martes, 19 de abril de 2011

Carta X



Querida familia:

Cuando empezábamos el bachillerato, denominación que se aplicaba entonces a los estudios reglados que se iniciaban una vez cumplidos los diez años y tras un examen de ingreso y que acababan a los dieciséis o diecisiete años si no había ocurrido ningún tropiezo importante, quizás la asignatura que más nos atraía era la Historia. La relación de los acontecimientos que han ido configurando las distintas civilizaciones, desde que el homo sapiens decidió ponerse en pie hasta aquellos años treinta caracterizados por el desarrollo de los muchos descubrimientos técnicos que iban apareciendo: el cine, la radio, los transportes, las vacunas, la cirugía… despertaba nuestro interés infantil. Comprendíamos enseguida que para llegar a conocer la Historia había que estudiar previa o simultáneamente la Geografía, es decir, la descripción del espacio donde aquellos hechos tuvieron lugar, sus montes y sus ríos, sus mares o su falta de ellos, su clima, sus cultivos, su fauna…La Geografía era la parte estática, imperturbable, tranquila, de ese dualismo cuya dimensión dinámica, la Historia iba siempre en progreso, agitada, atropellándose unos hechos a otros, siempre yendo hacia delante; un filósofo moderno habla de “la flecha irreversible del tiempo”. Este misterio de las dualidades que nos envuelven: lo estático y lo dinámico, la Geografía y la Historia, el espacio y el tiempo, la materia y la energía… nunca totalmente desentrañado por el hombre se iba asentando en la mente de un chiquillo de forma todavía borrosa.

Aplicando estas ideas a la historia del clan familiar, antes de referirme a los aconteceres de la década de los treinta, en la cual viví la difícil y fundamental etapa de la adolescencia y la primera juventud, la etapa que conforma toda la existencia humana, voy a dedicar unas páginas a detallar el marco físico de todo ello: la grande, espléndida casa de mis abuelos, la casa de San Isidoro, 24.

Lo primero que quiero decir de la casa de mis abuelos es que era una “casa de patio”. El patio de las grandes casas andaluzas es un espacio vital que caracteriza a nuestras ciudades y pueblos incluso más acusadamente que los propios monumentos tan  profusamente descritos en las numerosas publicaciones sobre nuestra incomparable Andalucía. Porque, aunque Sevilla tenga su Giralda, tiene (¿tenía?) también sus patios con sus palmeras presidiéndolos, sus geranios derramándose por las paredes en cuyas partes más altas se habían encaramado las macetas, sus arcones llenos de cachivaches viejos y de recuerdos, sus jamugas un tanto incómodas, sus mecedoras mucho más adecuadas para descabezar una siesta veraniega y sus muchas macetas. La vista no era el único sentido que se alegraba al entrar en el patio porque para halagar el olfato, el jazmín, que también busca las paredes, competía en olor con otras flores y el oído se sorprendía agradablemente con la delicada e incomprensible melodía del canario o el jilguero o con el canturreo de alguna moza que limpiaba o ponía orden en aquella prodigiosa estancia, ideal para el transcurrir de la vida.

Pues bien, estos monumentos menores, que arropan a los mayores para configurar el atractivo turístico de nuestras ciudades y pueblos, han sido en gran parte asesinados por una picota implacable para poner en su lugar montañas de pisos impersonales, adocenados, quizás cómodos, pero carentes de encanto, al menos para el paseante que quiere en su deambular, rememorar tiempos pretéritos. La humanidad no tiene arreglo en su afán permanente de borrar las huellas del pasado. Hay épocas de destrucción de castillos o de dejar que estos se derrumben y desaparezca el recuerdo de tiempos heroicos y la posibilidad de rememorar in situ las gestas de nuestros antepasados. Hay épocas que acaban con las murallas, so pretexto de las exigencias de la expansión. Desaparecen esas cartas de presentación al viajero que le indicaban que aunque era bien acogido, debía intuir que guardábamos celosamente nuestra intimidad. Hay épocas de hacer desaparecer los monasterios tratando de eliminar el sentir religioso de nuestro pueblo, que ellos se encargan de guardar y transmitir; ni siquiera se respeta entonces el valor artístico de los edificios y sus contenidos. Claro es que la Iglesia, que sobrevive siempre, se ha defendido en buena parte de estos expolios y muchos de sus edificios han tenido mejor suerte que los castillos y murallas. Y hay, por fin, tiempos en los que toca matar los patios y una de sus víctimas fue el de la casa de San Isidoro 24, quizás no uno de los más significativos, pero sí un buen ejemplo digno de mejor suerte.

A los pocos de mis lectores que conocen mal Sevilla (algunos de mis hijos y nietos en particular) les recuerdo que San Isidoro es un calle estrecha que huye del trazado rectilíneo y de la uniformidad en su anchura; comienza en una calle peatonal, Francos, en tiempos muy bulliciosa y hoy, según me dicen, de vida mortecina, y termina abruptamente en la calle Corral del Rey, tras un trozo muy estrecho prohibido al transporte rodado; éste es admitido en la parte central, algo más amplia, y este ensanchamiento permite contemplar con cierta perspectiva la magnífica portada gótica de la parroquia dedicada al santo y sabio obispo hispalense. Frente a ella, ocupando su fachada toda la citada parte más ancha de la calle, estaba la casa de los abuelos con sus siete amplios ventanales entre balcones y “cierros” del piso principal y su gran portalón, de buena madera claveteada, por el que vamos a entrar al severo zaguán y, tras el oportuno campanillazo, se nos abre la cancela y pasamos al patio, el cual, si hemos elegido acertadamente un día de finales de primavera o de comienzos de otoño, es un bullicioso hervidero de vida con los gritos de los niños, las llamadas al orden de tía Salud, siempre cariñosas y alegres, o las más quedas pero más exigentes de la abuela Severiana.

Para poder revivir aquellos años treinta me es indispensable incluiros un plano de la casa de los abuelos. Os dareis cuenta enseguida de que no nací para delineante. El croquis corresponde al piso principal, del cual me ocuparé en la entrega siguiente, y cuando hago referencia al bajo o al alto me valgo del mismo plano utilizando los términos encima de, debajo de.
A= Dormitorio de los abuelos; B= Dormitorio de los niños (Paco, Enrique y Mingo); C= Dormitorio de tía Salud y tío Isidoro; D= 1.- Salón, 2.- Dormitorio de Maruja y José Ramón; E= Dormitorio de papá y mío; F = Escaleras  de acceso al piso alto; G= Vestidor de abuela; H= Cuarto de estar; I= Cuarto de baño;
J= Comedor de tía Salud; K= Galerías; L= Patio; M= Galería chica; N= Patinillo; 0= Pozo; P= Despensa; Q= Cocina;  R= Pasillo; S= 1.- Comedor, 2.- Salón 3.- ¿Dormitorio de huéspedes?; T= 1.- Cuarto de jugar 2.- Dormitorio de huéspedes; U= 1.- dormitorio de huéspedes, 2.- Cuarto de baño; V= -Escalera al piso bajo y cochera; X= Escalera principal; Averiguarlo= “Cierro”; que sois= Balcón; muy listos= Separación de las futuras casas de San Isidoro 22 y San Isidoro 24.

Me gustaría, querida gente joven, que sacárais al leerme una impresión de la diferencia del vivir casero de antes y del de ahora; se disponía de espacios mucho más amplios, las habitaciones eran bastante mayores que las de hoy; así, la habitación de los niños, B, (Paco, Enrique y Mingo) admitía en su pared lateral tres camas nada estrechas y dos mesas de noche. No había armarios empotrados, que son de invención posterior, sino enormes roperos ligados en su estilo al del resto del mobiliario del dormitorio y, en el caso de los comedores, grandísimos aparadores cuya ubicación, en el lugar correspondiente, parecía imposible sin recurrir al milagro. Todas las casas, a partir de cierto nivel social, tenían que tener al menos una habitación, muy poco usada y de obligado respeto por parte de la chiquillería, que concentraba todo aquello que se quería lucir ante las visitas; ya he hecho alguna referencia anterior a estas diferencias entre el ayer y el hoy. Una más era el espacio francamente reducido dedicado a la limpieza corporal ya que ésta no tenía por qué ser diaria en su totalidad; la ablución completa podía ser semanal o quincenal y cuando ya fuimos muchos en la casa se producían colas para acceder al cuarto de baño, I; esto llevó a mis abuelos a la construcción de un segundo en U no recuerdo en que fecha.

El zaguán de entrada a la casa estaba enmarcado, como he dicho, por el portalón claveteado y la cancela, pero además había una puertecita lateral que llevaba directamente a las oficinas y evitaba que aquellos que tenían que acceder a ellas pasaran por el patio familiar. Las oficinas ocupaban los espacios de debajo de D y de J y en el último radicaba la mesa de despacho que usaba papá, ya que abuelo estaba del todo retirado.

En algún rincón de estas oficinas había un pequeño cubículo que encerraba el teléfono. Pienso que Éste, tanto en las oficinas como en los hogares, era relegado a lugares semiocultos como si fuera conveniente esconderlo; por supuesto, eran aparatos colgados a la pared y su uso había de hacerse en pié; no se introdujo hasta algún año después el aparato de mesa que tanto ha contribuido a las inacabables conversaciones entre señoras contándose chismes y “sucedios”. El teléfono cumplía entonces con su auténtica misión de trasmitir mensajes breves y no había degenerado aún hacía un uso inmoderado como ocurrió al poderlo usar sentado.

El patio era mucho mayor de lo que se deduce del espacio cruzado L pues se extendía a las zonas K y M, que en el piso principal eran galerías. Esta parte más exterior estaba dotada de mobiliario poco usado y creo recordar que de adornos en las paredes, en especial de la correspondiente a M, que no tenía huecos y que marcaba el límite con la casa de dña María, una viuda misteriosa a la que creo que nadie había visto y yo desde luego no.

En el vértice inferior izquierdo del patio se abría o,  mejor dicho, se abrió tres o cuatro veces en los doce o trece años que abarca esta parte de mis memorias, una trampilla que daba acceso a un sótano, que también disponía de un par de estrechos ventanucos enrejados a ras del suelo. Nunca bajaba nadie a este local lóbrego y tenebroso del que alguien decía que a través de misteriosos conductos comunicaba subterráneamente con la Catedral y facilitaba la huida de moriscos perseguidos por cristianos o a la inversa, según la época. Nunca me atreví a solicitar permiso para tratar de confirmar esta leyenda, probablemente por miedo a que me fuese concedido; solo me asomé un par de veces y únicamente vi negrura y quizás la sombra de algún mueble desvencijado y podrido.

Al fondo del patio había dos habitaciones, comunicadas entre sí (que corresponden con J y U+F del croquis) que, al llegar nosotros, estaban destinadas a la consulta de tío Isidoro, ginecólogo, marido de tía Salud. Este uso quedó interrumpido como consecuencia de la enfermedad del tío y algo después ambos cuartos se habilitaron como dormitorios de verano de parte de la familia en los inicios de la Guerra Civil. Seguía, debajo de S, el comedor de verano, que cumplía la correspondiente función si no nos íbamos de veraneo o en algún mes anterior o posterior a éste.

Un pasillo comunicaba con la cocina de verano y en él se abría una puerta a una gran despensa, casi un almacén, donde se guardaban alimentos no perecederos, muebles no usados en la correspondiente estación del año, mi bicicleta (que mi padre compró de segunda mano al campeón andaluz Antonio Montes) y muchos cachivaches en uso o desuso. Este local quedaba debajo de la escalera principal de la casa. La puerta tenía muy próximo al suelo un orificio circular llamado “gatera” que proporcionaba a los muchos gatos de la vecindad la posibilidad de echarse a dormir en un lugar oscuro y fresco. Es bien sabido que el gato es un animal taimado y egoísta que no va más que a lo suyo; antes se comía a los ratones pero desde que estos han desaparecido su papel como animal utilitario es nulo. El gato actúa de preferencia con nocturnidad y de día se quita de en medio. Pues bien, cuando la noche caía tras un caluroso día veraniego y el patio asumía un cierto frescor, entraban en él silenciosamente uno o más gatos que atravesando la gatera buscaban un plácido sueño. Yo aprovechaba aquellas tardías horas para competir por una mecedora, divino mueble hoy casi desaparecido, de las que había menos que personas dispuestas a ocuparlas; había que respetar el derecho preferente de las personas mayores y, en la práctica, también el que se arrogaba mi primo el Pulga, gran aficionado a mecerse horas y horas. El plácido duermevela previo a la cama se veía alterado por el inquietante susurro de los gatos que surgían de no se sabe donde y se encaminaban a la despensa.

Pues un buen día decidí acabar con la molesta compañía nocturna; conté con la jubilosa colaboración de los hermanos. Clavamos por dentro en la gatera un saco provisto en su boca de una cuerda con un lazo que al apretarse cerraba el saco. Azuzábamos al gato que llegaba en una inesperada visita diurna y éste intentaba refugiarse en la despensa; cuando creía que entraba en ésta lo hacía en el saco, tapábamos la gatera con algún cachivache y cerrábamos el saco. El gato brincaba y maullaba convertido en una auténtica fiera y el saco era entregado a Eduardo el chofer para que se lo llevara y soltara al bicho en algún lugar lejano. Nunca le hacíamos ningún daño porque éramos niños buenos pero nos quitamos de encima así a dos o tres ejemplares gatunos hasta que a las personas mayores no les pareció bien que continuáramos con el experimento.

Una última habitación de las que rodeaban al patio era el “despacho de abuelo" (situado debajo de la parte derecha de E + F) cuyo nombre no respondía a la realidad porque abuelo ya no despachaba nada a causa de sus años y de su sordera casi total. Papá lo usaba eventualmente según creo para temas no relacionados con la oficina. Yo pude disfrutarla ya en los años cuarenta para estudiar las materias de mi carrera, en particular cuando lo hacía con un compañero de curso, Carlos Rivero y Sánchez Romate, un jerezano ya fallecido, hermano de Teresa, la presidenta del Rayo Vallecano y mujer del conocido y maltratado por el PSOE empresario José María Ruiz Mateos.

El pasillo (debajo de R) al que daba la mencionada despensa conducía a la cocina de verano casi idéntica a la del piso principal y, en ella, creo curioso destacar la existencia del pozo que estaba ya seco y convertido mediante unos tablones en despensa suplementaria como ocurría también en el piso principal. La cocina se abría a un patinillo (debajo de N) a cielo abierto que continuaba con otro (debajo de H) cubierto, que no era utilizado para nada y fue posiblemente patio de la casa nº 22 antes de que ambas 22 y 24 se unieran y prevaleciera el último número. Una escalera, un tanto costrosa y poco usada, permitía acceder al piso principal y una puerta a la cochera que ocupaba, nada menos, que los espacios de debajo de A, B, C y G; no he exagerado, pues, nada, al referirme al tamaño desmesurado de lo que pasó a ser garage.

Reflexionando sobre aquellos viejos tiempos pienso que, en los meses más cálidos, la vida familiar se volvía hacía dentro, se centraba en el patio común que adquiría un enorme protagonismo respecto de las restantes estancias; en él se recataba dicha vida mediante un biombo que cubría la cancela de entrada. Nuestro patio estaba presidido por una enorme palmera embutida en un gran macetón de barro cocido; cuatro plantas menores estaban colocadas en las esquinas de la parte descubierta y, como ya dije, una variedad de muebles, bancos, sillas, jamugas y un gran perchero se distribuía por la parte más externa; en el centro estaban las deliciosas mecedoras. Los azulejos cubrían la parte baja de las paredes quizás hasta la altura de un metro y medio y daban un cierto carácter arábigo al recito. Un gran toldo de lona cubría a nivel de la azotea, la parte central durante las horas en que el sol calentaba; este toldo se desmontaba en la época invernal.

Recuerdo, en especial, la hermosa escalera (vease F) de dos tramos que subía al piso principal. En su rellano estaba un bonito cuadro de San Rafael ovalado y con un complicado y artístico marco. No se ha perdido; por sucesivas herencias pasó a mi poder y luce en el hall de mi piso; durante mucho tiempo he dudado de la calidad de esta pintura hasta que un experto le asignó un notable alto por lo que Alicia decidió que se limpiara y restaurara el algo deteriorado marco y ha quedado muy bonito.

            Subiremos al piso principal en la entrega siguiente para no recargar más esta.

                        Besos y abrazos de

                                                     Rafael

N.b. En las dos últimas entregas he tenido la satisfacción de “subirles la nota” a nuestros antepasados Don Valentín y Don Domingo gracias a la documentación aportada por Enrique. Esta nota se refiere a la familia paterna de la abuela Severiana y se basa en documentos que llevan a una impresión mucho más vagorosa e intrigante; creo que no cabe llegar a valoraciones concluyentes. Resumo algunos puntos que han despertado mi curiosidad:

a)    hay una “declaración testamentaria” de doña Margarita Janer Varea fechada en 1859, madre de don José González Janer y, por tanto, tatarabuela mía. En ella, después de agradecer a Dios por su buena salud y “juicio y entendimiento natural” y expresar muy pormenorizadamente sus acendradas creencias católicas dice que carece de bienes para poder hacer testamento, pero que lo poco que tiene y lo que pudiera corresponderle en el futuro lo deja, a partes iguales, a sus cuatro hijos, el tercero de los cuales era mi bisabuelo José. Parece pues que el marido, don Francisco de Paula González de la Mata (hijo de don Esteban González y doña Paula de la Mata, apellido este último que permite enlazar con la nota de José Ramón que incluí en una carta anterior) no dejó a esta señora en buenas condiciones económicas.
b)    Certificado de matrimonio de don José González, de 19 años, “estudiante legista” y doña Micaela Severiana Ferreira, de 19 años, celebrado el 10 de enero de 1858. Puesto que mi abuela nació en 1867 es de suponer que tuvo hermanos mayores que ella y, al no saberse nada de ellos, puede que murieran en alguna de las epidemias de aquellos años.
c)     Los documentos más singulares y extraños de este grupo estan datados en Rosario de Santa Fe (República Argentina). Hay un certificado de una parte del testamento de don José que comienza así: “No tengo herederos forzosos” (¿¡). A continuación, manifiesta el deseo de que 'El internado', institución que dice fundo él, continúe, tras su muerte su labor a favor de la enseñanza; siguen disposiciones y recomendaciones sobre las personas que deben realizar los trabajos de la citada fundación. Y termina: “No pudiendo continuar este escrito pido a la jurisdicción civil que lo tenga como última voluntad y testamento firme". La fecha es 7 de abril de 1886.
Este documento está acompañado del certificado de inhumación que tuvo lugar el 26 de noviembre de 1886 en el que se dice que es de nacionalidad española, estado casado y profesión profesor y que tenía 48 años. Se dejan sin cubrir los nombres de sus padres. Siguen sellos y firmas diversas que acreditan la veracidad de los datos.
Estos últimos papeles, que creo no invalidan lo dicho antes sobre mi bisabuelo José, parecen confirmar que su vida fue muy azarosa y quizá digna de una novela.

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