miércoles, 20 de abril de 2011

Carta XI

Querida Familia:

Subamos hoy la escalera principal de San Isidoro 24, recemos una breve jaculatoria a San Rafael, patrono de los viajeros, que por entonces le daban poco trabajo porque apenas se viajaba y, al llegar arriba tiremos del cordoncillo atado a la campanilla para que alguien nos abra la cancela del piso principal; nunca me expliqué la necesidad de que existiera ésta.

Accedemos a una de las galerías. Éstas rodeaban el patio y compartían con él los rayos solares cuando estos eran apetecibles o el frescor de las plantas regadas si esto era lo que pedía el cuerpo; el toldo, montado en la azotea, al que ya he aludido, y aquellas arcaicas persianas verdes que se enrollaban por un mecanismo primitivo tirando de una cuerda que tenía la fea costumbre de romperse con frecuencia, ayudaban a crear un ambiente grato, apto para sentarse a leer, quizás 'El correo de Andalucía', que era el periódico que se compraba en casa y entonces era de absoluta confianza para una familia decente. Pero ¡ay¡ las galerías murieron con los patios; su misión de poner en contacto las distintas habitaciones de la casa ha sido suplida por angostos corredores sin ninguna gracia en los que nadie se sienta a leer nada.

La galería por la que hemos entrado y la paralela a la calle estaban bien amuebladas y su recuerdo me ha sugerido las consideraciones anteriores; en cambio, la del fondo no tenía mobiliario ya que daba a una parte de la casa poco usada hasta nuestra llegada. La  galería chica, M, a la que no daba ninguna habitación, estaba cerrada en sus extremos y constituía en realidad una habitación estrecha y larga; había en ella una pequeña camilla y una butaca en la que mi abuelo solía sentarse y permanecer casi toda la mañana sin hacer nada ya que le fallaban el oído y la vista. Otra ocupante habitual del recinto era la costurera y, por ello, allí se ubicaba la incombustible máquina Singer, instrumento que ha desafiado el correr del tiempo y que creo aún presta servicios a las amas de casa, ya que la costurera transhumante me parece que es hoy una especie desaparecida.

A la galería paralela a la calle daba, en primer lugar una escalera de acceso al piso superior F; seguía el dormitorio de papá y mío, E, una inmensa habitación donde se instalaron dos grandes camas cameras procedentes de la finca de Palomares del Río, recién comprada con todo su mobiliario y enseres. Unido a nuestro cuarto, aprovechando el hueco de la escalera F, había un habitáculo con un lavabo que nos permitía a papá y a mí salir a desayunar con los deberes de aseo cumplidos ya que estos, como ya he dicho, se limitaban entonces a utilizar el jabón para cara y manos, salvo en días determinados en los que era obligado aplicar la pastilla de Lagarto a todas nuestras carnes. La habitación tenía dos huecos a la calle, balcón y cierro. Por si alguno no lo sabe, cierro es un balcón cerrado y cubierto, acristalado en su totalidad: techo, frontal y laterales; forma como una pequeña terraza que permite cotillear lo que pasa en la calle. Había en él una pequeña camilla por lo que yo estudiaba con frecuencia en este agradable lugar.

La habitación siguiente, D, también con balcón y cierro a la calle, fue al principio salón, pero nuestra invasión en 1932 obligó a pasar todo su mobiliario al comedor S, para situar en D el dormitorio de Maruja y el bebé, José Ramón, que disfrutaban así de una gran holgura.

A la galería de entrada daba el llamado comedor de tía Salud, J, que era una habitación de paso. Probablemente fue obligada a  serlo al unificar en una sola vivienda las casas 22 y 24, según se deduce con claridad del croquis [ver carta X]. El nombre se debía a que los muebles los habían comprado tío Isidoro y tía Salud con vistas a la vivienda propia que pensaban adquirir; sus proyectos se malograron como consecuencia de los luctuosos acontecimientos familiares de 1932. A partir de esta fecha, la comida del mediodía se hacía aquí ya que el comedor S, como acabo de decir, pasó a desempeñar otros usos.

Las dos habitaciones del fondo, T y U, estaban casi desamuebladas a nuestra llegada y podíamos jugar en ellas con plena libertad. A medida que crecía la población de la casa (de lo cual escribiré en otras cartas) hubo que habilitarlas como dormitorios y, por último, U fue transformada en segundo cuarto de baño, como ya he dicho. F era una escalera de subida al piso alto.

El frente de la casa lo completaban tres dormitorios, A, B y C, cuyos ocupantes vienen indicados en el croquis. G, un cuarto sin luces al exterior, era el vestidor de mi abuela y a él acudía dos o tres veces por semana, Luisa, la peinadora, que dedicaba largos ratos a poner en orden los grises cabellos de la abuela. Y como me gusta recordar aquellas cosas y usos que hoy ya no veo, menciono aquí las pastillas meta, unas pequeñas y blanquísimas tabletas que al calentarlas desprendían un vapor que ardía con llama casi incolora que permitía poner las tenacillas metálicas a la temperatura adecuada para el proceso de embellecimiento de la anciana. Como yo no sabía química entonces, no podía deducir que el calentamiento de aquellas pastillas era un proceso de despolimerización de un polímero del acetaldehído que al desprenderse ardía con aquella llama tan singular. A mi abuela le gustó siempre estar bien peinada.

El cuarto de baño, J, como creo haber dicho, era absolutamente insuficiente cuando nuestra incorporación duplicó el número de personas con derecho a usarlo. H era el cuarto de estar provisto de una enorme camilla y de varias sillas y butacas, una de las cuales estaba rigurosamente reservada a la abuela, que la ocupaba desde que se iba Luisa hasta que ella se iba a dormir; desde allí gobernaba con mano firme lo que se iba convirtiendo en multitud que seguiría en aumento como veremos.

No tengo muy claro cómo se unía esta habitación H a la cocina Q, que disponía de despensa P y del ya mencionado pozo seco O; tampoco recuerdo bien cómo se salía por la escalera de servicio V, que califiqué de algo costrosa y me ratifico en ello.

Si ahora subimos la escalera F, nos encontramos en la parte delantera del piso alto. La primera habitación con tres ventanas a la calle (encima de E y de la mitad de D) era el lavadero. Seguía una habitación individual (encima de la otra mitad de D) que ocupaba el ama vieja, es decir, el ama que había criado a mi padre, la cual, curiosamente, era el único habitante de San Isidoro 24 que tenía el privilegio de disponer de una habitación individual. La tercera habitación (encima de A, B y C) era el dormitorio de las muchachas del servicio con tres ventanas a la calle. Como es lógico, yo nunca subía allí pero una vez que lo hice, acompañando a alguien de la oficina, descubrí, para mi asombro, que tras la zona A-B había dos azoteas más a distintos niveles y dos habitaciones en las que se archivaban los documentos de la oficina que iban quedando obsoletos, uno de los cuales necesitaba consultar el susodicho oficinista. Como esto ocurrió cuando yo llevaba unos cinco años viviendo en la casa, todavía no me explico que para conocerla del todo hubiese necesitado tanto tiempo.

A la otra parte del piso alto se subía por la escalera F, que desembocaba en una habitación muy grande encima de T, U y parte de S, muy descuidada, de paredes encaladas y llenas de desconchones, suelo de ladrillo rojo y totalmente vacía hasta que conseguí que nos la cedieran para nuestros juegos junto a algunos trastos inútiles. Las otras dos habitaciones, que venían a caer encima de S, R, X y J, estaban permanentemente cerradas y rebosaban de muebles y cachivaches, algunos ya fuera de uso y otros que había que llevar a los lugares de veraneo o que al ser propios de la estación estival, dormían allí durante el invierno.

En la carta anterior y en lo que va de ésta he descrito con detalle, quizás con demasiado detalle, como era la casa donde viví lo que yo llamo años de formación. Habréis visto que la casa era muy espaciosa y que algunas de sus partes estaban infrautilizadas y, por decirlo así, casi sin terminar; las sucesivas invasiones que sufrieron mis abuelos obligaron a modificaciones en el uso y acondicionamiento de las distintas estancias como vamos viendo.

Hora es de que escriba algo sobre los habitantes de San Isidoro 24. Para que ninguna de mis misivas resulte demasiado corta o demasiado larga dejo para la próxima lo referente a tío Rafael y tía Salud, y aquí voy a hablar de las muchachas de servicio o sea de la sociedad heril, en palabras de mi padre.

Eran seis mujeres en aquellos días; hubo entonces algunos cambios de identidad pero yo no los recuerdo bien y me limito a lo que escarbo en mi memoria. Una especie de decana honoraria era el ama vieja, la cual posiblemente como premio a haber amamantado a mi padre, disfrutaba de dos privilegios, el ya mencionado de tener habitación individual y el de no estar obligada a ningún trabajo. Es posible que, en algún momento, pelara alguna patata o fregara alguna sartén como muestra de colaboración con las demás, pero mis recuerdos la representan siempre mano sobre mano sentada en una sillita baja como correspondía a su mínima estatura. El ama vieja tenía un hijo, hermano de leche de mi padre, a quien conocíamos como Paco, el del ama. Él y su mujer estuvieron muy ligados a nuestra familia y durante años ocuparon la portería de la casa, que heredaron mis primos los Tello frente a la Catedral. Era un hombre bueno y leal aunque de pocas luces y no las suficientes para desentrañar los misterios de la Teología. Así, en una ocasión, alguien (quizás mi primo Enrique) con un encomiable afán catequético, le explicaba cómo al morir nuestras almas se separan del cuerpo y vuelan a espacios eternos. Pero Paco dubitativo le espetó: “Pero cómo va a salir de la tumba el alma con la losa tan pesada que le echan encima al muerto”. El ama vieja murió en los años treinta, en fecha que no recuerdo.

La segunda en edad era Eloisa la cocinera, mujer enjuta como ninguna que yo haya visto, puro hueso. No lo hacía mal en su oficio, aunque su repertorio era muy limitado, pero ello venía impuesto por las costumbres de aquellos tiempos. Además, no sabía nada de repostería; cuando comíamos dulces había que traerlos de fuera. Una de sus hijas, Encarna, fue también sirvienta nuestra y ya hablaremos de ella. Cuando murió abuelo y se dividió la casa, la número 22 correspondió a papá y, al transformarla en pisos, se construyó en la planta baja una pequeña portería destinada a Eloisa y Encarna. En ella murió Eloísa ya muy anciana.

La tercera, Ascensión, la cuerpo de casa, era en principio la responsable del servicio de mesa y de la limpieza y orden general de la vivienda; en la práctica, repartía su trabajo con las otras dos que menciono a continuación. La recuerdo como una mujer ni guapa ni fea y un tanto huraña y triste; esta tristeza, fija en mi mente cuando de ella me acuerdo, se basaba en los terribles acontecimientos ocurridos en Arahal, su pueblo, a principios de la Guerra Civil como veremos.

Amparo (rectifico el nombre por indicación de José Ramón) era la muchacha nuestra quizás porque la aportamos en nuestro traslado o porque recibía de papá sus emolumentos. Ya la mencioné como mujer lista, vivaracha y dispuesta. El agradecimiento familiar a Amparo ha sido particularmente intenso por parte de José Ramón al que cuidó con mucho cariño en las primeras fases de su vida.

Manolita era la muchacha de la tía Salud y quizás el elemento más pintoresco de todo el grupo. Era grande, bondadosa y trabajadora infatigable para la ayuda a todos. Procedía de la Algaba, pueblo como sabéis muy próximo a Sevilla (no sé si absorbido ya por la expansión capitalina), que tenía la fama de disfrutar sus habitantes del coeficiente intelectual medio más bajo de toda la provincia; parece que los algabeños se habían ganado con creces esta reputación. Una anécdota de Manolita guarda un rincón de mi cerebro. Vestía ella siempre de negro, salvo los delantales y otras prendas para el trabajo y no salía nunca a la calle. Tía Salud un día le dijo algo así: “Manolita, por qué no te vas a dar un paseo, busca a alguna amiga de tu pueblo o vete a rezar a la iglesia o sal a mirar los escaparates, que hay cosas muy bonitas ¡yo que se!”. Pero Manolita le respondió con contundencia: “Señita Salú, cómo quiere usté que sarga a la calle si no hace todavía tres años denque murió mi padre”. No podía haber contestación, quizás un ¡ah¡.

Y es que había que seguir las exigencias del luto. El diccionario define éste como “signo exterior de duelo en ropa y otras cosas por la muerte de alguien”. Estos signos exteriores han desaparecido casi del todo en la época actual pero, en la que estoy comentando, estaban perfectamente regulados por algo así como un código no escrito. Al morir alguien, toda  su parentela, marido o mujer, padres e hijos, incluso tíos y algún otro allegado, tenía que vestir rigurosamente de negro, salvo la camisa blanca de los caballeros y la vestimenta de los niños en la que, no obstante, se excluían los colores chillones. La frase “ya es hora de que el niño lleve también luto” que yo oí en cierta ocasión, no tiene sentido hoy en día.

El luto duraba más o menos según el grado de parentesco con el fallecido, por tanto, era máximo en el caso de los viudos o viudas. Dicha duración variaba además de una ciudad a otra y de un pueblo a otro, siendo en estos particularmente exagerada. Tras el luto venía el alivio de luto de igual o parecida duración; en este tiempo, el blanco, el gris y el morado eran permitidos en la vestimenta femenina y el gris en la masculina, pero en ésta persistía la corbata negra. Ésta era una parte indispensable del vestuario del hombre, ya que era de rigor llevarla en los funerales y entierros y, además, muchos nos la poníamos el Viernes Santo en señal de pesar por la muerte de Cristo. Otra forma externa de manifestar el luto era un brazalete de tela negra en el brazo izquierdo o una cinta de igual color en el ojal de la chaqueta.

Los trajes marrones y las corbatas de color estaban absolutamente proscritos durante el luto y el alivio de luto. Me parece que en las clases modestas sólo las mujeres seguían las anteriores normas pues en los hombres dominaban las exigencias de la ropa de trabajo.

No es de extrañar, pues, que el número de personas vestidas de negro que uno veía en el deambular callejero era muy elevado.

Además, durante el luto estaba rigurosamente prohibida la asistencia a espectáculos, en especial al teatro y a los toros. Creo que el cine, entonces incipiente, era bastante tolerado, quizás porque se disfrutaba a oscuras. Al fútbol también se podía ir.

Durante un cierto número de días tras el fallecimiento no se debía pisar la calle, salvo para ir a la iglesia. Ya hemos visto que Manolita exageraba estas normas, obedeciendo quizás a lo que se hacía en su pueblo.

Dije que eran seis los miembros de la sociedad heril; el sexto era el ama de cría de José Ramón, una mujer oronda y de amplia delantera cuya única función era proporcionar alimento al niño y de la cual nunca se salía.

    Besos y abrazos de
                                                            Rafael  
 

2 comentarios:

  1. Hola.
    Soy nieto de Concepción 'Conchita' Álvarez-Ossorio Gutierrez del Corral, prima hermana del autor de las cartas.
    Me gustaría contactar contigo, te dejo mi email: tommyroes@hotmail.com
    Le imprimo a mi abuela los escritos y se los paso.
    Un saludo

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  2. Te he enviado un mail. Ya me contarás. Saludos :)

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