gobierno de turno.

Puede que la ignominiosa muerte de Calvo Sotelo adelantase el estallido del levantamiento militar. El clima bélico del momento se hacía notar incluso en la vida familiar y así tía Salud, con su intuición femenina, en la mañana del 18 cuando apenas se habían difundido algunos rumores sobre la agitación militar en África, nos cosió unos gorritos verdigrises, del tipo usado entonces por la tropa, para que nuestros juegos fueran un remedo de la situación.

Paco, en una extensa carta de la que ya he tomado algún detalle, me cuenta lo siguiente: “Recuerdo que su novio (el de Amparo, la tata de José Ramón) pelando la pava el 18 de julio con ella, nos anunció la sublevación en Sevilla y que aquel día por la tarde iban a comenzar los tiros, como ocurrió efectivamente”.

El 18 de julio era sábado, día entonces plenamente laborable y, en principio, la oficina debería abrirse. Pero el único que apareció, fiel a su muy estricto sentido del deber, fue Lorenzo, que comentó que en el camino recorrido desde su casa apenas se cruzó con dos o tres personas. Papá le recomendó que se volviera y que permaneciera con su mujer y su hijo en espera de los acontecimientos; Lorenzo, tras alguna vacilación, siguió el consejo. A continuación y tras oír algunos ruidos lejanos identificables como disparos, papá decidió que se cerrara el gran portalón de entrada aunque sin correr el cerrojo de la pequeña puerta que se abría en él. También se cerraron los grandes ventanales del piso bajo, aunque recuerdo que uno de los de la oficina se dejó entornado y la pequeña rendija permitía ver parte de la calle San Isidoro. Yo me acercaba de vez en cuando al ventanal, abría algún centímetro más la contraventana y miraba con temor la calle solitaria; papá me acompañaba serio y preocupado. Una de las veces vi, por fin, un ser humano en la calle; era un soldado que portaba el fusil con ambas manos apretándolo sobre su pecho; colgaba de uno de sus brazos una cesta de paja, de las usadas entonces para la compra; de ella sobresalía una barra de pan. El soldado miraba recelosamente a un lado y otro pero no ocurrió nada. Papá lo reconoció como hijo de un coronel de Artillería apellidado Lizaur que vivía cerca y que había pedido el pase a la reserva al promulgarse la famosa ley Azaña mediante la cual este político trataba de desembarazarse de una parte de los jefes y oficiales del Ejército.

Lo más angustioso de aquellas primeras horas de lo que luego sería llamado Movimiento nacional era la falta de noticias. La única posibilidad de conocer algo del desarrollo de los acontecimientos era la radio. Abuelo había adquirido un magnífico aparato de forma de ventana gótica que hacía muchos meses ocupaba un lugar preminente en el cuarto de estar y había sido trasladado al patio para la temporada veraniega; estaba situado entre las mecedoras que solían ocupar las personas mayores. El tamaño descomunal del mamotreto se debía al espacio reservado al altavoz, más de las tres cuartas partes del total, ya que existía la creencia, no sé si justificada, de que de él dependía la perfección del sonido emitido. La radio en las primeras horas del día 18 sólo emitía noticias asegurando que la sublevación estaba dominada y que no pasaba de ser una algarada militar, como lo fue la de 1932, que ya fracasaba en las grandes ciudades, lo cual vino a ser cierto en lo que respecta a las tres mayores Madrid, Barcelona y Valencia, pero no en las que seguían en tamaño Sevilla, Zaragoza, Granada, La Coruña, Oviedo, etc. El triunfalismo del Gobierno que quiso creer que aquello se solventaba a su favor en pocos días y el de los sublevados que esperaban un éxito rápido y más amplio se tradujeron en que ni uno ni otros logró imponerse en aquellos primeros días y en que sobreviniera la Guerra Civil de casi tres años de duración.

Cuando se recuerda lo que pasó en Sevilla aquel 18 de julio se llega a la conclusión de que la audacia, la valentía, la decisión de una sola persona puede cambiar drásticamente el curso de la historia. Así ocurrió con el general Queipo de Llano que en breves horas depuso al entonces Capitán General de la región, General Villabrille, quién rehusó la invitación de unirse al alzamiento, y emprendió y logró la ocupación del Ayuntamiento y del Gobierno Civil. La actitud de los jefes que comandaban los regimientos de Sevilla fue variada, pero los mandos intermedios estuvieron en su mayoría del lado de los sublevados; contó Queipo enseguida con numerosos falangistas, requetés y otros muchos voluntarios logrando pronto el dominio del centro de la ciudad.

Creo que no se ha subrayado lo suficiente un punto clave de lo ocurrido aquél día. El protagonista de él fue el Coronel Antonio Fontán, padre de los citados Manolo y Antonio, que se hallaba retirado por la ley Azaña pero se había puesto de inmediato a las órdenes de Queipo. Sugirió a este la imperiosa necesidad de ocupar la emisora de radio, cortar la comunicación de ésta con el Gobierno y emitir algo que informara y alentara a las muchas personas partidarias del alzamiento.

El mismo Fontán ocupó la emisora sin resistencia e interrumpiendo la transmisión en curso dio un breve e improvisado comunicado en el que se proclamaba el estado de guerra bajo el mando del General Queipo de Llano.

La radio, cuya escucha nos tenía obsesionados, había estado emitiendo sin parar música folklórica sin dar ninguna noticia. Tras las palabras de Fontán volvió la música, que ahora incluía marchas militares y, en particular, Los voluntarios, pieza de una zarzuela antigua propia para el momento. Recuerdo que cuando abuela oyó que el jefe de la sublevación era Queipo exclamó: “¡No me fío nada¡”. En efecto, la fama de hombre voluble del general estaba bastante extendida y se sustentaba en su actitud rebelde en la Dictadura, en la Monarquía y en la República.

Aquella noche los niños dormimos bien pues éramos niños pero los mayores no pegaron ojo pues, además, el silencio nocturno estaba amenizado por el ruido seco de los tiros de los “pacos”; se llamaban entonces así a los francotiradores que se situaban en las azoteas, tejados, torres de las iglesias etc. y disparaban al aire para provocar el desconcierto y la inquietud en los ciudadanos. Papá creía que uno de tales individuos se había alojado en la torre de la iglesia de San Isidoro pues las detonaciones le sonaban cerca. Por eso, no sé si el mismo 19 o algún día después decidió comunicar sus sospechas a cualquier soldado que apareciera por nuestra calle; la ocasión se presentó pronto, un grupo de tres hombres armados cruzaba por delante de casa y papá llamó la atención del que parecía el jefe que vestía de azul y negro, con el atuendo propio de la Falange española. Los otros dos  eran soldados, cuya procedencia rural era clara con solo mirarlos; llamaban al de azul “Falange” porque con toda seguridad desconocían su nombre pero aceptaban su jefatura. El llamado Falange contestó con cierto recelo a la información de  papá que les invitaba a entrar, pero su desconfianza desapareció cuando traspasado el portalón vio alineados delante de la cancela a Rafael, Paco, Enrique, Mingo, El Pulga y José Ramón, en perfecto orden de mayor a menor y dando claras muestras de que no había peligro de caer en una redada. Accedió a pasar, subieron con papá la piso alto, otearon el horizonte y en especial la torre cercana, no sé si hicieron algún disparo y Falange rechazó, en nombre de los tres, la oferta de café o vino que papá les hizo; en esto quizás no requirió la aquiescencia de sus compañeros e impuso su autoridad dictatorial.

El domingo 19 Queipo tenía en su poder todo el centro de la ciudad pero quedaban tres focos de resistencia de los rojos: los barrios de San Bernardo, de San Julián y la Macarena y, por fin, Triana. Queipo los sometió, uno por día, siendo San Bernardo el primero que cayó casi sin resistencia. Como siempre los rojos se ensañaron, en particular, con las iglesias: San Julián, Omnium Sactorum, etc.; en Triana incendiaron la parroquia de Santa Ana, uno de los templos más antiguos y monumentales de Sevilla, y la de la O, destruyendo las imágenes y enseres de la cofradía allí radicada. Un grupo se dirigió a la Capilla del Cachorro con las mismas intenciones de destrucción; pero en la puerta del templo se encontraron con uno de sus correligionarios, conocido por “el penitente” que, escopeta en ristre, les advirtió que tendrían que pasar por encima de su cadáver para atentar a la imagen del Cristo y que alguno pagaría caro si lo intentaba. “El penitente” era “capataz de pasos” y sacaba el Cristo todos los Viernes Santos. Tenía por Él una devoción absoluta que en su ruda mente compaginaba con su rojerío anticlerical cosa nada infrecuente en aquellos (¿y en estos?) tiempos; logró disuadir a sus correligionarios que buscaron otros empeños destructores. “El penitente” desapareció de Sevilla y cuando volvió al cabo de algunos años, las aguas corrían más tranquilas, no fue perseguido y creo que volvió a su buena costumbre de dirigir el recorrido de “El Cachorro” por las calles trianeras y sevillanas.

A los dos o tres días del comienzo del levantamiento contaba ya Queipo con la ayuda de algunas fuerzas del Ejército radicado en Marruecos. Pero, ¿cómo lo logró? El problema era el transporte de ellas de un continente a otro, que era muy difícil de resolver sobre todo por el fracaso del alzamiento en la Marina de guerra que quedó casi por completo del lado del Gobierno.

Y ahora voy a contaros una gesta que no he visto reseñada en ninguna parte ni mencionado el nombre del que participó decisivamente en ella: Manolo Leyva. Los Leyva eran una familia de la burguesía hispalense que tenía cierta amistad con mis abuelos y con papá. Manolo era la “oveja negra” de ella. Le recuerdo como un tipo alto, desgarbado, de tez aceitunada, bastante calvo, vestido con ropas que en tiempos muy lejanos habían tenido un buen corte. Mostraba claramente los síntomas de alguien que pudo haber sido, pero que no tuvo voluntad para serlo. Odiaba el trabajo y, en particular, el sistemático que exige someterse a un horario riguroso y regular. Le repelía levantarse temprano y más aún acostarse a horas decentes. Pero, cosa poco frecuente en aquellos días, se había hecho piloto civil. La aviación no había aún despegado a gran escala y se limitaba a aparatos militares y avionetas deportivas con las que jugueteaban los miembros del Aereoclub. Manolo ofreció sus servicios a las fuerzas nacionales y enseguida pilotó una avioneta que despegó del campo de Tablada, aterrizó en algún lugar del norte de Africa, repostó combustible y cargó a once legionarios y un sargento barbudo que los comandaba, retornando de inmediato a Sevilla. Estos doce aguerridos milites subieron enseguida a una camioneta descubierta que se paseó por el centro de la ciudad y por los barrios ya incorporados al alzamiento y Queipo de Llano pudo anunciar por la radio que “la Legión ya está en Sevilla” para estimular a muchos sevillanos y desanimar a los que aún presentaban resistencia.

Manolo Leyva, según mis recuerdos, repitió alguna vez mas su viaje a Africa transportando legionarios. Pero muy pronto pudo organizarse un convoy marítimo que llevó un importante contingente de tropa desde el entonces Protectorado de Marruecos a los puertos gaditanos. Manolo debió volver a su vida bohemia y recuerdo alguna visita a papá que terminaba con un modesto “sablazo” de dos pesetas que le permitía tomarse un bocadillo. Para que tengáis idea de la insignificancia de la demanda del óbolo, os cuento que meses antes papá me había asignado un estipendio semanal de esa cuantía porque yo ya era algo mayor y tenía que llevar algún dinero en el bolsillo; por cierto que en los primeros meses en que ya disponía de esta asignación personal en cuanto la recibía, los miércoles a media mañana me iba a “El buen gusto”, confitería situada entre Sierpes y Cuna, que respondía muy bien a este nombre, y engullía uno tras otro cinco pasteles de los de entonces entre los que no faltaban un par de “eclairs” de chocolate de doce centímetros de longitud; el importe de la consumición era una peseta y yo regresaba rápidamente a casa para almorzar sin que mi empalagoso aperitivo me quitara las ganas de seguir comiendo. Pasados unos meses Manolo despareció; no volví a saber nada de él.

La primera semana del alzamiento la pasamos encerrados en casa, sin que se nos permitiera ni asomarnos a la calle. Supongo que las muchachas tenían que hacerlo para comprar comestibles porque la vida ordinaria del comer, dormir, lavarse corría silenciosamente al lado de la estruendosa de los tiros, las barricadas, los incendios…, y las muertes violentas.

La radio se convirtió en protagonista de la vida familiar y todos los mayores y yo con ellos estábamos pendientes de ella. Al atardecer venían a casa don José Luis Illanes del Río, que había sido diputado de AP hasta febrero, y su mujer; se habían casado pocas semanas antes, su domicilio era  aún provisional y carecían de radio; desde aquel venían en silencio, pegados a las paredes de las casas y, conteniendo el miedo para conocer los partes radiofónicos emitidos a primeras horas de la noche. El General Queipo de Llano comenzó a dar sus famosas charlas que tanto contribuyeron a levantar el ánimo de los partidarios del alzamiento.

Pero Maruja y yo estábamos ya hartos de estar confinados en casa y le propusimos a papá salir con él a dar un paseo. Papá dudaba… Pero lo que ocurrió es un poco largo de contar y queda para la carta siguiente.

          Besos y abrazos de


                                      Rafael                      

FELICES PASCUAS

Y QUE EN 2011 NO SE PAREZCA EN LO MÁS MÍNIMO A ESTE 2010.

[De la carta original]

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