miércoles, 27 de abril de 2011

Carta XIII


Querida familia

La década de los años treinta coincide con lo que he llamado mis años de formación, es decir, los años en los que se produce el tránsito de la infancia a la adolescencia y de ésta a la primera juventud. En España, con el advenimiento de la República, estos años se iniciaron con la esperanza de muchos y la inquietud de no pocos, pronto transformadas en la desilusión de gran parte de aquéllos y la desolación de estos. Las turbulencias sociales no se hicieron esperar y el clima de agitación e intranquilidad se instauró como una constante a lo largo y lo ancho de todo el país y muy particularmente en las ciudades y en los campos de Andalucía. El primer brote antirreligioso de la izquierda radical, la quema de conventos, afectó sobre todo a Madrid y a Sevilla y en nuestra capital se produjo una segunda edición con el incendio, algo más tarde, de la parroquia de San Julián, en el que se perdieron las imágenes de la cofradía de la Hiniesta. Las huelgas de todo tipo, sectoriales, generales o revolucionarias, los asaltos a locales considerados como patronales, los ataques personales, seguidos muchas veces de muerte, eran el pan nuestro de cada día; la recién nacida Falange Española respondía también a la brava a los atentados sufridos por sus afiliados. Un recuerdo de estos horribles días dejó huella en mi mente. Estábamos en clase en el colegio de la calle Pajaritos, al que aludiré más adelante; el profesor pasaba lista con voz monótona; al nombrar a Caravaca Chacón, Pedro, se levantó otro alumno y dijo: “No ha venido porque esta mañana han matado a su padre en la calle de un tiro”. No sé el tiempo que duró el silencio acongojado de todos hasta que el profesor propuso que rezáramos por Don Pedro, como así hicimos, antes de reanudar la clase.

Tras el triunfo de la izquierda en febrero de 1936 todo fue a peor y todo ello desembocó en la Guerra Civil, cuya repercusión en la vida familiar comentaremos en su día.

Los años treinta fueron también nefastos para la familia Pérez Salvador. El 12 de enero de 1932 murió mamá; pocos meses después, tío Isidoro fue aquejado por la enfermedad  mental, que pronto se mostró irreversible. En el verano de 1934 murió inesperadamente tía María, la hermana mayor de papá y al comienzo de la guerra fueron asesinados en Arahal varios miembros de la familia de abuelo. La década acabó con la muerte de abuela y con la grave enfermedad de papá de la que, a Dios gracias, se recuperó sin secuelas. Todo esto tenemos que irlo desgranando en estas páginas.

Como ya os escribí, en los primeros días de enero de 1932 nos trasladamos los cuatro hermanos a casa de los abuelos para pasar unos días; íbamos pertrechados con los regalos de Reyes que nos hacían prever unos buenos días, ya que nuestro grupo se incrementaba con los dos primos, Enrique y el Pulga, que a su vez aportarían para los juegos comunes los obsequios que habían recibido de sus Majestades de Oriente. Pero, pasados algunos días, yo empecé a notar algo raro que hacía que esta estancia difiriera de otras anteriores. En primer lugar, apareció en la casa familiar un bultito con vida al cual, como ya os dije, yo miraba con cierto recelo pensando que podría romperse dada su aparente fragilidad. Enseguida se incorporó al servicio una mujer oronda y de amplísima pechera que amamantaba varias veces al día a la cosa pequeñita.

Otra novedad, aún más extraña, respecto de traslados anteriores a casa de los abuelos, era que papá comía y dormía en ella, aunque creo que esto último no lo hacíamos los dos en la misma habitación como ocurriría después. La comida del medio día se hacía entonces en el comedor de tía Salud a causa del reajuste de habitaciones que se estaba haciendo. Maruja y yo, creo recordar, comíamos con los mayores, y el yantar transcurría con un inusitado silencio, interrumpido sólo por las observaciones de abuela o tía Salud a las que lo servían. Tío Rafael estaba también en la casa. Yo me preguntaba internamente: ¿Dónde está mamá?  ¿Por qué no viene mamá a comer? Pero no me atrevía a expresar mi extrañeza en alto.

Mi padre, que apenas comía, cuando nos fuimos levantado todos se fue a la galería y empezó a recorrerla lentamente de arriba abajo sin hablar con nadie y sin que nadie se dirigiera a él y le pregunté: ¿Por qué no viene mamá a comer? No recuerdo su contestación exacta; pero sí que me dijo que estaba muy malita y que rezara mucho a Dios por ella. Creo recordar que al día siguiente se repitió la misma escena e insistí en mi pregunta recibiendo análoga respuesta.

Tío Rafael y tía Salud, de alguna manera, se enteraron de lo que ocurría y decidieron cortar por lo sano. Pasaba yo por la galería en la que no estaba papá en aquel momento y tío Rafael me dio un fuerte empujón (esto se me quedó bien grabado) y me metió en el salón cerrando la puerta tras de sí. Me espetó con brusquedad: "¿Tú sabes que tu madre se ha muerto, no?" Yo le contesté: "Si". El tío añadió: "Pues no vuelvas a hacerle más preguntas a tu padre". Y salió con rapidez del salón seguido por mí, a paso mucho más lento y, quizás, transformado en un niño distinto al que era; aquí se pierden algo mis recuerdos.

Hay un momento, en el devenir de la existencia de todo ser humano, en que éste tiene que integrar la muerte como parte indisoluble de su vida. Puede que antes de que este momento llegue el hombre, quizás el niño o el joven, tenga noticia de la muerte de algún pariente o conocido pero si esto no irrumpe en su rutina diaria pronto se difumina en su horizonte vital. Otra cosa ocurre cuando un ser que te es indispensable es arrancado bruscamente de tu lado y te quedas sin un apoyo del que no puedes prescindir.

Cuando se presentó para mí el citado momento en forma tan inesperada y tras la confirmación por tío Rafael de la terrible nueva, reaccioné de forma que, pensada retrospectivamente, parece algo extraña: con ensimismamiento, negándome a compartir mi pena con nadie. Tenía que arrinconar mi dolor en las partes más profundas de mi mente y de mi corazón para rumiarlo, para vivirlo sólo conmigo mismo. Por supuesto que no volví a importunar más a mi padre con preguntas; transcurrieron muchos días de incomunicación entre padre e hijo, acaso porque ninguno quería ahondar en el dolor del otro con el único tema de conversación posible entre ellos en aquellos días. Tampoco comenté nada con Maruja, que podía haberme dado detalles no conocidos por mí, y los pequeños eran pequeños. Recuerdo también que por la noche, cuando todos se iban a su habitación y el silencio se difundía por la casa, yo me arropaba en las húmedas sábanas y en las mantas que nos defendían de los crudos inviernos de las casas diseñadas para épocas de calor y lloraba copiosamente durante algún tiempo hasta que el sueño, gran benefactor de los que sufren penas, venía en mi ayuda y acababa venciéndome.

Pero la vida es implacable con sus exigencias; siempre te impone algo que hacer, te urge que atiendas las necesidades familiares, te agobia con las obligaciones profesionales y no te concede un respiro para llorar tus penas o disfrutar de tus alegrías. Y en mi familia se planteaba un problema de solución inaplazable, ¿Qué hacer con los estudios de los niños? Mi padre seguía ausente de todo lo que no fuera su pena; creo que fueron tío Rafael y tía Salud los que le hicieron ver que había que encontrar una solución al menos para el caso más urgente: el mío. Paco y Mingo podían perder el curso sin que ocurriera nada grave dadas sus edades y en cuanto a Maruja se consideraba, siguiendo las ideas machistas de aquellos años, que sus estudios eran mero adorno sin repercusión en su futuro.

Pero yo no podía perder un curso ya iniciado bajo las instrucciones de doña Josefa. Ésta seguía viniendo a nuestro nuevo domicilio pero ahora lo hacía sin regularidad, pues la distancia y la atención a sus obligaciones a la escuela donde servía eran obstáculos insalvables: además, en su modestia se seguía mostrando incapaz de enseñar al nivel de bachillerato. Pero fue ella la que propuso una solución. Tenía doña Josefa una compañera que gozaba de una enorme reputación en el mundo educativo: Doña Josefa Reina Puerto. Su reconocimiento social quedó de manifiesto a su muerte cuando el Ayuntamiento hispalense acordó poner su nombre a una calle, si bien muy corta y estrecha, que une la plaza del Pacífico con la calle San Eloy. Doña Josefa Reina era, además de una gran maestra, una mujer emprendedora, y había fundado, en la zona que acabo de mencionar, una academia de bachillerato en la que estudiaba un cierto número de los llamados alumnos libres; había logrado reclutar un excelente profesorado, varios de los miembros participaban también en la enseñanza oficial o estaban intentando incorporarse a ella.

En aquel entonces, los estudiantes de segunda enseñanza podían ser oficiales, colegiados o libres. Los primeros, poco numerosos, eran alumnos del único centro público de este nivel educativo que había en la provincia, el Instituto San Isidoro. Los segundos cursaban sus estudios en centros privados de los que había en Sevilla una media docena y alguno más, normalmente un internado, en algún pueblo, creo que siempre regentados por órdenes religiosas. Los alumnos libres seguían sus cursos en academias en general pequeñas, en las que eran frecuentes estudiantes que habían empezado el bachillerato ya mayores por causas familiares o económicas o que, debido a traslados de destino de sus padres no llegaban a tiempo de incorporarse a los dos primeros grupos.

Todos teníamos que sufrir exámenes orales de todas las asignaturas. Es decir que para acceder a la Universidad no bastaba una prueba final, la tan denostada selectividad, sino que había que acreditar, una a una, la suficiencia en todas las veintitantas materias que constituían el bachillerato a lo largo de sus seis años y con intervención siempre de un organismo estatal. En primer lugar, se examinaban los alumnos oficiales, y a continuación los colegiados; el Catedrático del Instituto examinaba también a estos acompañado del profesor del colegio el cual, según creo, tenía voz pero no voto a la hora de decidir las notas finales; los centros privados suministraban sus listas con los alumnos ordenados por sus méritos; en las calificaciones, el Catedrático solía respetar la relación presentada pero a veces, quizás para dar una lección a un profesor novato, asignaba una matrícula de honor al segundo o tercero de la lista, negándosela al primero. Los colegios de prestigio no solían presentar a todos sus alumnos, eliminando de la lista a aquellos que no tenían probabilidades de aprobar. Por fin, ya en el mes de julio, se examinaban los alumnos libres, en cuya situación estábamos nosotros.

Nuestra doña Josefa propuso a papá que nos incorporáramos a la academia mencionada y se ofreció a hacer la gestión correspondiente con su amiga. Ésta aceptó admitirnos si bien tras algún reparo dado lo tardío de la fecha, quizá los primeros días de marzo.

Maruja y yo nos incorporamos a la Academia con el propósito de recuperar los días perdidos. Maruja pensó que no le era posible apechugar con toda la carga que tenía por delante y decidió dejar para septiembre la 'Gramática de la lengua española', que era la materia de mayor exigencia. Yo seguí adelante con todo y me encontré en julio con un sobresaliente en dicha asignatura, un notable en 'Geografía de España' y sendos aprobados en 'Nociones de Aritmética y Geometría' y en 'Caligrafía'. Maruja también aprobó, no sé con qué calificaciones, las tres últimas materias y en septiembre completó el curso sin mayor problema.

No sé a quién ni a quiénes atribuir este indudable éxito. Tuvimos quizá examinadores benévolos y también disfrutamos de un excelente plantel de profesores; es seguro que doña Josefa había hecho una buena labor en el último trimestre de 1931 y que sus cualidades docentes y sus conocimientos eran mucho mayores de los que en su modestia se atribuía. Pero también, ¿por qué no presumir de ello?, éramos chicos buenos, aplicados y listos.

Pero una vez resuelto de manera favorable el problema de rematar los estudios de primer curso de bachillerato de Maruja y mío, se planteaba otro de mayor magnitud y transcendencia. ¿Cómo enfocar el resto de los estudios secundarios de los dos, así como de los primarios y secundarios de Paco y Mingo? Papá había querido que los varones fuésemos alumnos de los jesuitas para asegurarnos una formación cristiana y para que nos beneficiáramos de los excelentes métodos pedagógicos de los centros de la Orden de San Ignacio.

Pero una de las primeras medidas anticristianas del gobierno de la República fue la expulsión de España de la Compañía de Jesús que fue acompañada de la incautación de todos sus bienes y, entre ellos, de los centros de enseñanza. La ley, votada por las Cortes en la primavera de 1932, proclamaba que los jesuitas, a causa de lo que ellos mismos llaman el cuarto voto, estaban comprometidos bajo juramento a obedecer sin reservas al Santo Padre y, por consiguiente, estaban al servicio del jefe de una potencia extranjera y eran traidores a la patria. Este argumento ya fue utilizado en el siglo XVIII por Carlos III pero este rey siempre se sometió a las directrices pontificias y, como nos dice la historia, monarca y Papa se pusieron de acuerdo en la supresión total de la Compañía, si bien esta situación duró poco y las huestes de San Ignacio renacieron pronto con acentuado vigor.

La expulsión de los jesuitas fue realizada con la zafiedad propia de la izquierda española. Al día siguiente de la aprobación de la ley, los padres y hermanos de la Orden fueron conminados a abandonar los edificios donde vivían, rezaban y trabajaban, casi sin tiempo para hacer sus equipajes; menos mal que estos eran livianos, a causa del voto de pobreza. Cualquier objeto que pudiera ser considerado propiedad común de la Compañía estaba incluido en la desaforada expropiación.

La expulsión de los hijos de San Ignacio planteaba además un grave problema a un sector de la sociedad sevillana: dejaba sin colegio a unos trescientos chicos de edades comprendidas entre  los siete y los diecisiete años ¿Qué hacer? ¿Cómo resolver el problema para el curso 1932-1933 de inminente comienzo? Los padres de familia afectados decidieron crear un nuevo centro, copia fiel del bruscamente desaparecido; en él habría de cuidarse con todo esmero la formación cristiana de los alumnos y habría de seguirse el método pedagógico jesuítico dada su demostrada eficacia.

Basándose en estas inexcusables premisas, expusieron su proyecto a don Balbino Santos Olivera, canónigo de la Santa Iglesia Catedral, rogándole que aceptara la presidencia del nuevo centro educativo. Don Balbino dio su consentimiento e incorporó como segundo suyo a don Servando, párroco de una iglesia del centro de Sevilla. Por último, fue elegido don Francisco Sánchez-Castañer y Mena como Prefecto de estudios, cargo fundamental en los colegios jesuíticos por ser el responsable de la organización y funcionamiento de los diversos cursos, del régimen del profesorado, de las actividades complementarias, en fin, de todo. Sánchez-Castañer era muy joven, según mis cálculos contaba entonces veintinueve años. Había cursado con brillantez la Licenciatura en Filosofía y Letras que entonces abarcaba todas las materias humanísticas hoy dispersas en un montón de titulaciones; quizás había leído ya su Tesis doctoral sin duda en Literatura, disciplina a la que se dedicaba y de la que fue más tarde Catedrático en las Universidades de Valencia y Madrid. Tenía una especial devoción por dos autores, uno clásico, Lope de Vega, y otro contemporáneo, Rubén Darío, y se centró en los últimos años de su actividad profesional en la producción literaria de las naciones americanas de habla hispana.

Papá conocía a don Francisco y fue a verlo para solicitar la admisión de Paco, Mingo y yo en el centro de nuevo establecimiento comentando con él su reciente desgracia. Sánchez-Castañer no sólo dio el sí (que incluía también a Enrique) sino que prometió a papá que seguiría de cerca nuestros estudios, cosa que cumplió en particular conmigo, que como he dicho eran ya de nivel secundario. Mingo entró en la llamada 'Preparatoria inferior', el curso de entrada en el centro, Paco y Enrique en la 'Preparatoria media' y yo en segundo de Bachillerato. Al mismo tiempo, Maruja fue admitida en este curso en el colegio de monjas del Sagrado Corazón. Nuestros estudios quedaban satisfactoriamente planificados para el curso 1932-1933.

A Sánchez-Castañer le debo mucho de mi formación inicial, despertó en mí la afición a la lectura y a la poesía y años después, cuando yo cursaba estudios universitarios, me animó con insistencia a que opositara a Cátedra pues creía que yo tenía buenas condiciones para dedicar mi vida a la Universidad.

La anécdota que os voy a contar es muy posterior a estos años y se sale de los límites cronológicos que me he fijado para estos escritos, pero viene a probar mi agradecimiento a Paco Sánchez-Castañer. Ya habíamos decidido apear el tratamiento respetuoso; ambos éramos Catedráticos.

Paco era Catedrático de Valencia desde hacía más de veinte años cuando quedó vacante en la Universidad madrileña la Cátedra de Literatura hispanoamericana, que habría de cubrirse por oposición. Paco firmó la presentación junto a tres o cuatro doctores más y parecía el más cualificado. No obstante, tenía sus temores de que fuese otro opositor el favorecido por el tribunal. En aquel entonces, tres de los miembros de éste eran designados por sorteo y el Ministro de Educación nombraba con absoluta libertad al Presidente y al quinto vocal. Paco me pidió que sugiriera al Ministro, mi maestro Don Manuel Lora Tamayo, que nombrara para el primero de éstos cargos al profesor Entrambasaguas que, por otra parte, era la persona mas idónea para el caso. Algo fastidiado por el encargo, pues me parecía que al hacerlo me metía donde nadie me llamaba, me armé de valor un día y desembuché mi recomendación alegando que mi viejísima gratitud a Sánchez-Castañer me obligaba a esa petición del todo improcedente. Don Manuel me contestó con una sonrisa tratando de que desapareciera mi apuro. Entrambasaguas presidió el Tribunal, Paco se presentó solo y terminó su vida docente en Madrid en 1973, año de su jubilación. Asistí al homenaje que le dio la Facultad con este motivo. Todavía con emoción transcribo parte de la carta que me escribió entonces: "...mi gratitud por la asistencia al homenaje de que fui objeto por parte de mi Facultad… Me hiciste recordar muchas cosas ya muy pasadas: cuando eras un pipiolo y yo no tan viejo y pude enseñarte lo poco que yo sabía. Imagínate lo que me alegró tenerte en la comida, pues era tanto como hacer presente nuestra singular Sevilla".

Perdonadme, mis queridos lectores, está última digresión sentimental, pero no quiero que falte en estos escritos mi agradecimiento a las personas que me han hecho el bien a lo largo de los años.

1932 fue un año azaroso, duro, difícil.

          Besos y abrazos de

                                         Rafael

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