miércoles, 27 de abril de 2011

Carta XII

Querida  Familia:
 
Aunque he mencionado varias veces en las cartas anteriores a los dos hermanos más jóvenes de papá, tío Rafael y tía Salud, creo que es hora de concederles algunas páginas de protagonismo.
 
Pero antes me vais a permitir que incluya en este epistolario una especie de cuento. Aunque no doy un pimiento por la veracidad de alguno de sus detalles, os puedo asegurar que figura con fijeza en mi memoria desde que ésta empezó a almacenar sucesos familiares. Quizás trato de imitar con una osadía imperdonable a ese escritor cuya obra tenemos la obligación de leer aunque puede que alguno no haya cumplido aún este deber. Don Miguel, su autor, tenía a bien intercalar, en su gran obra, historias un tanto ajenas al discurrir de las aventuras de su caballero andante.
 
Muy a principio del siglo XX vivía en Sevilla un gran señor, acaudalado propietario, que lo era, de un extensísimo cortijo no muy alejado de la capital hispalense. Los  retorcidos olivos se expandían por millares en fanegas y fanegas de tierra que formaban una mancha verde oscura que casi rodeaba al pueblo blanco que se calentaba perezosamente al sol implacable de Andalucía. No era nuestro caballero un ejemplar de los que han alimentado la leyenda negra del campo andaluz, ni tampoco sentía preocupaciones sociales respecto de la gente que trabajaba para él. Más bien, lo que le caracterizaba era la indiferencia hacia una fuente importante de su riqueza; prefería la vida de la capital, con sus agradables tertulias, donde se discutía de todo y se maldecía con profusión de los políticos de turno. Su espléndida mansión sevillana era regentada con mano firme por su esposa, que conservaba muy bien su otrora alabada belleza, y en ella crecían varios hijos que habían heredado el buen porte de sus progenitores. Ya era hora de que el mayor, un apuesto galán que ya cultivaba un ligero bozo, tomara parte en las responsabilidades económicas familiares y el gran señor decidió enviarlo, con cierta frecuencia, a revisar los trabajos de la finca.
 
El cortijo tenía, por supuesto, un capataz, hombre fornido y de buen ver, de fidelidad perruna a su señor y colocado por éste a un nivel muy superior al de los restantes trabajadores. De su matrimonio tenía una hija de una belleza singular y de unos modales delicados y gráciles, era ciertamente asombroso que estos hubiesen crecido en el ambiente campesino en que vivía. El encuentro entre el joven rico y la modesta lugareña desencadenó inmediatamente un ardiente amor. El conocimiento de este hecho derivó en terrible enfurecimiento del gran señor, que no estaba dispuesto, por nada del mundo, a consentir en que aquello fuera a más. Una vez amansada su furia, planeó la solución al problema: casar a la chica con uno de los braceros del cortijo, contando con la complicidad de su padre, conseguida tras la asignación de la adecuada dote a cargo del propietario. Y así se hizo para desgracia de los protagonistas del cuento. 

Pero, con perdón, la muerte es a veces oportuna y se llevó pronto a sus lares al jornalero al que parecía haberle tocado la lotería. La bella campesina quedó de nuevo libre, el apuesto galán, que ya había crecido lo suficiente para manifestar fieramente terco sus pretensiones, volvió a la carga y el gran señor tuvo que acceder aunque lo fue a disgusto.
 
El engarce de nuestra chica en la sociedad sevillana tuvo que ser muy difícil, las distintas fracciones de esta sociedad eran, entre sí, impermeables y pasar de una inferior a otra más elevada tropezaba con un fuerte rechazo, sobre todo en el género femenino. Pero parece que nuestra protagonista se valió de su modestia y de su belleza para avanzar en el camino de su aceptación, que debió de ser total en el caso de las tres bellas hijas que produjo el matrimonio.
 
Y este cuento viene a cuento porque tío Rafael se enamoró de la menor que le correspondía con entusiasmo. Pero la muerte disfrazada de tuberculosis segó inoportunamente la vida de ella.

Para mí, tío Rafael, era el miembro más despegado de la familia; creo que gozaba de la predilección de su padre, ya que a ambos los unía su afición a los negocios en los cuales les sonrió el éxito. Supongo que al desdichado desenlace del cuento que os acabo de relatar sucedió una época de desquiciamiento sentimental del tío. Pero, en alguna fecha de los años veinte, conoció a Maruja Mensaque y pronto unieron sus vidas y las radicaron en Madrid a donde le llamaba a él la dirección de la empresa 'Riegos asfálticos', cuyo auge era una consecuencia del desarrollo de los planes de renovación y mejora de nuestra red de carreteras exigido por el aumento acelerado de nuestro parque automovilístico. La dictadura de Primo de Rivera asignó a estos planes generosas partidas presupuestarias y la empresa de mi tío suministró muchísimas toneladas de betún demandadas por las nuevas o renovadas carreteras.
 
La citada empresa mantenía algo así como una delegación para Andalucía en las oficinas del abuelo ya citadas y, por eso, tío Rafael viajaba a Sevilla con alguna frecuencia. Aunque se alojaba en casa de sus padres, siempre venía solo. Algunos años después me di cuenta de que ello era debido a la intransigencia de la abuela en todo lo que afectaba, por así decirlo, a la dignidad y correcta constitución de la familia. Su actitud era ignorar la existencia de aquellos que pertenecían al clan familiar de hecho pero no de derecho. Creo que tía Salud y papá, apoyado éste por mamá, insistían al tío para que regulara civil y eclesiásticamente una situación que iba haciéndose irreversible porque el número de exiliados familiares iba en aumento.

Pero tío Rafael se resistía a la citada regulación. Como típico señorito andaluz, practicaba la norma de no conceder la condición de señora a la que ha consentido antes de serlo, norma que formulé al conocer los avatares vitales de algún que otro amigo de mi padre. No estaba dispuesto a aplicar otra norma, la honrada y decente para estas situaciones: arreglar honestamente un desaguisado del cual uno es el principal responsable. Por fin, no sé si a causa de la insistencia familiar o de la conveniencia de acabar con la muda condena de abuela, se celebró el matrimonio y los cinco miembros del, para nosotros los niños, nuevo grupo familiar, aparecieron en casa, creo que en 1935, y permanecieron en ella dos o tres semanas. No los volvimos a ver hasta ya iniciada la Guerra Civil, cuando pudieron salir de la zona roja.
 
De todos los personajes de la familia que van desfilando por estas hojas, el más entrañable es tía Salud, cuyo cariño y alegría dulcificaron mi difícil y brusca adaptación a una vida sin mi madre. Tía Salud tenía treinta y pocos años cuando desembarcamos en San Isidoro, 24; era de estatura mediana, un poco entrada en carnes, con bello rostro suavemente sonrosado y en el que siempre anidaba un rastro de alegría. Y ello a pesar de que la vida no fue con ella nada generosa; bien pronto la enfermedad de su marido, tío Isidoro, quebró su vida joven. Desde entonces, volcó su enorme capacidad de afecto en las muchas personas de la familia que la rodeaban: sus hijos, sus padres, su hermano (ya me he referido a la predilección mutua de ambos) y sus cinco sobrinos.
 

Tía Salud se casó a principios de los años veinte con tío Isidoro Tello y Tello, médico ginecólogo a quien recuerdo como hombre de muy buena prestancia, alto, muy moreno de pelo y bigote.

Como he hecho en casos anteriores voy a daros una semblanza de la familia Tello, tal como me la dictan mis recuerdos. Ya sé que, en este caso, uno de mis lectores puede dar datos mucho más completos, pero ya conocéis mi preferencia por la visión  personal, aunque siempre estoy abierto a rectificar los posibles errores.

D. Enrique Tello, padre de tío Isidoro, era entonces el ginecólogo más prestigioso de Sevilla y quizás de toda Andalucía. Desempeñaba la Cátedra de Obstetricia y Ginecología de la universidad hispalense; según mis noticias, intervino destacadamente en la introducción en España de la cesárea, operación que como sabéis sirve para traer al mundo a aquellos fetos remisos a asomarse a él de forma espontánea quizás porque prefieren permanecer en el cálido vientre materno y no meterse en aventuras. Mi suegra me contó que D. Enrique había practicado esta operación, quizás por primera vez, a una parienta cercana de ella; esta curiosa circunstancia no puede ser ya objeto de comprobación, como es lógico. D. Enrique estaba casado con una prima suya y tenía seis hijos: Antonio, Carmen, Pepita, Isidoro, Enrique y Manuel; me acuerdo de todos ellos excepto de Enrique, al que no conocí; creo que fue militar y no vivía en Sevilla. La familia habitaba una hermosa casa de patio en la Avenida, justamente enfrente de la puerta de la Catedral por la que entran en ella las cofradías en su desfile procesional. Cuando murió el doctor Tello, su casa se transformó en otra de pisos con la consiguiente desaparición del patio… Uno más.
 
Antonio Tello fue también ginecólogo y atendió a mamá en muchos de sus partos. Tío Antonio era un solitario solterón. Lo recuerdo como una persona un tanto extraña, muy delgado y siempre vistiendo trajes oscuros; creo que tenía cierta fama de ser un tanto fúnebre. Alguien, quizás papá, me contó que tenía a gala preparar los funerales de sus parientes y amigos con la mayor dedicación y esmero. Cuando se producía el óbito, visitaba enseguida al párroco correspondiente para exigirle que el catafalco, que entonces se montaba delante del altar, estuviera cubierto por los mejores paños de terciopelo negro bordados en oro, que los candelabros que rodeaban aquél fueran antiguos y suntuosos y, en fin, pasaba revista a todos los detalles del ceremonial funerario como homenaje al fallecido.
 
De Carmen tengo una vaga imagen de mujer alta, morena, amable y bien parecida. Me acuerdo mucho mejor de su marido, Paco Graciani, hombre ocurrente, simpático y movido, metido siempre en negocios novedosos, si bien poco seguros, algunos de ellos relacionados con la incipiente industria cinematográfica. Paco tenía un grave defecto: era rojo y, por ello discrepaba totalmente de su familia política y, en particular, de su cuñado Antonio, rígidamente serio, católico, monárquico y de derechas. Mi afición a las elecciones y, en particular, al estudio estadístico de las mismas, me lleva a rememorar una divertida anécdota que implica a los dos cuñados y que, a pesar de su nimiedad, quedó fija en el almacén de mis recuerdos. Se iban a celebrar las elecciones constituyentes de 1931; para cubrir las seis plazas de diputados que correspondían al distrito de Sevilla capital se presentaban algo así como una docena de candidatos que iban desde el carquismo monárquico más inflexible hasta el rojerío comunistoide más acentuado. Se sabía de antemano que la mayoría de ellas no tenía la menor opción; entre éstas estaba la del partido republicano federal, que propugnaba para España una especie de asociación de republiquitas que venía a ser parecida al nefasto sistema autonómico actual pero muy exagerado A este partido, de un rojerío más bien suave y no revolucionario, pertenecía Paco Graciani, que figuraba en la correspondiente candidatura. A diferencia de la legislación actual, la entonces vigente no contemplaba listas cerradas y podías sustituir en la candidatura elegida para emitir tu voto algún nombre por otro siempre que éste fuera el de un candidato de otra lista; se solventaban así compromisos familiares o de amistad y, además, se establecían diferencias numéricas entre los miembros de una misma lista, que podían tener influencia en lo que respecta a los candidatos que lograban acta.
 
Paco Graciani, que temía que el número de votos que iba a cosechar no pasaría de unas pocas docenas, rogó a Antonio que tachara de la candidatura derechista que, sin duda, iba a votar el nombre que le suscitara menos simpatía y que pusiera el suyo en su lugar. Antonio le prometió que así lo haría ¡faltaría más! ¿Cómo iba a dejar de contribuir al triunfo político de su querido cuñado? Ni que decir tiene que Antonio no alteró su papeleta de votación. Pero cuando se realizó el escrutinio en el colegio electoral situado en unas mugrientas dependencias municipales de la calle Arfe se contabilizaron sólo cuatro votos a favor de Paco. Antonio se lamentaba: "¿Pero cómo voy a convencer a Paco de que le voté si tiene que saber los nombres y apellidos de los tres amigos que sumaron su voto al que él emitió?" No creo que la cuestión terminara en drama pues Paco nunca se tomó en serio su porvenir político.
 
Pepita Tello era un personaje singular. Muy alta y contundente, vestida siempre con una especie de túnica negra o gris oscura, sin permitirse el más mínimo afeite ni tampoco ningún discreto adorno, era ciertamente una mujer muy buena; pero, además de serlo, oficiaba como tal, ser buena era su profesión. Soltera y monjil, Pepita la buena tenía la ingenua pretensión de que la Divina Providencia la utilizaba con frecuencia como vehículo pera hacer ver al género humano sus supremos designios y, con la mayor inocencia, relataba estas intervenciones milagrosas de las que el más allá le hacía partícipe.
 
Manolo, el menor de los hermanos Tello, era considerado en la familia como algo tarambana y poco aficionado a dedicarse a un trabajo regular. Era un muchachote grandón y buenazo al que volveremos a ver en una carta próxima.
 
Una vez presentados los personajes, sus ambientes familiares y los lugares que me rodearon en la segunda década de mi existencia, me toca describiros cómo fue mi llegada a San Isidoro 24 y los que fueron los peores momentos de mi vida. Esto queda pendiente para la próxima carta.
    

                    Besos y abrazos de
                                                         Rafael

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