lunes, 18 de abril de 2011

Carta IX


Querida familia:

Y después de contaros mis primeros recuerdos de cómo vivía feliz aquella familia sevillana de clase media, aquel matrimonio enamorado que se iba cargando de hijos, el varón mayor de estos de siete u ocho años abre la puerta del chalet, desciende los seis u ocho escalones ya mencionados, da dos pasos más y abre la cancela del jardincito para salir a la calle. Podía hacerlo sin riesgos a pesar de su corta edad porque esta segunda mitad de los años veinte era tranquila y pacífica en la ciudad, aunque quizás estaban ya latentes las inquietudes y desavenencias sociales que, en la década siguiente, dieron lugar a conflictos crecientes, inseguridad en aumento y, por fin, guerra y sangre. Sevilla estaba entonces encandilada con la próxima inauguración de la Exposición Iberoamericana, muchas veces aplazada por las continuas dificultades económicas y que, al fin, tuvo lugar en 1929. No voy a meterme en el espinoso terrero de las críticas acerbas de algunos y de las alabanzas ditirámbicas de otros que la Exposición recibió, según que se ponderaran los enormes gastos que supuso y que dejó en la ruina a los organismos rectores de la ciudad o, por el contrario, el embellecimiento de ésta y las mejoras urbanas y la atracción del turismo internacional que, por entonces, estaba ya en crecimiento.

La seguridad vial a la que me he referido creo que se debía en parte a la acentuada uniformidad de la población del barrio, matrimonios jóvenes de clase media en fase de crecimiento familiar, y también a la escasez del tráfico rodado. El automóvil había empezado a aparecer por las calles sevillanas a principios de siglo pero el número de vehículos de motor era muy reducido y pasaron años para que se resolviera a su favor la competencia con los coches de caballos. Sólo las familias muy pudientes podían permitirse el lujo de comprar un automóvil; además, había que contar con el sueldo del chauffeur (así, en francés se escribía entonces), pues en aquellos tiempos los señoritos no solían aprender a conducir. Una excepción la constituían los muy aficionados a esta tarea que adquirían costosísimos autos descapotables con los que se lanzaban a la aventura de correr a las imposibles velocidades de cincuenta kilómetros por hora por las carreteras de entonces, poco adaptadas para sufrir esos desmanes. Estos precursores de los actuales conductores de bólidos solían vestir caros ternos de la más exquisita lana inglesa y sobre ellos, para evitar su deterioro, un guardapolvo beige o gris.

Ya podéis figuraros que mi tío Paco Herrera fue el primer familiar que tuvo automóvil; un precioso y grande Hudson de color azul pálido en el que yo debí dar algún que otro paseo a juzgar por la bonita foto que tenía hasta hace poco en mi despacho en la que luce en pleno esplendor mostrando además las cabecitas de dos pequeñuelos, Maruja y yo, asomados a la ventanilla trasera. La foto ha desaparecido de mi vista, lo que quiere decir que me la ha aligerado mi hija Macarena, que foto antigua que ve, foto antigua que trinca: bien es verdad que, a veces, la devuelve tras haberla reproducido por algún misterioso procedimiento post-moderno.

El segundo familiar que adquirió automóvil fue mi abuelo que, por supuesto, había disfrutado antes de coche de caballos. Como espero tener ocasión de comentaros, en el piso bajo de la casa de mis abuelos había un local muy grande en forma de L con un enorme portalón y dos grandes ventanales a la calle. Era la cochera que albergaba en su parte exterior dos coches de caballos: el landó, abierto y con capota abatible, propio para el paseo primaveral o veraniego, usado cuando el propietario quería saludar y ser saludado, y la berlina, cerrada e invernal, adecuada para traslados rápidos, para llegar a tiempo a un teatro o a una visita. La parte de la L que se extendía hacía el fondo de la casa era la cuadra donde se alojaban uno o dos briosos corceles; anexa a ésta había una pequeña habitación donde podía pernoctar el cochero. La verdad es que mis recuerdos no alcanzan a los equinos y a los carruajes pero sí al pesebre que permanecía en el fondo cuando ya no ejercía su función y había entrado en la fase de lenta ruina.

El problema de sustituir el coche de caballos por el moderno de gasolina era de fácil solución en lo referente a locales ya que la cochera, que siempre se siguió llamando así y nunca se aludía a ella con el afrancesado apelativo de garaje, era capaz de albergar cuatro automóviles grandes. Pero había que sustituir el cochero por un chauffeur (al que de ahora en adelante llamaremos chofer) y se pensó con ilógica irresponsabilidad, que Manué podía aprender el nuevo oficio. De Manué tengo un vago recuerdo; hombre gordo y coloradote, bonachón y de dicción dificultosa, más propio de campo que de ciudad. No destacaba por sus luces y aunque dominaba aceptablemente a los nobles brutos que tiraban del landó o de la berlina no hubo manera de que este dominio se extendiese a los treinta o cuarenta caballos, ahora de vapor, del nuevo Studebaker del abuelo. Hubo que renunciar a la transformación de Manué y recurrir a otra persona, Eduardo, pequeño, simpático y muy listo que durante varios años condujo el coche del abuelo a satisfacción de sus ocupantes.

Mi padre decidió también comprar un auto. Optó por un Studebaker-Ersrine, que era una segunda marca de la gran firma Studebaker; lo que hoy diríamos un utilitario que se fabricaba para atender a la creciente demanda provinente de la clase media. No había que pensar, por supuesto, en tomar un chofer y papá decidió aprender a conducir. Esta decisión empezaba a no ser infrecuente en la Sevilla de entonces. Pero bien fuera por deficiencias del enseñador o por falta de aptitud del enseñado, papá no sobresalía en la conducción y mi memoria (¡lo siento!) me dice que era considerado como malísimo chofer.

Con imperdonable y aviesa intención alguien me contó lo siguiente: entre las costumbres alimentarias de aquella Sevilla estaba la de consumir pan de Alcalá. Se trataba del fabricado en el pueblo de Alcalá de Guadaira, tan próximo a Sevilla; un pan muy blanco de miga compacta, corteza tostada ligeramente y exquisito sabor, muy apto para cortarlo en lonchas, transformar éstas en tostadas, untarlas de mantequilla o aceite… Este pan llegaba muy de mañana a las calles hispalenses en grandes angarillas que soportaban fornidas mulas de carga. A la hora de abrir los portales y de tomar el desayuno se oía el pregón “al rico pan de Alcalá” y de casi todas las casas salía la cocinera a proveerse de las hogazas que necesitaba la familia.

Pues bien, cuentan que cuando mi padre se ensayaba como conductor iba obsesionado por la posibilidad de chocar con algún árbol u otro obstáculo y si aparecía en su horizonte la mula alcalaína, una especie de atracción maléfica impulsaba al coche contra el bicho, sin que el incipiente conductor pudiera evitarlo; el pan rodaba por la calzada y el mulo salía disparado coceando a diestro y siniestro con acompañamiento de maldiciones múltiples del sufrido mulero. Bien … admito que esto pudo ocurrir una vez pero me niego en redondo a aceptar que mi padre tuviera por costumbre repetir varias veces esta escena como parecía sugerir el malévolo chismoso.

Todas las noticias automovilísticas de la familia acaban aquí. Cuando murió mamá, papá dejó de conducir y al llegar la guerra, mi abuelo, como muchos otros sevillanos, cedió el auto al ejército; este lo devolvió al final de la contienda pero en tal estado que ya no era posible su uso normal.

Padres e hijos teníamos amistad con varias familias del barrio. En el número 7 ó 9 de nuestra calle vivía D. Vicente Gómez Zarzuela, compositor al que se debe la marcha procesional Virgen del Valle; sus hijas, María del Valle y Pilar, de edades parejas a las de Maruja y mía, eran con frecuencia nuestras compañeras de juego. Mas alejada vivía la familia Domínguez, en un chalet muy grande con amplio jardín. Maruja, una de las hijas, mayor que nosotros, era una moza guapetona que ya rozaba la edad del coqueteo; su hermano Antonio, más o menos de mis años, era, por el contrario, escuchimizado y cabezón, de los que ya a su edad prefería siempre un cuento a un juguete y había varios hermanos más, mayores y más pequeños. Otro amigo de papá era el Dr. Rafael Lancha, que regentaba un laboratorio de análisis clínicos y tenía cinco hijas guapas y rozagantes. La tercera de ellas llevaba el poco frecuente nombre de Librada; es curioso que unos sesenta años después de las fechas a que se refieren estos recuerdos, conocí, cuando veraneaba en Comillas, a una hija suya. Más lejos vivía tío Manolo Álvarez-Ossorio con su mujer y su numerosa prole a los que ya he aludido.

Voy a referirme ahora a dos edificios importantes para la vida del barrio: la iglesia y el campo de fútbol. En libros antiguos se menciona la ermita de San Sebastián, mandada construir por San Fernando en las afueras de la ciudad. Con posterioridad, en el siglo XV, se erigió en su lugar el templo actual de tres naves que es un bello ejemplo del estilo ojival; como sabéis, tiene adosada la casita del cura, en su modestia, de encantador aspecto. El largo jardín que conduce a estos edificios acentúa la apariencia deliciosamente pueblerina del conjunto eclesial. En esta iglesia, presidida por la bella imagen de la Virgen de la Pera, en alusión a la fruta que Nuestra Señora sostiene en sus manos, hicimos la primera comunión Maruja y yo y no sé si también Paco, pero en mi mente no ha quedado rastro de estos eventos. Sí, en cambio, de una curiosa anécdota de importancia menor: salimos de oír misa un domingo mis padres, Maruja y yo, cuando el cura, D. José Silva Ortiz, llamó la atención de papá, al que tenía mucho afecto: “Don Domingo, por favor, venga Ud. un momento que le voy a enseñar algo muy curioso”. Pasamos papá y yo de su mano a la salita de estar del cura y éste desenvolvió un pequeño paquete y sacó una especie de cajita metálica de reducidas proporciones que tenía varios botones coloreados; al tocarlos surgieron del artilugio los compases de una pieza musical clásica, lo que, a pesar de algún que otro ruido espúmeo que la acompañaba, resultaba grato y casi milagroso. “Esta hecho, con un mineral, la galena, y se puede oír la música que tocan en otro lugar”, continuó el buen sacerdote, que era un entusiasta de las novedades que la técnica iba aportando. Mi padre y yo participamos de la emoción del cura: la radio daba entonces sus primeros pasos.

Al fondo del barrio, lindando ya con los campos sembrados, estaba el estadio del Real Betis Balompié, el segundo club de fútbol Sevilla. Siento que alguno de mis lectores jóvenes discrepe de lo que digo, pero el Betis es el segundo no sólo por la fecha de su fundación sino también por la calidad media de su juego y el número y categoría de los trofeos conseguidos, Pero… tengo que confesar mis vergüenzas: yo también fui bético. Era lógico, era el equipo de mi barrio y los primeros partidos a los que asistí fueron jugados por el Betis; no recuerdo quién me acompañó porque solo no me dejarían ir y mi padre no tenía la menor afición a este deporte. Recuerdo un partido en el que un fogoso delantero centro del equipo contrario se lanzó furibundo tras el balón, chocó violentamente con Jesús, el portero verdiblanco, y le produjo una sangrienta brecha en la frente; varios asistentes cogieron al pobre Jesús y lo llevaron con rapidez a un hospital porque entonces no había atención médica primaria en las instalaciones deportivas. El fútbol estaba muy lejos de ser como ahora; los jugadores apenas podían subsistir con lo que el club les pagaba y eran, en parte o del todo, auténticos amateur. No cambiaban de club nunca, porque eran de su club, pertenecían a él como se pertenece a una familia. Ya en los años treinta aparecieron las primas, los traspasos, así como otras prácticas que han llevado a éste y a otros deportes a las desorbitadas experiencias económicas de la época actual.

Pero un buen día vino a casa mi primo Josele, cuarto hijo de tío Perico y acérrimo sevillista; no podía comprender mi fidelidad al Betis. Durante unas cuatro horas de deambular ambos por las calles del barrio, esgrimió toda suerte de argumentos para persuadirme de la conveniencia de mi conversión al sevillismo. Encontró en mí una dura resistencia, yo no quería traicionar al barrio; pero él desplegó ante mí todas las maravillas y excelencias del Sevilla Club de Fútbol. Me rendí al fin y, desde entonces, soy un fiel seguidor de éste aunque desde hace muchos años mi tribuna es la butaca frente a la televisión. Desde ella trato de explicarme cómo el Sevilla suele hacer grandes partidos y ganarlos cuando juega con contrincantes de primera fila para después perder ignominiosamente con equipos de menor nivel.

Como hemos dicho ya, los últimos años veinte estuvieron presididos en Sevilla por la Exposición Iberoamericana. Maruja y yo disfrutamos de ella y recuerdo en particular los viajecitos en el tren miniatura que circulaba por el paseo de las Delicias y por una parte del recinto expositivo. De las visitas a los pabellones de los países americanos y de las regiones españolas sólo recuerdo la sala del pabellón de Colombia donde se exhibía una magnífica colección de joyas de oro de origen indio.

Parece que la inquietud social latente en la Sevilla de entonces estaba esperando la clausura de la Exposición para salir abiertamente a la calle. Por aquellas fechas compró mi abuelo una espléndida finca de olivar en Palomares del Río, pueblo muy próximo a Sevilla. Una de las primeras visitas que hicimos a ella fue el 14 de Abril de 1931, un luminoso día de comienzos de primavera. Al regresar ya cerca del barrio vimos una gran masa humana que portaba banderas en las que la franja roja inferior de nuestra enseña nacional había sido sustituida por otra de color morado. La gente vociferaba eslóganes de significado incomprensible para mis casi diez años pero el gesto serio de mi padre expresaba preocupación y quizás pena. Se había proclamado la Segunda República española.

Con cierta frecuencia, el plácido discurrir de los día en Progreso 1 se veía de pronto interrumpido: los niños nos íbamos a vivir durante dos o tres semanas a casa de los abuelos. Con posterioridad, he clasificado estos traslados en dos tipos: o nos afectaban a los cuatro hermanos o solamente a tres y siempre era Paco el que se quedaba con nuestros padres. En este caso, la explicación era fácil. Eran entonces muy frecuentes las epidemias de enfermedades infecciosas que afectaban de preferencia a la población infantil: la viruela ya estaba dominada, la poliomielitis no había avanzado mucho pero no había remedio contra ella, la varicela era un mal menor, como el sarampión, que era recibido con la frase “hay que pasarlo”, plena de resignación, las paperas eran muy temidas ya que se creía que si afectaba a los varones podrían traer secuelas nefastas para la capacidad reproductora de ellos, la difteria era quizás la más temida ya que segaba muchas vidas, como ocurrió con dos hijos de tío Perico, según ya os conté. Mi hermano Paco tenía una especial capacidad para acoger a los malditos bichitos responsables de estos males y puede que estos diminutos enemigos lo seleccionaran como presa más fácil. Él fue el único que pasó la difteria aunque salió victorioso de los ataques bacilares. Cuando Paco ganaba la lucha regresábamos al barrio los demás.

El otro caso en el que la emigración de la Grez (??) infantil era completa se debía a  partos de mi madre, cosa que yo supe muchos años después. Entre los alumbramientos de Mingo y José Ramón, mamá tuvo varios embarazos, todos ellos con final desgraciado: los niños, en algún caso gemelos, murieron al nacer. Cuando volvíamos, mamá se había repuesto algo y la vida seguía.

Un traslado de todos a San Isidoro 24 ocurrió en los primeros días de 1932. Pero esta vez no volvimos al barrio; además, la población emigrante se veía incrementada por una cosita pequeña y blanda, quizás algo debilucha, pero con ganas de vivir; yo no me atrevía a tocarlo y casi regía su proximidad. Algo nuevo había ocurrido, algo trágico… ya os lo contaré.

          Besos y abrazos de

                                                   Rafael

N.b. Me complace testificar a favor de mi antepasado Don Domingo Ferreira y Villapol, al que debo una reparación por haberlo inculpado anteriormente si bien lo fue de manera humorística. Esto se debe a la nota biográfica obtenida por Enrique en sus investigaciones archivísticas.

Don Domingo, nacido en 1816, fue persona de mucho mayor relieve del que se deduce de lo que en su día escribí. Se licenció y doctoró en Medicina y Cirugía. Fue nombrado Catedrático de Obstetricia, Enfermedades de la mujer y niños (1868) y después de Clínica Médica (1873), cátedra que desempeñó hasta su muerte (1884). A las cuatro hijas que ya mencioné hay que añadir un varón, Domingo, que figura en la nota como poeta  (?)

2 comentarios:

  1. Interesante Blog
    DOMINGO, Telesforo, Manuel, Juaquin, sebastian, Francisco de Asis, Cayetano, Jose Mª de los Reyes, Ferreira Villapol nacio el dia 6-1 de 1815, y se bautizo en la Parroquia de San pedro el Real de Sevilla el domingo dia 8-1 de 1815.

    Un saludo.

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  2. Interesante Blog
    DOMINGO, Telesforo, Manuel, Juaquin, sebastian, Francisco de Asis, Cayetano, Jose Mª de los Reyes, Ferreira Villapol nacio el dia 6-1 de 1815, y se bautizo en la Parroquia de San pedro el Real de Sevilla el domingo dia 8-1 de 1815.

    Un saludo.

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