lunes, 18 de abril de 2011

Carta VIII (a la que el abuelo llama la séptima y así en adelante)


Querida Familia:

En esta carta voy a recoger mis primeros recuerdos infantiles, aunque algunos se han deslizado ya en las anteriores a causa del planteamiento no cronológico de este epistolario. Voy, pues, a centrarme en los años ¿1926? – 1932, es decir, desde la nebulosa e incierta iniciación del pensar de Rafael niño hasta que la inesperada muerte de mi madre asesta un brusco final al, hasta entonces, devenir suave y feliz de mi infancia. Recordad que estos años son de gran importancia en la vida de Sevilla y en la de toda España. Sevilla se vuelca en la esplendorosa Exposición Ibero-americana (1929) que, como ya dije, tanto nos deslumbraba a Maruja y a mí. El dictador Primo de Rivera dimite en 1930, los efímeros gobiernos monárquicos que le siguieron no logran dominar la agitación social, el rey renuncia y se proclama la República (1931) entre la alegría de muchos y el dolor y miedo de otros, se producen los primeros desmanes contra edificios religiosos, etc. 

Mis padres se casaron en 1917. Creo que desde el principio de su matrimonio vivieron en la calle Progreso nº 1 donde nacimos todos los hermanos y murió mamá. Nuestra vivienda estaba ubicada en el barrio del Porvenir o de San Sebastián, bastante aislado entonces del centro de Sevilla. La separación era una bellísima zona verde constituida por los que habían sido jardines del Palacio de San Telmo, donde vivió la infanta Maria Luisa de Borbón, hermana de la reina Isabel II. Como sabéis, la infanta legó a la ciudad estos jardines ,que desde entonces constituyen el parque de Maria Luisa. En los años de mi primera infancia se estaban construyendo las maravillosas plazas de España y de América, por cierto, según el proyecto y bajo la dirección de Aníbal González y Álvarez-Ossorio, otro pariente más, que fue un famoso arquitecto. Estos edificios y otros muchos que se construyeron para la Exposición y que, en gran proporción, existen dedicados a una variedad de funciones, constituyeron el nexo de unión entre ciudad y barrio; por fortuna, no se han construido viviendas en la zona y se mantiene la espléndida belleza de la misma.

El barrio del Porvenir era relativamente reciente y, por ello, de estructura regular, alejada de la bastante caótica de los más antiguos. Os recuerdo que su límite con miras a la ciudad es la avenida de la Borbolla; paralela a ésta hay una serie de calles de la cuales la primera es Progreso. Aunque hace muchísimo tiempo que no voy por allí y no tomé la precaución de revisitar el barrio en mi último viaje porque no pensaba entonces en meterme en estos berenjenales de escribiros, supongo que se conserva la estructura de chalets unifamiliares adosados y provistos de un pequeño jardín. La planta baja de estos chalets no coincide en nivel con el de la calzada sino que lo supera en algo así como metro y medio. Ello permite que el sótano, más bien semisótano, tenga, al ras del suelo de la calle, amplios ventanales que permiten la entrada de la luz y el aire. En nuestro caso, para acceder a la vivienda había que subir una escalerita de seis u ocho peldaños.

Una vez subida ésta, nos encontrábamos con una pasillo, a derecha e izquierda del cual estaban el salón y el gabinete; el primero como ya podéis suponer por mi pesada insistencia en esta cuestión, era la clásica habitación inútil con los mejores muebles de la casa y los adornos más exquisitos que el matrimonio podía permitirse. En esta habitación no se entraba nunca pues, como todas las visitas eran de confianza, eran recibidas en el gabinete cuyo mobiliario era mucho más modesto, de estilo andaluz, con asientos de anea y muebles pintados de vivísimos colores con los que se dibujaban flores, frutas, animalitos, bailarinas, etc. La comunicación con la casa de los Laraña estaba en esta habitación. Al fondo estaban el comedor, la escalera y la sala de estar con ventana al patinillo, la indispensable camilla y la biblioteca de papá, un mueble grande a cuyo contenido voy a dedicar un párrafo aparte.

Alguien ha dicho que la biblioteca define la personalidad de su dueño. Mi padre tenía libros de historia, de derecho, de política, de teatro y novelas. Entre éstas figuraban en abundancia títulos de autores del siglo XIX pero no de todos. Estaba todo Alarcón, algo de Pereda, aunque no mucho, sin duda por lo pesada que es la literatura de este autor, bastante de Palacio Valdés y de Concha Espina, poco de don Juan Varela y nada de Blasco Ibañez. A poco, queridas nietas y sobrinos-nietos, que os hayan hecho estudiar literatura, que me temo haya sido bien poco, veréis que los autores más leídos por mi padre eran más bien de derechas y que le dedicaba poca atención a los que hoy estarían en la órbita zapateril. De autores extranjeros recuerdo que había muchas obras de Walter Scott y toda la serie de novelas de romanos: Ben Hur, Quo vadis, Los últimos días de Pompeya, Fabiola, etc. Hay que tener en cuenta que entonces se editaban pocas obras traducidas. Mi padre sentía especial predilección por un autor hoy olvidado: Ricardo León. Se trata de un escritor que utiliza, tanto en la construcción de sus textos como en la terminología, un lenguaje premeditadamente arcaico que a mi padre le encantaba, como también la selección de problemas humanos que trataba en su abundante producción. Recuerdo que su segunda novela, Comedia sentimental, comenzaba así: “Son las  12 de la noche, de la noche de San Silvestre….” Y, a continuación, el protagonista rememoraba las muchas ocupaciones en las que había consumido su tiempo y se lamentaba de haber descuidado la más importante: el amor. Ahora, al comienzo de su vejez, cifrada en aquellos tiempos al cumplir los cincuenta, aquel llamaba a su puerta en la figura de una jovencita a la que no era razonable ofrecer sus pretensiones. Mi padre leía este capítulo inicial todos los 31 de diciembre, fecha que asigna el Santoral al citado santo; conservó papá esa costumbre durante muchos años después de muerta mamá y yo heredé de él mi afición a dicho autor y a esa obra concreta que no se si conserva Paco. Por supuesto que mi lectura de todos estos autores y obras es posterior al periodo que ahora comento, exceptuando quizás a las novelas históricas que ya empezaba a alternar con los cuentos, tebeos y textos elementales de estudio.

Además de la novelística citada, que incluía por supuesto los Episodios nacionales de Pérez Galdós pero no sus otras obras muy polémicas, tenía mi padre algunos valiosos libros grandes, tomos muy pesados (a veces en los dos sentidos de la palabra) y de grandes dimensiones (31 cm x 22 cm, por ejemplo) profusamente ilustrados en negro o en color. De estos libros están en mi poder los dos tomos de las obras completas de Quevedo, editadas en Valencia en 1882. Por su encuadernación, sus ilustraciones a todo color, su impresión y su contenido constituyen una auténtica obra de arte. Entre estos volúmenes de grandes proporciones figuraba también la Historia de España de Modesto Lafuente, obra muy acreditada en aquella época.

Tres pequeñas anécdotas sobre mis primeras incursiones en el mundo de los libros quedaron, no se por qué, grabadas en mi mente. Uno de aquellos libros grandes contenía artículos sobre la geografía y la historia de Alemania y tenía un gran número de ilustraciones (creo que se llaman daguerrotipos) en ese color gris intenso que les da un tinte anticuado y romántico. Uno de estos grabados llevaba por título 'Emparedamiento de una monja' y representaba la acción correspondiente que la iba a dejar de por vida encerrada en un pequeño cubículo carente de puertas y ventanas y con sólo dos ventanucos uno para la entrada de los alimentos y otro para la salida de los detritos. La ilustración despertaba en mí una atracción morbosa y siempre que cogía aquel libro grande me detenía en su contemplación que, al trasladarse al sueño, me hacía sentir una tremenda claustrofobia.

Otra pequeña anécdota se refiere a la lectura de un cuento. En él, un matrimonio joven con tres o cuatro niños pequeños se trasladaba de un castillo a otro en un enorme carruaje tirado por dos potentes alazanes dirigidos por el correspondiente auriga. El viaje transcurría a través de un espesísimo y tenebroso bosque en una noche oscura y tormentosa; todos los elementos de la meteorología parecían haberse concitado para crear un ambiente preocupante y de terror; llovía a mantas, los relámpagos iluminaban a intervalos el cielo para anunciar unos sonoros truenos. Todo ello iba acompañado por los ruidos nocturnos del bosque, chasquidos de los árboles que se caen y ulular de las alimañas excitadas por la tormenta. A mitad de camino, una manada de lobos se lanzó furibunda sobre el caballo de la derecha desgarrando sus poderosas ancas y llenando de terror a los viajeros. Los intentos de cochero de acelerar el galope de los solípedos no tenían éxito y la sangre del caballo estimulaba a los feroces cánidos que continuaban con entusiasmo su mortífera tarea: al caballero se le ocurrió como única solución cortar las riendas del caballo y entregárselo a la jauría continuando su viaje con el otro animal que estaba aún sano; comunicadas las oportunas órdenes al auriga, éste las cumplió y el viaje continuó mientras los lobos se daban un suculento banquete con el caballo abandonado. La pena que yo sentía al leer y releer este cuento me duró un largo tiempo.

Recuerdo, por fin, a mamá en su último año de vida, demorando la hora de levantarse a causa de su débil salud; papá entonces se sentaba al borde de la cama y le leía una novela que era el best-seller del momento. Se trataba de 'Sin novedad en el frente', de Erich María Remarque. Éste, como expresa el título, se centra en un día tranquilo en las trincheras, sin grandes avances ni dolorosas retiradas, sin feroces enfrentamientos de gran mortandad, pero en el cual un disparo fortuito siega la vida innominada de un soldado desconocido; o sea, una vida joven rota, una familia destrozada, unas posibilidades de futuro cercenadas. La literatura pacifista estaba de moda en estos principios de los años treinta. Pero no tuvo éxito y a poco España se enfrascó en la fratricida Guerra Civil que fue seguida, casi sin solución de continuidad, por la Segunda Guerra Mundial.

El piso superior de nuestra vivienda tenía, además del cuarto de baño, cuatro dormitorios, uno de los cuales se utilizaba como cuarto de costura. Daban a la calle el dormitorio del matrimonio y otro más pequeño que, durante algunos años ocuparon Maruja y Mingo. Presidía esta habitación un gran cuadro de la imagen de Santo Domingo; la pintura era, a mi parecer, de factura mediocre, sobre todo en el trazado del suelo de losetas marmóreas blancas y negras que carecía de la adecuada perspectiva; en el vértice inferior derecho del cuadro figura un feo perro de mirada algo enfurecida. No sé si era el ascético y algo huraño perfil del santo o la fealdad agresiva del can lo que producía en Mingo, el pequeño mimado de la casa, un terror invencible que le llevaba a negarse a dormir en ese cuarto. Hubo que trasladar su cama al dormitorio de Paco y mío porque la decisión del tozudo niño era irreversible.

En el sótano estaba el dormitorio de las muchachas de servicio y la cocina; el resto era una habitación muy grande, el cuarto de plancha, que era también el de comer, estar y descansar de aquéllas. En las fechas navideñas, esta habitación experimentaba una gran mutación pues una buena parte de ella se dedicaba al Nacimiento, de cuyo montaje era mi padre un entusiasta y al que dedicaba muchas horas. La compra de figuritas no desequilibraba entonces el presupuesto familiar e incluso los Reyes Magos no eran caros y las ovejitas y el averío se podían comprar por cuatro perras. Lo demás, corcho, papel de plata, arena y yerba podía resultar incluso gratuito. Tras la muerte de mamá, papá no volvió a participar en la construcción del belén aunque años después seguía visitando los que se ponían en las iglesias.

 La primera década de mi existencia (1921-1931) fue totalmente feliz. Teníamos unos padres excelentes; de ellos, mamá representaba la parte más severa en lo tocante a métodos educativos. Maruja le planteaba algún problema en la comida como el que conté en la ocasión que dio origen a esta colección de misivas. Creo que Mingo era también algo caprichosillo, pero al pequeño todo se le permite. Paco y yo no éramos ningún problema en lo referente a la alimentación, siempre hemos comido de todo y sin rechistar. Por cierto, de aquellos tiempos tengo alguna queja de Paco que voy a verter en párrafo aparte.

Todos tenemos de Paco la imagen de una persona bondadosa y ecuánime dispuesta siempre a ayudar al prójimo. La rectitud de su vida desde su primera adolescencia es impecable. Pero cuando tenía unos cinco años salió de casa un día enfurruñado conmigo a causa de algún juego y desde lo alto de la escalerita me tiró un trozo de mármol que me dio en plena espalda y que debió dolerme lo suyo ya que aún me acuerdo. En otra ocasión muy posterior y fuera de los límites temporales de esta carta, la cosa pudo ser peor. Veraneábamos en el bello pueblo onubense de Higuera de la Sierra y yo le leía algo a Maruja ocupada en alguna labor femenina, pero pensaba dedicarme, a continuación a recortar, de aquellos pliegos de papel muy populares entonces que se editaban para educar y distraer a la chiquillería, las piezas necesarias para construir un castillo o una casita. Le pedí a Paco que me acercara unas tijeras y él, en lugar de dármelas como Dios manda, apretándolas en la mano por la parte cortante y con las anillas orientadas hacia el receptor, me las tiró y se clavaron en mi antebrazo que sangró, aunque no mucho, cuando Maruja me las extrajo y amonestó vivamente al agresor. Es curioso que la memoria guarde indeleblemente estas nimiedades; nunca lo he comprendido.

Es indispensable en la descripción de este ambiente familiar una mención de Doña Josefa, la maestra. A mis padres no les gustaba que iniciáramos nuestros estudios fuera de casa, no sé si porque no había cerca centros educativos o porque los que había no les parecían adecuados. Doña Josefa, como ya recordé en el festejo de Maruja, era una mujer grande, envuelta siempre en una especie de túnica negra que casi rozaba el suelo; pertenecía a esa clase de maestros que dignifican su profesión, amantes de los niños y pacientes hasta el extremo. Tenía una cuñada, Doña Pepita, también excelente maestra que a veces venía a casa. Como veis, ambas profesoras llevaban el nombre del santo esposo de la Virgen María, pero Doña Josefa, solterona, corpulenta y solemne, era conocida por el nombre oficial y Doña Pepita, madre de familia, menuda y parlanchina, por el apelativo coloquial y , además, en diminutivo, lo que me parece una excelente muestra de la racionalidad del mundo de la docencia.

No le dimos mucha lata a Doña Josefa; Maruja y yo éramos bastante listillos y ella se aprovechaba de que el nivel de la enseñanza era el correspondiente a mi edad; no importaba mucho que las chicas fueran con algún retraso. Creo que Paco y Mingo también se beneficiaron algo de las enseñanzas de la maestra. Me parece que entonces la primera enseñanza no estaba regulada con rigor, pero para acceder a la segunda había que aprobar un examen de ingreso en el Instituto y después de cumplir los diez años. La preparación de éste la hicimos con Doña Josefa, nos presentamos por libre y aprobamos ambos sin dificultad. Recuerdo un texto que teníamos que manejar y que llevaba el rimbombante título de 'Terminología científica, industrial y artística', que muestra la preocupación de los educadores de la época por cultivar desde los inicios el enriquecimiento del vocabulario; nada parecido a la pobreza actual del léxico juvenil que, en algún caso, se limita a tres palabras: vale, venga y tío o tía.

Iniciamos también con Doña Josefa los estudios del primer curso de Bachillerato, pero la muerte de mamá lo cambió todo, como veremos en otra carta. Que conste, una vez más, mi agradecimiento a la ejemplar maestra.

Una imagen de la vida en Progreso 1 no queda completa sin una mención también afectuosa a las muchachas de servicio. La primera que recuerdo se llamaba María Saldaña. Era alta y bien puesta y tenía un novio que creo que estaba haciendo el servicio militar. Éste tenía la pretensión de ayudar a su amada en la confección de las cuentas que, al volver de la compra, encomendada entonces al servicio, había de presentar a mamá. Me contaron años después que estas cuentas eran del tenor que sigue: carne, 1 duro; aceite, 3 pesetas; pan, 2 reales; ciruelas, 4 perras gordas; suma total, 10. A mamá se la llevaban los demonios al tener que descifrar este galimatías.

Mis recuerdos más claros se refieren a Trini. Era una muchacha bajita y salerosa que tenía una madre de tamaño mínimo, Rosario, que aparecía, de vez en cuando, siempre vestida de negro pues había enviudado doce o quince años antes, a ver a su hija y saludar a mamá. Trini era muy cariñosa y muy lista; se vino con nosotros a casa de los abuelos a la muerte de mamá. Cuidó exquisitamente a José Ramón y se fue para casarse dejándonos como sustituta a su hermana Dolores, tan buena persona como ella pero cuyas luces estaban a años luz de las de Trini.

En la carta siguiente saldré por la puerta de Progreso 1, bajaré los citados escalones, abriré la cancela y me lanzaré a la calle para contaros algo de mi vida en el barrio. No había peligro en que yo saliese solo, no había tráfico rodado y las convulsiones político sociales, aunque latentes, no habían estallado aún.

            Besos y abrazos,

                                                Rafael

N.b. 1 En la entrega anterior se ha deslizado un garrafal error: los que se casaron en la iglesia del hospital de la Caridad fueron Amparo y Mingo y no Maruja y José Ramon, que lo hicieron algunos años más tarde en la Magdalena. Pido perdón a las dos queridas parejas por este fallo de mi anciana memoria.

N.b.2 Entre los documentos que me ha enviado Enrique está el testamento de D. Valentín Pérez, otorgado el 11 de marzo de 1891, diecisiete días antes de su muerte acaecida cuando contaba 65 años. De su lectura se deducen las siguientes modificaciones y ampliaciones a lo que en su día os conté:

a)    Valentín y mamá Pilar tuvieron siete hijos y, por lo tanto, hay que añadir a mi lista a María Concepción y a Francisco. Posiblemente yo fundía en una sola persona a Antonio y a Francisco; no lo tengo claro.
b)    Hay que subirle puntos a Don Valentín en casi todo: religiosidad, posición social y nivel económico. En lo primero, confiesa su condición de católico y encomienda a sus albaceas, sus hijos Miguel y Rafael, que dispongan los cultos que hayan de seguir a su óbito. En lo económico, se deduce del testamento que su situación era muy desahogada, habiendo incrementado sus bienes, los cuales no detalla, a lo largo de su vida matrimonial; especifica que no debe nada a nadie y nadie le debe a él. La lectura del testamento sugiere también que Don Valentín tenía un buen nivel social y cultural.

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